La poesía de Jacobo Regen es, en el canon de la lírica argentina contemporánea, algo así como una anomalía. El autor (nacido en Salta en 1935) no ha sido tocado por corriente alguna y por eso, quizás, su poesía se ha mantenido como una joya en estado puro, intocada y aún apenas descubierta (excepto, acaso, por sus coterráneos y por algunos célebres admiradores).
El poeta tiene 27 años cuando publica sus primeros poemas, en
1962. Al año siguiente, con su libro Canción
del ángel, obtiene un prestigioso premio, y demora luego ocho años en dar a
luz otra obra (Umbroso mundo, 1971).
Esa irregularidad es acompañada, además, por una concentración notable: pocos
poemas, muchos de ellos brevísimos, en los que Regen no atiende al
coloquialismo propio de los ’60 ni tampoco al sesgo «militante» de gran parte
de los poetas que publicaban en aquellos años: Gelman y Bignozzi, entre ellos.
Jacobo Regen. |
Umbroso mundo, la
colección de sus poemas completos que acaba de aparecer por el Fondo Editorial
de la Provincia de Salta, permite recorrer la obra de Regen y dejarse
estremecer una vez más por una poesía atemporal y poderosa, aun en su aparente
ascetismo y su brevedad.
La
tarea de la poesía de Regen –una tarea de invariable empeño– es la de ser un
prisma que deja que la luz pase a través de sus palabras, se descomponga y deje
ver su compleja hechura. Un prisma, claro está, que no siempre alcanza a filtrar las
luces del mundo, de por sí, sombrío («umbroso») y en el cual el poeta ha de
cantar, antes que nada, su propia oscuridad.
La
dialéctica de luz y bruma, de mundo interno y exterior, funciona en casi todos
los poemas, con un sentido doliente e irresuelto. Uno de los poemas de Regen
que mejor expresa esa pulsión, y que ha de estar entre los más hermosos y
estremecedores de toda la poesía argentina jamás escrita, es aquel que estaba en
Canción del ángel y que canta,
precisamente, a la luz como interlocutora de su canto:
«Sé dura, oh luz, conmigo.
No regañes a flor de piel: inquiere
lo que en el fondo busca tu castigo
y, sin descanso, hiere.
Hiere profundo, profundo.
Que es mucho lo que perdí,
rodando… (no por el mundo
sino por dentro de mí)».
El
hecho de que Jacobo Regen parezca desentenderse de las oleadas líricas de su
presente no debe hacer pensar que la suya será una poesía vetusta o anticuada.
De hecho, no lo es. En ella, en ese lirismo siempre dolido y melancólico, cabe
no sólo su romántico paisaje interior, sino también el de las urbes modernas y
sus habitantes:
«En un edificio de la ciudad
he visto cómo sus moradores
arrojaban por el tobogán,
desde lo alto de sus altos pisos,
los residuos del día y de la noche (...)
Y un sabio dijo: ‘La ceniza es pura’ (…)».
Y
cabe, en estos poemas, del mismo modo, la ironía (tocada por un sutil cinismo)
y hasta el humor, como se advierte en esa estocada verbal que es el texto La fiesta:
«Fin de año. ¿Año del fin? ¡Quién lo sabrá!
Papá Noel ya no regala: pide.
Borracha de odio cruza la farándula.
Dos zapatitos en la sombra gimen».
Una versión de esta reseña fue publicada originalmente en el suplemento Escenario del Diario Uno de Mendoza.
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