miércoles, 9 de febrero de 2011

Entrevista a Santiago Kovadloff


«Ese semblante de lo real al que llamamos poético»





Por Fernando G. Toledo


Escritor múltiple, capaz de expresarse con igual intensidad en poemas, ensayos o prosas narrativas, Santiago Kovadloff (Buenos Aires, 1942) es una de esas personalidades que expresa sus ideas con una claridad no exenta de contundencia. Sus intereses no son menos múltiples que el modo en que vierte sus reflexiones sobre ellos: de este escritor podemos leer su indagación en la problemática de la educación, de la literatura, de la realidad sociopolítica, del arte, de la religión y de las costumbres
Hablar de «lo último» que haya escrito Kovadloff es siempre trazar un mapa provisorio: su constante producción, sobre todo como ensayista y articulista (en el diario La Nación), hace que la obra de este autor y traductor crezca y se multiplique semana a semana. Lo que resulta, acaso, más claro, es identificar los bordes de su producción poética, y es ésta la que ofreció en 2009 un capítulo más a su bibliografía. Con la publicación de Ruinas de lo diáfano, el filósofo rompió un silencio poético-editorial de 12 años, que son los que lo separan de la publicación de Hombre en la tarde. Algo que quizá da pistas sobre el afán perfeccionista de este autor que supo reconocer, precisamente al hablar de aquel poemario, que ya era un escritor de esos que viven en el peligro que representa que «cualquier libro que lleve a una editorial» le será publicado.
No parece Ruinas de lo diáfano, justamente, esa clase de libros hechos a los tropiezos. Revelan, más bien, un trabajo de lenta decantación, o más bien, de solidificación: es una escultura cincelada hasta sus más pequeñas aristas, de modo que cualquiera de sus formas, de sus curvas, de sus cortes, parecen estar y ser, allí y así, de manera ineluctable.
Cada poema del libro es un registro de un pensamiento. Un diario de la reflexión de un hombre, maduro también, que lo que empieza a anotar en los papeles que tiene enfrente no es ya el espectáculo del mundo, sino su propio pasmo ante el mismo. Es eso lo que le da a su lírica despojada una riqueza acaso disimulada por el tono engañosamente precario de sus versos. Al riesgo de la vida cotidiana, Kovadloff le da sentido (para tomar la imagen de uno de sus ensayos) enfrentando, como con sorpresa, la prosa del presente con el modo en que éste resulta cristalizado en un hallazgo poético «como si una ley redentora impusiera / a lo gris un rumbo luminoso».
En esta entrevista, Kovadloff se muestra no sólo como un entrevistado ejemplar, de esos cuyo decir coloquial tiene la perfección del escrito, sino como un poeta similar al que habla en Ruinas de lo diáfano, es decir, como aquel siempre dispuesto a reflexionar con la pasión de la duda frente a lo que aparece (una frase, una imagen, una pregunta) ante su propia conciencia.

Abordajes de la escritura

–Como un escritor múltiple que es, ¿sabe cuando se sienta a escribir si será para escribir una prosa de ficción, un ensayo o un poema? ¿Cómo convive esa multiplicidad en usted?
–Es una pregunta que me resulta muy interesante. Normalmente, lo que luego será un texto nace en mí inscripto en un registro tonal que me da la idea de si lo que voy a escribir pertenece al campo del ensayo, el poema, un cuento para niños o un artículo. Ya desde el inicio, ese registro indica cuál será la conveniencia de adoptar un género o el otro. Nunca dejo de advertir que lo que ha nacido tiene porvenir como uno y otro género. Y este discernimiento es el resultado de cierta experiencia en la posibilidad de percibir cuáles serán los recursos de esa frase prometedora. Normalmente no es una palabra, sino un enunciado que ya tiene la entonación de una reflexión o un verso.

–En Ruinas de lo diáfano, su último libro de poesía, encontramos a un Kovadloff franco, que se detiene en aspectos cotidianos, y hasta rutinarios, y que de pronto sorprende al encontrar en esos aspectos visos de magia oculta. ¿Eso es lo que busca con su poesía: anunciar su fascinación ante lo trivial?
–Sí, algo de eso hay. Se trata básicamente de advertir que la vida cotidiana, en apariencia previsible, desmedidamente familiar, es la que encierra la posibilidad de los grandes descubrimientos que rompen con la costumbre. No es en otro sitio, sino en la vida cotidiana, desenmascarada por obra del asombro, de la emoción, donde es posible encontrar ese semblante de lo real al que llamamos poético.

–Hablando de lo cotidiano, usted publicó un ensayo llamado precisamente Sentido y riesgo de la vida cotidiana. Allí sugiere usted que la poesía, sin ser útil, es esencial. Me pregunto si para usted seríamos peores sin poesía.
–La vida no se agota en lo funcional. Sin eficacia, difícilmente podríamos sobrevivir. Pero con eficacia solamente no podemos desplegar algunas de las aptitudes más ricas de nuestra especie: el don de la contemplación, la virtud del asombro, la emoción de existir, que no están al servicio de ninguna utilidad. Simplemente son identidades de las que está provista nuestra especie y en las cuales el enigma de estar vivo irrumpe en toda su potencia para convocarnos a una constatación del hecho de que nuestra presencia en el mundo pide celebración, pide reconocimiento, mucho más que soluciones.

Poéticas y poetas

–Volviendo a Ruinas de lo diáfano y a su estilo. ¿Usted se considera un poeta lírico?
–Me considero un poeta lírico en el sentido de que trato de que mi poesía exprese la intensidad de mi experiencia existencial. Pero no sé si mi poesía es estrictamente lírica en un sentido tradicional. Dentro de la poesía del siglo XX y del siglo XXI, el lirismo no aparecería estrictamente asociado al léxico, porque yo trato de frecuentar una entonación oral en mi poesía, que a veces está más cerca de un enunciado coloquial que de un arrebato estrictamente poético en el sentido convencional. Pero si el lirismo es fundamentalmente la expresión relativamente melódica de una experiencia de vida a través de las palabras, pues en ese sentido creo que soy un poeta lírico.

–Se lo preguntaba porque en la poesía argentina de los años ’90 del siglo pasado pareció dejarse de lado la vibración lírica, incluso como premisa.
–Hay una nueva subjetividad en juego en la poesía más joven, una tentativa de expresar en la poesía de esos años cierta dificultad del poeta para discernir sus propias emociones o para caracterizarse como un sujeto accesible a su propia conciencia. En ese sentido, y si ese es el propósito, hay poetas muy logrados. Y hay que reconocer que allí se juega una nueva necesidad elocutiva que mi generación, la del ’70, trabaja mediante otros recursos formales.

–¿Cuáles han sido los escritores que usted más admira y los que más lo influyeron?
–Yo le diría que los poetas que admiro no forman parte de mi pasado, sino que me acompañan a través de relecturas incesantes. Si tuviera que enumerarlos cronológicamente, debería empezar por Píndaro y Horacio entre los grecolatinos, al igual que Catulo, quienes siguen siendo poetas acompañantes. En la poesía medieval, la lectura de Dante me sigue pareciendo imprescindible. Y en la moderna, la lírica de Lope de Vega entre los españoles me resulta importantísima por la potencia con que me sigue convocando. Y así seguiría avanzando hasta llegar al siglo XX, sin dejar de nombrar a tres ingleses del siglo XIX que me emocionan: John Keats, Samuel Coleridge y Percy B. Shelley. Entre los poetas del XX, la poesía brasileña influyó muchísimo en mi propia práctica poética: Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira y Ferreira Gular están entre ellos. Y, claro está, el portugués eminente que fue Fernando Pessoa…

–De quien usted ha sido un gran traductor…
–Siempre lo he traducido con mucho amor. Siempre me ha parecido deslumbrante. Y haber contribuido a su conocimiento en español justifica haber consagrado toda una vida a su literatura.


Lengua y enigma

–Una de sus grandes preocupaciones, además de la educación, ha sido el cuidado del lenguaje y la pereza de pensamiento. ¿Cree que la lengua está en crisis?
–El idioma está permanentemente sometido a una doble incidencia. La de las innovaciones que impone el transcurso del tiempo y las transformaciones culturales, y la del abandono de la riqueza léxica que muchas veces, por obra de la mala educación, afecta el uso del lenguaje. Entonces el cuidado de la lengua, en última instancia, es el cuidado de los recursos elocutivos con que cuenta una persona o una comunidad para poder caracterizar su propia experiencia personal y colectiva. No se trata de desplegar los recursos de un idioma más elegante, se trata de desplegar los de un idioma más eficaz en la caracterización interpretativa de la propia experiencia. Hasta podríamos caracterizar a la cultura no como la experiencia de un individuo o de una comunidad, sino como la conciencia que un individuo o una comunidad tienen de esa experiencia, como para poder conceptualizarla con mayor riqueza de matices, de reflexión, de capacidad crítica.

–Usted mencionó al pasar anteriormente que pareciera que tanto la poesía como la filosofía y la religión van a sobrevivir. De un tiempo a esta parte, la religión fue tema central en grandes debates, después de lo que fueron los atentados en Nueva York, Londres y Madrid. Y se dio mucha relevancia a la crítica a la religión y llegó a la discusión diaria incluso la teología. ¿Cuál es su postura y su propia visión del mundo?
–Primero que nada conviene distinguir el extremismo o el fundamentalismo religioso y las propuestas convivenciales de las grandes religiones, sean o no monoteístas. Creo que la religiosidad es muy viva en el hombre en la medida que remite al enigma no sólo del propio origen, sino al de la autoconciencia. Todas las especies vivas responden a una forma de conciencia que le permiten sostenerse con eficacia en la vida, pero la autoconciencia de saberse vivo, hace de la nuestra una especie singular. Somos uno por una única vez, a mi juicio, y esto de haber pasado por el tiempo con conciencia de nuestra experiencia, remite no tanto a la evidencia de la existencia de un Dios, pero sí a la necesidad de sostenerse en tener fe. Tener fe no es creer en algo, sino abrirse al enigma de la propia presencia tal como nuestra autoconciencia nos lo brinda. Las religiones suelen hacer lugar a esa conciencia. Cuando escapa esa oferta religiosa al dogmatismo encontramos en las religiones un discurso muy cercano al de la filosofía y al de la poesía, en cuanto a la posibilidad de sostener la conciencia en el trato con estos dilemas fundamentales con el tiempo, el espacio, el prójimo y la muerte.

En blanco

Me detengo sin saber cómo seguir.
¿Adónde iba?
Dejé mi mesa,
fui hacia la puerta decidido,
y a mitad de camino,
fulminado por la duda,
me detuve.
¿Adónde iba? ¿Adónde?
No sé, ya no recuerdo,
qué quería, qué buscaba.

Vuelvo a la mesa demolida por la fuerza
de esta ley que me fragmenta
y me ciega con la luz
y en lo oscuro me delata.
Me siento sin estar, sin entender;
suena el teléfono, atiendo
con la urgencia del que busca guarecerse.
Con voz templada digo hola,
pregunto quién me habla, no contestan.
Digo quién soy
como si lo supiera.
Nadie contesta y vuelvo a preguntar
y nadie dice nada. Nadie calla.
Nadie aguarda en el teléfono
que el día me deshaga.


De Ruinas de lo diáfano (Nuevo Hacer, 2009)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen artículo. El poema es genial. Te lo puedo copiar?....

Hernán Schillagi dijo...

Lú: gracias por tu comentario. Todos los poemas y artículos están para que los lectores -citando la fuente- se los bajen, los lean hasta que se gaste la pantalla.

Fernando G. Toledo dijo...

De verdad que es éste un libro de esos atesorables, de los que uno quiere volver a leer cada tanto, como negándose a abandonarlo. Lo recomiendo.