por Hernán Schillagi
Umbral de salida. Un lector de poemas es una especie de arqueólogo de la palabra, es decir, los libros de poesía solo son hallados luego de una exhaustiva búsqueda, de excavar de manera impenitente en las cuevas o las fosas comunes de las librerías. Ante esto, el escritor Pedro Mairal dice, con algo de resignación y más ironía, que el espacio dedicado a la lírica siempre está en un rincón: «en general, el tamaño de la sección de poesía es inversamente proporcional al tamaño de la librería». En los pasillos oscuros, o en los subsuelos ominosos de los locales me he tenido que arrodillar sobre alfombras apelmazadas tanto como trepar a escaleras tambaleantes, hasta una vez me tuve que arrastrar cual Juanse en el video de «Vicio» (sí, porque la poesía es un vicio). Así, he salido blanco por el polvo dormido en los cantos y me he sentado a lo indio haciéndome un picnic con los libros de poemas. Todo eso y mucho más, debido a que las librerías de Mendoza y de varias ciudades por las que he escarbado a punta de pala colocan el estante de poesía en los lugares más inverosímiles. El género, también, es un animal vivo y mutante. Entonces, los libreros saben que deben ocultarlo en las jaulas de la indiferencia. Porque la poesía está allí agazapada para el que cree que la ha encontrado, pero en realidad es el lector el que cae en su trampa eterna.
Sin embargo, en tantos años de rastreo alocado, nunca me encontré con un poeta fundamental para el idioma que se habla en esta parte del mundo: Jorge Leonidas Escudero. En parte, por lo que apunta Valeria Melchiorre: «Escudero no suma a la práctica del poema otros modos de intervención en el campo intelectual, forma de la renuencia que no hace más que evitar todo atajo posible hacia la visibilización. Por lo pronto, se desentiende de cualquier tipo de activismo o de polémica sonante en el terreno de lo político o en el de lo estético…». Pero por otro lado, las continuas zancadillas del azar hicieron que mi lectura se disipara hacia escrituras a veces notables, a veces fútiles. Antes de que algún ratón bibliófilo levante su garra acusadora, quiero contar la crónica personal de un desencuentro.
Senderear. Como cualquiera sabe –Wikipedia mediante– Escudero nació en San Juan en 1920 y comenzó a editar recién cuando había cumplido los 50 años. Pero no cobró cierta notoriedad nacional hasta bien entrado el siglo XXI, cuando Ediciones en Danza decidió publicar una de sus obras y sostenerlo en el tiempo sobre las solapas de su catálogo. El escritor sanjuanino ya tenía un halo de misterio que lo precedía, pero qué poeta de provincia no es mitológico. Así han sucedido «descubrimientos» algo tardíos -desde la inevitable mirada centralista- como los de Juan L. Ortiz, de Entre Ríos, o del pampeano Bustriazo Ortiz (dos grandes poetas que coincidieron más en la marginalidad que en el apellido). Así y todo, el nombre del «Chiquito» Escudero y su poesía no se me habían presentado con la fuerza suficiente como para montar una búsqueda intensiva, a pesar de que Canto Rodado, una épica editorial mendocina, había dado a luz uno de sus poemarios en el 2000. En una entrevista a Gabriela Cabezón Cámara el autor confiesa con respecto a sus indagaciones poéticas: «Cuando estuve en Mendoza, que me quedé empleado ahí cinco años, iba a la biblioteca y leía algunos libros de los poetas españoles, la llamada generación del 27. Entonces me gustaba leer, pero ahora se me han olvidado hasta los nombres. Y bueno, pero me quedó algún empuje, para alguna vez manifestarme yo mismo…». Los lectores, y más los de poesía, somos tan cómplices como veletas, pero nada desagradecidos: leemos/amamos/plagiamos a un poeta hasta la extenuación, para después saludarlo de reojo. Pero quizás por cuestiones de intereses lectores del momento, o de ciertas afinidades electivas más cercanas a la «moda» de la llamada Poesía de los noventa, Escudero se me aparecía como un señor bastante mayor, con unos títulos tan inquietantes, sonoros y estrafalarios (Aguaiten, Endeveras, Caballazo a la sombra). Para colmo utilizaba términos regionalistas cuyanos, a los que todo poeta joven les escapa como a la peste. Allí lo perdí de vista a Escudero por vez primera (y voluntaria). Lo dicho: la poesía sabe esperar.
Atisbos. El tiempo pasa para todos, aunque para los poetas sea diferente. Cuántas veces se lo suele llamar «poeta joven» a un cuarentón pelado y de anteojos bifocales. Fue así cómo, a poco de cumplir los 30, me avisaron que Jorge Leonidas Escudero venía a Mendoza, pero no a cualquier ciudad, sino a la mía: San Martín. Para ser más precisos, a la escuela donde yo había terminado la secundaria. Me subí a la bicicleta, agarré unos pocos pesos y me fui a verlo, mejor dicho, a escucharlo. A partir de ese momento fue que se me empezó a escabullir. Llegué agitado, ya todo el mundo estaba sentado: profesoras de Literatura, directores, alumnos cautivos, algún que otro poeta local. Una alarma a lo Cenicienta me tenía preocupado: a la hora tenía que rajar a dar clases. Mesa con mantel blanco, flores recién compradas al pie del micrófono y ahí lo vi, entre dos escritores de la zona que lo secundaban. El viejito, que ya pasaba los 85 años, estaba esculpido en piedra, enjuto, preciso en los rasgos, hermoso en cuanto al semblante. Los otros dos hicieron los honores. Uno leyó un análisis detallado de la obra y el otro habló de la personalidad a partir del nada rebuscado oxímoron «el gran Chiquito». Escudero sonreía con insoslayable vergüenza tímida ante los elogios tan merecidos como cuantiosos. Llegó el momento de pasarle el micrófono al poeta, pero las campanadas de la escuela nocturna hacía diez minutos que habían doblado para que yo me convirtiera en calabaza y entrara a clases. Salí con un nudo en la garganta y casi me llevé por delante una mesita con libros. «Vendeme uno, flaco, que me tengo que ir», mascullé frente al alumno que lo habían empernado allí. «No puedo. Ya están todos encargados por las profesoras». Guardé un par de blasfemias en el tintero y me fui.
Dos años después, en el filo del invierno de 2008, la Biblioteca San Martín organizó un «Encuentro de Integración de Escritores argentinos y chilenos». La propuesta era tan sencilla como estimulante: armar mesas de lectura entre poetas de ambos lados de la cordillera. Don Jorge Escudero era uno de los invitados rutilantes. Yo era uno de los poetas que participaba como el «aguante provincial». Ya tenía las palabras pensadas para presentarme ante él, hacerle un seudochiste sobre mi huida la vez pasada. Iba a comprarle un libro y rogarle que me lo firmara. Una nevada letal al estilo El Eternauta comenzó a caer la tarde anterior. Resultado: cierre del túnel internacional y suspensión, por consejo médico, de la llegada del engripado poeta desde San Juan.
Le dije y me dijo. Tan equivocado no estaba al comienzo de esta historia de negación y extravíos. Si hasta el reconocido crítico Mario Goloboff concuerda conmigo al presentar al poeta de este modo: «En el campo literario argentino, donde a veces brillan hasta las estrellas más fugaces, parece mentira que el gran poeta sanjuanino Jorge Leonidas Escudero sea tan poco conocido, a pesar de que viene escribiendo desde hace décadas una de las mejores poesías de América…». No obstante, yo quería conocerlo, entrar en su poesía como un explorador consumado. Había hecho unos escarceos efímeros por internet que habían dado como fruto un anodino archivo de Word titulado «Poemas de JLE». Al mismo tiempo se empezó a dar el fenómeno de las peregrinaciones escuderas: jóvenes poetas (y no tanto) iban en caravana a su casa y de allí la naciente leyenda urbana: que tiene un jardín lleno de plantas, que atesora una colección de piedras de su época de minero, que la biblioteca es pequeña con los libros que los poetas viejos (y no tanto) le regalan, que su hija es un filtro tan amable como recio, que todavía va al casino, que te manda por correo sus libros con dedicatorias inolvidables. En el medio, los más que ganados reconocimientos de la intelectualidad, los números especiales en revistas de poesía, las entrevistas consagratorias, algún que otro Doctorado Honoris Causa, mención en los Premios Nacionales de Literatura (con una polémica y todo) y hasta una distinción del Concejo Deliberante del Municipio de General San Martín como Visitante Ilustre del Departamento, en un evento anunciadísimo al que, por supuesto, no pude asistir por motivos tan triviales que no merecen ser contados. A veces, los poetas manipulan tanto con el azar que se nos vuelve en contra.
Hasta aquí, Escudero se me presentaba siempre retractilado, es decir, como envuelto al vacío en un nylon transparente, a la vista y al alcance de la mano, pero impenetrable. A un extremo tal que en setiembre de 2013 fue elegido como el poeta homenajeado para el `Primer Festival de Poesía de Mendoza (otra vez, yo era uno de los que representaba a la provincia) y, a último momento, los doctores le prohibieron realizar cualquier tipo de traslado por su delicada salud. De más está decir que cuando quise ver el documental Oro nestas piedras, que refleja su vida, el horario de proyección se superponía con mi lectura.
Verlas venir. Ese mismo mes recibí de manos del grupo Ale Caterva el libro Viaje. Justamente en uno de los cuentos escrito por Edmundo Beltrán se narra la historia de un oficinista de pueblo que, enamorado, parte en un recorrido iniciático hacia la intensidad de la poesía; ya que su destino solo lo podrá vislumbrar un hombre nacido en San Juan: Jorge Leonidas Escudero. No pude más que sonreír cuando cerré el libro. Otra vez «El código Escudero» como un enigma a resolver, o más bien, como una deuda a saldar. ¿Somos los lectores un ejército de culposos vencidos antes del primer disparo? Nos vamos a ir de este mundo, seguramente, mortificados por lo que no alcanzamos a leer y no dignificados por lo leído, a costa de perder la vista en el camino.
Como quien no quiere la cosa, a principios de este año me llegó un mensaje de la revista virtual Poesía Argentina, donde se disculpaban porque el libro que tenían que enviarme para que reseñara se había extraviado en las inextricables rutas del Correo Argentino. «¿Te parece que te mandemos el último del sanjuanino Escudero?», terminaba con inocencia el texto. Los dedos se me anudaron para responder afirmativamente. «No te me vas a escapar otra vez», pensé. A los cuatro días, por correo postal certificado, llegó un paquete más que prometedor. Tembloroso, destrocé el papel madera y no solo apareció el libro Sobrevenir, sino que también estaba acompañado por Atisbos, publicado en 2011. La alegría se mezcló con la sorpresa y me lancé a leer como loco. Esa noche en la cama le fui diciendo en voz alta los poemas a mi esposa. «Escuchá esto», y la sacaba del duermevela con fraseos que podrían también despertar a un muerto: «Parece que la inmensidad /quiere decirme un secreto y al ver /que todavía falta mucho en mí /queda muda…». Así, con una fiebre lúcida, pude escribir la reseña más feliz que alguien puede hacer. Porque los materiales en la poesía de Escudero son inusitadamente conocidos: los minerales y el oficio de minero como metáfora encarnada, el asombro de lo cotidiano, los juegos de azar relacionados con una existencia oscilante, los amigos del pasado y los personajes del barrio, la escritura poética, el humor incombustible de alguien que ha visto mucho con «loj ojitos», pero que ha escuchado mejor la voz de la superficie. Porque es a la vez un poeta con lengua propia y compartida. Un lenguaje que ha sido fundado muy cerca de la corteza terrestre a punta de pico y pala, con un oído atento a los inesperados accidentes. Como también lo observa Ivonne Bordelois en La palabra amenazada: «La violencia que ejerce el poeta contra el lenguaje inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la creación de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el lenguaje…». Así se van desprendiendo valiosos fragmentos del habla popular y golpean la perpleja cabeza del lector: «Y ahora volvamos a esa soledá / que me asustó tanto, tanto porque / m’estaba dando cuenta del vacío / donde había caído». Inesperadas corrientes de aire fresco y sonoro para un idioma al borde de la fosilización: «Na noche», «E esto», «podís», «abreboca». Expresiones que no intentan ser un registro del color local cuyano (como yo, imberbe, había prejuzgado), sino todo un testimonio de oralidad irreverente. Para, luego, reflejarlo en lo más complejo y arisco: la sintaxis conversacional no culta. Aquí es donde se derrumba el lugar común de tildar al viejito de «sencillo y claro», ya que cada construcción/verso es una maravillosa afrenta a la gramática tradicional, como lo es todo diálogo verdadero: «pero hoy / se me vino escribirlo y es esto: iba a, / siendo niño, a una familia amiga…». Así y todo, el resultado es revelador, porque además Escudero no abruma, esencializa el decir. Charla en vez de cantar, reflexiona con rudeza, en lugar de llorar lo vivido.
Finalmente, ahora estoy en un nuevo plan con varias aristas: ir con mi esposa y un amigo a visitar a Escudero en la primavera, ahorrar moneda tras moneda para comprarme la Poesía completa, robarle a este amigo justamente el libro que reúne toda la obra poética y perseguir a cuanta persona me preste la oreja para leerle un poema de este pibe de 94 años como si se tratara de un minero que vuelve con las manos vacías, pero tiene la certeza de haber estado cerca del oro. Mejor lo dice el poeta: «pronto en casa / mi mujer grita:—¿Y? ¿Estamos como siempre? / —Silencio—le contesto—, / hemos tenido años de esperanza...».
Bibliografía consultada
-Bordelois, Ivone: La palabra amenazada. Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2005.
-Cabezón Cámara, Gabriela: «Buscar oro y jugar a la ruleta es parecido a dar con la palabra única». En: Revista Ñ de Clarín, Buenos Aires, 2011.
-Escudero, Jorge Leonidas: Atisbos. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2011.
-__________________:Sobrevenir. Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2013.
-Goloboff, Mario: La poesía de Jorge Leonidas Escudero. En: Telam.com.ar, 2013.
-Mairal, Pedro: El equilibrio. Garrincha Club, Buenos Aires, 2014
-Melchiorre, Valeria: «Jorge Leonidas Escudero: Desajuste y autorrepresentación». En: Hablar de Poesía N°24, Buenos Aires, 2011.
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