viernes, 21 de marzo de 2014

La historia de un poema de José Villa



(Especial para El Desaguadero)

En principio, no sé si cada poema tiene una historia, o si tiene resonancias a las que podemos llamar historias internas, y la historia de su gestación no es ajena a esta situación intrínseca. Puede que lo más narrable surja de la anécdota que apuntala al poema terminado, pero, en mi caso, el texto se resuelve porque ya estaba resuelto, ya se había conformado su voz en algún lugar y viene a inscribirse en una imagen. Por un lado, cierta fijeza, pero por otro una asombrosa y abrumadora mutabilidad.

En cuanto a mí, la escritura de un poema es muy poco «biográfica»; es decir, no me atengo a una experiencia inmediata o registrable. Y no es que no me interese transferir una experiencia, sino que la historia está sujeta a las inflexiones y proyecciones muchas veces totalmente imaginarias, aunque, eso sí, surgen de una construcción que el sentimiento, cosa impalpable e indeterminada, ha ido resumiendo y que se modula en el presente como experiencia. Así que me inclino a pensar mucho más en que el poema tiene una razón incontable, porque es otra, mucho más eterna y casual, la organización del tiempo. Y por eso es un poema. De alguna manera también pienso que la mejor narrativa vuelve sobre este aspecto del tiempo para descomponerlo.

Aclarado el punto, elijo «Mallarmeana», que fue un poema escrito a dúo, con una idea original de Patricia Tielli, una poeta amiga con la que estábamos escribiendo y corrigiendo. En aquellos momentos, mientras leíamos y corregíamos, ella me muestra unas dos líneas sobre unas cebollas que se doran y el olor que dejan. Un poema cortante, fatal y en cierta manera, por el olor, un tanto vulgar (además, recuerdo que toda que toda esa serie que yo estaba leyendo era así: impulsiva e intensa). No obstante, ahora debo decir que me equivoqué, consideré que ese poema no estaba terminado, fundamentalmente porque era demasiado frontal. Le dije que faltaban unas líneas, que necesitaba cierto desarrollo. De algún modo, la imagen de la cebolla me había fascinado, y yo le saqué un poco de su fuerza originaria (en eso me equivoqué) y la distribuí estéticamente, y compuse una escena: la de una mujer rehogando la cebolla; un poco este segundo intento es una crítica de aquel filoso poema originario que tenía una carga real y extremadamente económica: yo le di unos brillos raros y un aire de rapsodia que lo hizo tremendamente extenso y emocional a pesar de su brevedad. Me concentré mucho en aquel texto: pensaba en la imagen mientras viajaba en tren o cuando tomaba apuntes en la facultad. Así estuve unos días. En un momento lo escribí de una sola vez, reelaborando la idea primaria, con título incluido que, claro está, es un punto de equilibrio (también se me hacía muy blanco, gráfico y abstracto) respecto de la primera versión.

En cuanto a la forma de los cortes de los versos, obedecen a un pulso de dibujo que siempre llevo como un lastre. Recuerdo que ambos autores nos sentimos extraños ante el resultado. Se publicó por primera vez en Diario de Poesía. Además, el hecho de que lo hayamos escrito entre dos le da a su existencia cierta complejidad, porque, por un lado, surgió de textos de Patricia, muy físicos y personales, a lo que superpuse una visión memorialista que el poema no tenía y que yo venía elaborando a principios de los años noventa. Y así fue.


 ***


Mallarmeana

Pone la cebolla en la sartén
demasiado segura de que es invierno
demasiado temerosa del olor que se lleva su pelo
de la consagración que humildemente
la perfuma.  Sabe y no
que cocina
que los círculos blancos de la cebolla
pronto estarán dorados







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