Enrique Banchs, autor de La urna, en un dibujo de Carlos Alonso. |
por Fernando G. Toledo
En una categórica sentencia final de su obra más influyente, el filósofo Ludwig Wittgenstein iba a dejar anotado un pensamiento, conclusión a la andadura de las páginas precedentes que también hacía las veces de advertencia: «Lo que no se puede decir, hay que callarlo» [1].
Enrique Banchs (1888-1968) parece haber anticipado, con su propio silencio, el mandato del autor del Tractatus Logico Philosophicus. Un silencio poético, el de Banchs, proveniente de un escritor que supo trazar un libro del que ahora se cumple un siglo y que ha sido considerado por Borges, su más entusiasta vindicador, como «uno de los mejores de la literatura argentina».
Ese libro es La urna, obra de tal maestría que constituye una de esas excepciones que ofrece la hechura humana, aunque su aporte haya sido «en gran medida descuidado, sino totalmente olvidado de parte de la crítica literaria» (como opina Vanesa Ledesma Urruti [2]).
La historia es así: Banchs es un poeta precoz. A los 19 ha publicado su primer libro, Las barcas (1907), al que siguen El libro de los elogios (1908) y El cascabel del halcón (1909). Quizá la precocidad es lo más destacado de ese puñado de obras. Precocidad, eso sí, acompañada por una gran pericia técnica y la no menos insólita capacidad del joven vate para abordar desde sus versos temas profundos y solemnes, aromados por cierto perfume modernista, propio de la época.
El caso es que tras una breve pausa y cuando cursa sus 23 años, Banchs publica La urna, y calla para siempre. Se verá, quizá, un poema suelto en algún diario décadas después, algún texto sacado del pudor, pero como Rimbaud (por dar otro caso célebre de poeta precoz en su voz y en su mudez), decide cerrarle las puertas a la poesía.
Banchs no huye ni desaparece. De hecho, tiene una actividad social destacada (integra el primer cuerpo de la Academia Argentina de Letras, preside la SADE) y lleva adelante una tarea periodística y educativa incesante. Pero su poesía queda sepultada, obcecadamente sepultada, pues él mismo se niega a reeditar sus obras. Tal decisión, sin duda, incrementa su aura legendaria.
Primera edición de La urna. |
«Cumplida su labor, fue oscuramente
Un hombre que se pierde entre la gente;
Nos ha dejado cosas inmortales» [5].
El motor de los sonetos de La urna es una ausencia: la de un amor fallido. «Una mujer dejó a Enrique Banchs o lo rechazó o, lo que puede ser más doloroso, no se percató de él» [6], anotaría de nuevo Borges en un discurso para la Academia Argentina de Letras en 1970.
El desamor que provoca la escritura de los poemas, sin embargo, no convierte a estos textos en el testimonio de una exaltación, no hacen de Banchs una víctima del amour fou. Por el contrario, el poeta exhibe al trazar sus poemas la frialdad de un médico herido, que sabe qué daños tiene y cómo va a desangrarse. Muerto en vida («¡un esqueleto nada más!»), ha hecho de su cuerpo una urna en la que está depositado ese dolor, que contempla con una rima excelsa y endecasílabos que sólo a veces se permiten la oscilación hacia siete o cinco sílabas centelleantes.
De todos esos versos surge «un llanto viril», «una danza con lo fugitivo y con lo esquivo» (las palabras son de María Gabriela Mizraje [7]) con los que Enrique Banchs alcanza otros temas, por supuesto: el tiempo inexorable, la putrefacción del «deseo difunto», la vacuidad de lo que se escribe. Y también el suicidio, como cuando el poeta mira en un soneto sus propias manos y las desconoce:
«Quizás conduzcan de otro ser la suerte
de paso frágil a mejor fortuna;
y quién sabe si no me darán muerte».
Hay una perfección diamantina en los sonetos de La urna. Es imposible escapar a esa perfección cuando se recorre, uno a uno, los poemas. La forma del soneto parece ofrecerle a Banchs un encastre implacable para su cometido estético: muchos poetas argentinos trazarían sonetos después de él, pero tal vez sólo los de Borges y los del Wilcock de Sexto atisbarían tales alturas.
Parece, acaso, que Banchs supiera que en semejante belleza puede atrapar la carnal belleza perdida. Se anima, incluso, a proyectar un deseo, como en el inolvidable poema sobre el «hospitalario espejo». Pero no se engaña, pues
«igual en la verdad o en la mentira
tengo este solo compañero, el llanto».
Llanto de doble dolor, diría Pablo Anadón, pues «es posible leer en La urna no sólo el debatirse de una ilusión de amor por seguir existiendo en una circunstancia existencial que la condena, sino también la extinción de una idea de poesía absoluta en medio de condiciones epocales -las mismas que aún vivimos- que la han vuelto un devaneo inútil para la sociedad» [8].
Ahogada o no la idea, tomada por fútil o todavía necesaria esta poesía, a un siglo de su publicación, La urna sigue siendo un enigma y también un legado. Quizá en la combinación de eso que nos queda de este libro de Enrique Banchs pueda entenderse su magnitud, al menos si hacemos caso a lo que nos dice su autor en dos de sus versos:
«Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado».
Una primera versión de este artículo fue publicada el sábado 19 de noviembre en Diario UNO de Mendoza.
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Notas
[1] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico Philosophicus, 1922. Proposición 7. En el alemán original: «Wovon man nich Sprechen kann, darüber muß man schweigen».
[2] Ledesma Urruti, Vanesa. «Enrique Banchs: Poeta olvidado, poeta del olvido», en Espéculo. Revista de estudios literarios Nº 40. Universidad Complutense de Madrid, 2008.
[3] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio», en revista El Hogar del 25 de diciembre de 1936, incluido en Obra crítica, vol 2. Emecé, 2010.
[4] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», discurso ante la Academia Argentina de Letras, ibídem, 2010.
[5] Borges, Jorge Luis. Enrique Banchs, en Los conjurados, Obras completas, vol. 3. Emecé, 1991.
[6] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», ibídem 2010.
[7] Mizraje, María Gabriela. «El retorno de un poeta», en La Nación del 22 de marzo de 2000.
[8] Anadón, Pablo. «En torno a La urna, de Enrique Banchs», en revista Fénix Nº 9, abril de 2001.
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Sonetos de La urna
de Enrique Banchs
Entra la aurora en el jardín; despierta
los cálices rosados; pasa el viento
y aviva en el hogar la llama muerta,
cae una estrella y raya el firmamento;
canta el grillo en el quicio de una puerta
y el que pasa detiénese un momento,
suena un clamor en la mansión desierta
y le responde el eco soñoliento;
y si en el césped ha dormido un hombre
la huella de su cuerpo se adivina,
hasta un mármol que tenga escrito un nombre
llama al Recuerdo que sobre él se inclina...
Sólo mi amor estéril y escondido
vive sin hacer señas ni hacer ruido.
*
Nunca como esta noche de verano
de gran silencio melodiosa y pura
he sentido la lánguida dulzura,
la irrealidad, de mi pasión que en vano
confieso al alma de la noche oscura.
Bien sé que espero en algo muy lejano,
algo que no se toca con la mano,
que no se puede ver ni se figura;
algo como plegaria de intangible
boca, pero plegaria imperceptible;
un suspiro del viento, acaso una
música de violines escondidos;
una vaga mujer cuyos vestidos
ondulan en el claro de la luna.
*
I
Cubra tu forma de ánfora un sudario,
lleva en la mano el arlequín de paja
del deseo difunto y desencaja
de ti misma el impulso pasionario.
Y anima en tu atavío funerario
un pie de sombra, un paso, así, en voz baja...
Vayamos al país de la mortaja
y al sitio finalmente hospitalario.
Vamos a ver la dama que con metro
igual nos mide a todos. Cuyo cetro
es la amapola erecta y asfixiante.
Cuyos son el palacio y los salones
con la base en la tierra devorante
y con techumbre en las constelaciones.
II
Surge una hoz en la marmórea entrada,
blanca como el silencio... O voi che entrate...
vosotros, mármol en que nada late,
columna en tierra, espiga cosechada...
En vez del huésped de la rama, el trino,
grandes lágrimas vierten los cipreses.
Alma, enmudece, que no sirven preces,
ni vale el lloro donde está el Destino.
Mira el rebaño blanco de las piedras
tumbales, y pastores, a las hiedras
quietos en la pradera taciturna...
-¡Juventud!- ¡oh, qué cosa llamas, alma!,
¿con gloria y tempestad nombras la calma?...
Y en eso sonó un canto en una urna.
III
En una antigua urna cantó un grillo.
Decía: "en la cabeza de tu hermano
levanto un canto rápido y lozano
y me sirve de atril cráneo amarillo.
Por furtiva rendija entré en la fría
caja; y entre los pálidos despojos,
(¡maravilla de oídos y de ojos!):
venciendo al Tiempo su ilusión vivía.
¡Alegría fugaz de haber vivido,
alegría fugaz, la he recogido
como la abeja de la flor el polen,
para que mis sonidos la enarbolen;
y de ensueños del muerto se hace el canto
que como musical pendón levanto!".
*
Hijo blanco y moreno de las mieses,
pan nutridor, mi sangre te incorpora.
Serás quizás al cabo de los meses
la viva luz que mis pupilas dora,
o en el cerebro el nervio de la oda,
o en la garganta el hálito vocal,
ya que la ley renovante cambia toda
materia en expresión espiritual...
Hijo triste y fatal de los sentidos,
¡oh, amor! En esto acabas: en canción.
Nada es estéril, no, ni la ilusión,
ni el sueño, ni los pétalos caídos...
Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado.
*
Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.
Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.
Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite
en la ilusión de su azulada calma
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.
*
¿De dónde vienen, de qué inaccesible
templo, de qué país maravilloso,
las sombras que nos dan un imposible
beso en el sueño vago y silencioso?
¿Las coronas que en sueños nos coronan,
las flores que llevamos, mas dormidos,
y las mujeres blancas que abandonan
nuestros febriles brazos extendidos?
¿Quiénes están soñando con nosotros
cuando soñamos? ¿quiénes son los otros
seres que no veremos ni hemos visto?
¿Y qué piedad desconocida quiere
que me vengas a hablar y que te espere
cuando apenas si existo?
6 comentarios:
Qué poco «garpan» los artículos sobre las grandes obras de la literatura.
Fernando:
Convengamos que clavar una nota así a principios de diciembre, entre los escotes de la calle y los exámenes de la escuela, es toda una apuesta.
¿Por qué no armamos una sección con "los cuerpos más calientes de la literatura" para paliar el verano?
Un poema y una foto sugestiva... ¿no da? ¿alguien me secunda en la moción?
Yo, claro.
Toledo:
Preciosa nota. Sentida, inteligente, erudita.
Una cosa: no concuerdo con que los primeros libros de Banchs valgan solo por la precocidad. Es claro que no están a la altura de La urna, y sin embargo, aun con su posmodernismo a cuestas, son tan vitales que merece la pena leerlos. Sobre todo un lector muy joven debería leerlos. Incluso un niño lector (en el libro de primaria de mi mamá hay un par de poemas encantadores)
En cuanto a estos sonetos, la verdad es que son deslumbrantes.
No he sido un gran lector de Banchs y no por falta de interés sino por falta de material (en una época busqué por las librerías, pero sus libros brillaban por su ausencia). No obstante, como dicen en el campo, nunca es tarde cuando la dicha es buena (¿?), y estos sonetos han sido una dicha.
Muchas gracias, Sergio, por los elogios pero, sobre todo, por la invitación a releer los primeros libros de Banchs. Sin ánimo de utilizar una falacia ad verecundiam, Borges también decía que sus primeros libros no valían demasiado. Pero no veo por qué no contradecirlo.
Saludos.
Fernando: creo que cuando escribí lo que escribí me ganó el docente que hay mí. Cualquiera de las "Cancioncillas" es más accesible para un adolescente que un soneto de La urna. ¿O me equivoco si pienso que uno no puede aprender a nadar en el medio del mar sin un gran riesgo de ahogarse?
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