Madrid, 28 abr (EFE).- El escritor y académico español Francisco Brines ganó hoy el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, por ser, en opinión del jurado, «un gran poeta metafísico, cuya obra nos enseña a vivir» y está marcada por «el tiempo y la resignación ante el paso del mismo».
El galardón, fallado en el Palacio Real de Madrid y dotado con 42.100 euros (casi 55.500 dólares), reconoce una aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España realizada por un autor vivo a través del conjunto de su obra.
El premio ha sido otorgado a Brines tras un debate «muy reñido», dada la alta calidad de la obra de los candidatos, según revelaron varios miembros del jurado en la rueda de prensa en la que anunciaron el fallo.
Entre los candidatos a la XIX edición del Premio, uno de los más prestigiosos de este género en el ámbito iberoamericano, figuraban el nicaragüense Ernesto Cardenal, la uruguaya Cristina Peri Rossi y el portugués Antonio Ramos Rosa, así como los españoles María Victoria Atencia, Julia Uceda y Carlos Edmundo de Ory.
El poeta Jaime Siles definió al ganador como «un gran poeta metafísico», alguna de cuyas obras, como El otoño de las rosas constituye «una de las cimas» de la poesía española.
Académico de la Lengua desde 2001 y perteneciente a la denominada Generación del 50, Brines (Oliva, Valencia, este de España, 1932) ha defendido siempre la poesía «como ejercicio de tolerancia».
Su trayectoria ha merecido también premios como el Adonais, el de la Crítica, el Internacional García Lorca y el Nacional de las Letras de España al conjunto de su obra.
Brines publicó en 1959 su primer libro de poesía, Las brasas -con el que obtuvo el Adonis-, al que siguieron títulos como El santo inocente (1965), Aún no (1971), Insistencias en Luzbel (1977), Musa joven (1982), El otoño de las rosas (1986) y Catorce poemas (1987).
Dos poemas de Francisco Brines
Con quién haré el amor
En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.
Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.
Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.
El ángel del poema
A César Simón
Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la aparición del ángel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.
Después oír, saliendo del silencio y en tanta soledad,
su voz sin traducción, que es sólo un fiel entendimiento sin palabras.
Y el ángel hace, cerrándose en mis párpados y cobijado en ellos, su
aparición postrera:
con su espada de fuego expulsa el mundo hostil, que gira afuera,
a oscuras.
Y no hay Dios para él, ni para mí.
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