lunes, 4 de septiembre de 2023

7 poemas de Juan Carlos Moisés

Juan Carlos Moisés.


Juan Carlos Moisés nació en Sarmiento (Chubut), en 1954. Publicó, en poesía: Poemas encontrados en un huevo (1977), Ese otro buen poema (1983), Querido mundo (1988), Animal teórico (2004), Palabras en juego (2006), Museo de varias artes (2006), Esta boca es nuestra (2009). En narrativa: La velocidad de la infancia (2010), Baile del artista rengo (2012). En teatro: Desesperando (2008), Pintura viva, El tragaluz, La oscuridad (2013).



Caja de Pandora

Una poesía de propuestas
o una poesía de poesía,
una poesía de filiaciones
o una mirada destructiva sobre las lilas blancas,
un cielo sin ángeles
o un revólver frío como la noche,
una poesía sin palabras
o una poesía de dientes de ajo,
una poesía de respuestas 
o una poesía de personas,
una nube pasajera bajo las constelaciones
o un viento del sur,
una escritura automática
o una lapicera clavada en el cuerpo de tu enemigo.


Los pies no me han llevado

Los pies no me han llevado,
más bien he ido quedándome
atrás,
al fondo,
entre los juncos,
con los patos de la laguna.

(de Animal teórico, 2004)


Romper el poema

1

Se escribe el poema
y se lo rompe
para conocer se poema.


3

Primero escribo el poema
en el papel,
rompo después el papel
en muchos pedazos.
Que los una el viento.


5

En lo blanco del papel escribo.
Escribo arriba de lo que escribo.
Escribo varias veces en la misma línea,
en cada una de las líneas,
hasta que la escritura se torna ilegible,
como si cerrara los ojos.


23

Si poesía es música o instrumento
todavía no he podido encontrar la respuesta,
o si los dos, en el sonido, se vuelven uno
como labios que al juntarse hacen un beso.

(de Palabras en juego, 2006)



El damasco

«Antes de que ocurriera
yo no sabía nada».

Raúl Gustavo Aguirre (Señales de vida)

En estos primeros días de otoño
el damasco sigue siendo un damasco,
flaco de aspecto pero fiel
a su carácter,
con unas pocas hojas
aferradas de las uñitas
que demoran el desprendimiento.
Da una especie de lástima.
Si lo comparamos con el plano
de la pared del fondo,
con los ladrillos parejos
quema-dos a fuego, chamuscados,
superpuestos en hilera rigurosa,
esas ramas desiguales modifican
las cosas dispuestas de antemano,
lo uno y lo otro, el fondo y el objeto
de lo que enfoca la mirada.
La perrita, que llamamos Nube
por las manchas claras de color
en su pelo, no es parte del damasco
pero se involucra como si lo fuera,
y hasta se diría que espera el clic
que no espera el damasco
de quien lo mira.
Nubes siguen siendo también
las que miran desde arriba,
prendidas a lo que trepa.
Las ramas se desprenden
de los gajos
como si quisieran ser parte
de otro árbol, pero no tardan en volver
para poner las cosas otra vez en su lugar:
la rama, donde hubo rama,
la hoja, donde hubo hoja.
Árbol movedizo por donde se lo mire,
nunca es el mismo.
Su forma es informal, para decirlo
de otro modo.
El movimiento
engaña en su dirección,
las ramas insinúan que se tuercen
cada una para su lado.
Creemos que la estructura va a desmembrarse
y que después de un instante
nos quedaremos sin árbol ante los ojos.
Esto no es así, el damasco produce
una especie de pataleo impreciso,
un fluir de ramas gruesas y delgadas,
y poco importa en verdad
al cabo de un momento
la magnitud del camino,
ancho o angosto, recto o sinuoso,
porque la forma se las arregla
para descartar lo que parece
y quedarse con lo que es.
Si miramos tras los racimos
de hojas, se deja ver el cuerpo,
las costillas del condenado.
Quedó indefenso, pero no dudó
cuando la oleada de humo
de la fogata de hojas secas
que se elevaba en el patio del vecino
hizo un giro en remolino
y lo envolvió, ni le hizo mella
que en un momento de confusión
se hiciera lo que parecía
la noche anticipada.
La noción de tiempo
es a nosotros que confunde.
Todo pasó y el desafío del árbol
provoca una nueva irrupción
de la realidad en los sentidos.
Que asimismo los sentidos
son provocativos con la realidad
es lo que incomoda, pero no al damasco.
El énfasis de su aspecto
se presta a una definición incierta.
Llama la atención por lo que calla
y rehúye, pero sin bajar los brazos.
Marca su territorio con sólo estirar
el pescuezo; de animal tiene lo suyo
como nosotros de árbol.
Su trazo es delgado y es vago como el vuelo
de una mariposa con las alas asimétricas
que no encuentra el rumbo ni acierta
con el ritmo de su desplazamiento.
Algo desentendido hay allá arriba
que produce entredichos.
Un color último se manifiesta
en diversos tonos que se extravían
y no tienen continuidad,
pero aun lo breve se debate
con crispada tensión.
El efecto de la luz en esa variedad
de detalles descompone la forma
y los espacios ocupados hacen olvidar
los vacíos que envuelven al árbol.
Miramos dramáticamente,
obligados como estamos a definir
esa cosa viva llena de padecimiento.
Y mientras una rama se ha desnudado
toda a lo largo, otra permanece unida
a sus hojas, distraída,
ajena a las modificaciones
que se van sucediendo sin que nada
podamos hacer para alterar
el libreto de su tragedia.
Salvo que como el gato
tuviera seis vidas más para arriesgar
en un juego que, lo sabe,
no tiene los naipes marcados.
No es comedia, como quisiéramos.
El caso es que lo sabemos,
como sabemos que nuestras manos
son incapaces de resolver
el cálculo de posibilidades
de un destino inseguro.
Apenas somos mirada y voluntad
para las intenciones que calla.
Lo mínimo fluye ahora,
mientras vamos apresando
al damasco que hay en el damasco,
como un modelo bajo la pincelada
que tantea el vacío.
No hay manera de escaparle
a las definiciones.
Por lo bajo el árbol se ríe
de lo que pienso de él,
porque sabe quién soy,
y el crédito que no me da
es la duda que ahora le devuelvo.
Nunca está todo dicho, aun
entre viejos amigos
que en medio de la verdad
se quieren y necesitan sin condiciones,
porque uno justifica al otro
y la diferencia lo complementa.
El damasco no es lo que fue
ni es lo que será,
y todo eso, sin embargo, es
un continuo que no pifia
pero engatusa.
Mirándolo me miro a la cara
para interrogarme, para saber
si es posible un pensamiento
sin abolladuras.
Siento, luego pienso, es
lo que digo, lo que creo que digo,
o lo que debería decir.
Estoy dispuesto a caer en su trampa.
De tanto mirarlo vemos que muestra,
esquivo y mordaz, lo más obvio y conocido.
No porque esquive las preguntas
se presta a una confusión inútil.
Su certeza puede más
que nuestra desconfianza.
El árbol no quiere darse
por enterado de lo que silbo.
Pronto mi cuerpo se abatata en el encuentro.
Si aflojar las piernas
fuera algo más que una ilusión,
le haría bien caminar
un poco por ahí, como nosotros;
tanta tierra por delante
lo mantendría ocupado
y no se pondría a pensar
en problemas de difícil solución.
Por momentos se me hace
que anda
con el cuchillo bajo el poncho,
como si nadie lo supiera.
Lo que todavía no sabemos
es cómo se reparte
la muerte en su corazón
ni qué sentimiento bombea primero
al resto del diseño, porque semeja
vivir sin preocupación como una boca
sin palabras.
Eso que llamamos damasco
permanece en apariencia
cerrado, ensimismándose, ajeno
a lo que pasa.
Sin embargo, el otoño
se ha ensañado con el árbol
en este breve día de mayo.
Lo que se había elevado
cae sin peso, sin remordimiento.
Ahora esas hojas miran desde abajo.
Llega el frío y pueden imaginarlo:
cambia su aspecto pero no su orgullo.
De pie y a menos de dos metros
de distancia, busco mis manos al final
de mis brazos abiertos.
La vecindad me devuelve
restos del verano: pétalos oscuros,
hojas secas, carozos descarnados,
macerados por acumulación.
Hasta no hace mucho el damasco despedía
aromas fragantes, y ahora,
cuando una ráfaga anticipa la lluvia,
se dobla con un quejido.
Los arrebatos del viento lo modifican
previendo un final.
Los ojos que miran
se adelantan en el dolor.
Esos golpes bruscos lo deshojan casi
completamente, la humedad que lo cubre
queda a la vista, oscurecida,
pero la luz ha surgido
de algunas hojas como un cosquilleo
que despierta la curiosidad
de quien se ve envuelto en su misma red.
Las hojas que se volvieron negras
tiran de las más claras;
saturada está la base, el tronco
donde nace, y fragmentaria su copa,
su parte de cielo que se mueve en abanico,
sin quejarse pero con chuchos.
Nos olvidamos de aquel aspecto
y la atención nos lleva
a la parte superior
donde las formas precarias
dibujan nuestro acertijo.
Las hojas de arriba se pierden primero,
algunas comienzan a mostrar agujeros
como si la materia tendiera a romperse
por tensión de sus partes individuales;
muestran perforaciones con signos
evidentes de que tarde o temprano
algo se degrada,
a la vez que otras pocas hojas permanecen
indiferentes, ajenas a cualquier posible
modificación, y esto es engaño
también, y es astucia.
Lo inevitable
termina por suceder.
¿Pero qué es lo inevitable?
¿Es ir de lleno hacia la nada
sin recorrer el camino?
Buscamos alguna posibilidad
para el damasco mientras padecemos
un estremecimiento: el árbol
reflejado en nuestros actos.
La única esperanza es que todas
las respuestas puedan ser saciadas
no bien trasp-ues-to el invierno.
¿Pero qué es todas?
¿Y cuáles las respuestas?
En nuestra duda se hace fuerte el damasco.
Piel de gallina en nuestros brazos;
es el frío del invierno anticipado
que hace el efecto por sorpresa.
La forma se desnuda; inocencia
es lo que no puede esconder.
El damasco también está hecho
de palabras, y las palabras
de tiempo.
Todo eso sigue ahí, cerca,
en el jardín, próximo a la ventana
mostrando las hilachas.
Hilachas, no pinceladas.
Podría pasar por una acuarela;
recuerda a las acuarelas
de Pompei Romanov, un artista ruso
y ‘real’ que supo vivir sus últimos años
pintando como un impresionista
tardío en medio de las chacras,
árboles, pastos, aguadas,
de esta tierra perdida.
También podría ser un dibujo
con unas rayas hechas a cuchillo
en el papel, tiradas a ciegas para hacer
notar el efecto de la casualidad
antes que de la furia.
Pero no es casual ni hay abstracción
en su lucha personal, osada y pendenciera.
Es una nueva posibilidad
para el damasco.
No sé
si esos intentos lo tranquilizan
o lo ilusionan; lo que conmueve
es la audacia de su naturaleza.
Y si lo real es posible en esa forma
que asume su revés, podremos glosar
pantomimas antes que palabras
sin que le haga mella
el resultado.
Imitarlo, parodiarlo, padecerlo
o reírnos con él de lo que somos.
Contar su historia en la nuestra
y la nuestra en la de él.
Ser eso de lo que hablamos.
Cada posibilidad se suma para que avance
la idea sobre la cosa, la envoltura
o la falta de ella,
en esa humanidad increpada.
Vuelve a hacer lo suyo la memoria
por un instante: pienso en los frutos
que dio en el verano
contra los cuales se ensañaron
los pájaros cada mañana,
en especial chingolos y zorzales.
Aquellos frutos, dulces y jugosos,
tuvieron su momento;
las huellas de esa violencia
puede verse en unos pocos
carozos acribillados que todavía cuelgan,
secos, aferrados a las ramas.
Lo que salvamos
se encuentra en la despensa:
unos frascos de mermelada
que hicimos cocinando
la pulpa azucarada a fuego lento
sobre la hornalla y revolviendo
con la cuchara de madera
hasta el punto que indicaba la receta
casera que nos dio mi abuela María
en su cocina de la chacra
cuando la visitamos el último verano
mientras nos hablaba
de su infancia española.
No le temblaban las manos curtidas
cuando refirió detalles de su padre
deportado por causas políticas
a España, en el 35.
De estas cosas también se hace un árbol.
Lo que fue en el damasco
vuelve a ser un desafío sin condiciones,
lejos de un aire veraniego
que sigue en contacto
con el paladar y la lengua.
No hay acto fallido para los sentidos.
Muchas cosas se han ido sumando:
la tierra oscura, las hojas alrededor,
opacas y dispersas, y una vereda,
a su derecha, que refleja una parte
de cielo.
Reflejo de reflejos,
así vamos de cabeza hacia el árbol real.
Sólo en lo alto de esas ramitas
desgraciadas la luz permanece
apiadándose por un momento.
La oscuridad empareja las formas,
las últimas hojas comienzan a definirse
con gruesa imprecisión.
El damasco se hunde en la noche
como si se alejara de nosotros;
diría que nos arrastra con él.
Raro: ninguna queja en el dolor.
Nos tiene agarrados.
Es un escarmiento moral
para los que esperamos algo
de las palabras.
Sabemos que todavía permanece
porque un contorno sugerido,
un arco leve se curva de arriba abajo.
Un pedazo de copa, de rama separada
y de hojas solas se desdibujan en el cielo
donde hay menos oscuridad que al ras
de la tierra, donde de algún modo
la realidad se ha ido
o se ha borrado; sólo
por el movimiento de esas hojas
-que pudieran ser otra cosa-
sabemos que algo todavía queda.
Lo que muere se resiste un poco,
nada más, y el damasco, el pequeño
frutal plantado en los fondos
del patio, dice y no dice
que no quiere saber nada con la nada.


(de Museo de varias artes, 2006)

lunes, 28 de agosto de 2023

La historia de dos poemas de Rafael Felipe Oteriño

Rafael Felipe Oteriño (foto: Camila Toledo)



por Rafael Felipe Oteriño (*)
Especial para El Desaguadero


El poema Ahora, de mi libro reciente Lo que puedes hacer con el fuego (Pre-Textos, España, 2023) plantea, sin proponérmelo, uno de los destinos de la poesía: su capacidad para brindar ayuda ante la fragilidad de la vida, hecha de tiempo y fuga, y, asimismo, la invitación a hacer del presente un instante vital. Nació una mañana de fines de octubre, a poco yo de despertar. Al salir a la calle, levanté la vista hacia el azul transparente, y vi en el cielo, junto a la luna todavía dibujada, el destello del lucero. Tenía algo de sobrenatural: lo percibí como un llamado, una cita. Eso me dictó el primer verso: «¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo / con la misma convicción / que te impulsó hacia lo viejo». Apuntadas esas primeras líneas, me di a la búsqueda de otras imágenes que le dieran continuidad. En primer lugar, las que me explicaran la enigmática oposición entre lo nuevo y lo viejo allí formulada. Vinieron a mi mente sobresaltos y dificultades que metafóricamente opone el diario vivir para avanzar en nuestros proyectos ―la oposición de cursos de agua, serpientes enrolladas, polvo en el aire, tormentas― y, preso de un repentino entusiasmo ―como si hubiera sido destinatario de una señal―, me vi afirmando que esos hechos son episodios corrientes, y que «lo bueno y lo bello» siempre están al alcance de la mano. Que sólo se trata de dar el primer paso e ir hacia ellos, con la misma convicción con que lo hicimos en el pasado. Y fue entonces cuando retomé la imagen del lucero y la introduje en el bosquejo, lo cual me cedió el núcleo del poema condensado en el adverbio (de tiempo, claro está) ahora. Imperioso, definitivo, dicho vocablo repite (ahora lo advierto) el tópico horaciano carpe diem que invita a vivir el día, inscribiéndolo en la propia autoconciencia como un mandato. El fortuito descubrimiento del lucero operó, pues, casi como una orden: si de vivir se trata, siempre es «ahora». No en la compasiva memoria del ayer ni en la promesa bienhechora del mañana. Ahora: «En este amanecer alto y claro» ―tal como lo señala la línea final―, que no es más que la imagen de la vida diaria en su imprevisibilidad, pero también en su compromiso más alentador.

Y como los poemas tienen la capacidad de dialogar entre sí, y de reanudarse y de completarse unos a los otros, sumo a estos apuntes el poema Acto de fe, del mismo libro. Es un poema de la «alta edad», como calificó Saint-John Perse a la edad madura. Para quien ya sabe que la vida tiene un cumplimiento y un límite, el primer verso, con su acción signada en el verbo nominal «aferrarse» (de asirse con fuerza), recoge el énfasis y la congoja ―acaso propios de la edad― que atravesaban mi sentimiento al tiempo de escribirlo. Y estos calificativos son los que fueron dictando las figuras de la pulsión: aferrarse al rayo de sol, al grano de arena, a la nube, a la corteza del árbol, a la música, al viento... Manifestaciones de la vida natural a las que el yo poético «se aferra» como un escudo contra la finitud. Total (el poema parece saberlo y se lo descubre al autor), el viento ha de borrar «con misericordia, todas las señales». Y lo que queda es el amor a la vida y el horizonte del «ahora» como estaciones de la deliciosa aventura.  




Ahora

¡Vamos, cuerpo! Avanza hacia lo nuevo
con la misma convicción
que te impulsó hacia lo viejo.
            Confía en las señales: 
los cursos de agua
y las serpientes enrolladas, 
el polvo suspendido en el aire
y las tormentas de verano.
Nunca es fatal lo que dicen
y no está en tu piel convertirte en oráculo.
Lo bueno y lo bello están al alcance
de la mano; 
       la claridad, como la oscuridad, 
ensayan su obra a cielo abierto.
     Ambas conducen
a una isla de inextinguible verdor
donde todo está a la espera
de quien dé el primer paso. 
                     El presente
es lo que te ofrece esta mañana luminosa.
No tienes más que marchar hacia ella.
Hoy, al despertar, vi, junto a la luna, 
el lucero del alba; 
      brillaba
más fuerte que las otras estrellas, 
y cuando quise retenerlo desapareció. 
Brillaba como diciendo “es ahora”.
En este amanecer alto y claro. 


Acto de fe

Me aferro al rayo de sol, al grano de arena,
a la nube que cruza de oeste a este.
Me aferro al agua que bebo y a la tierra que piso,
a la corteza del árbol y a la raíz.

Me aferro al mes de julio,
a las páginas del Quijote,
a la lluvia lenta y a la pajarita de papel. 

Me aferro al ámbar, al lapislázuli,
a las vetas de la madera,
a la piel del durazno y a la oración. 
 
Me aferro al fagot grave, al solo de violín, 
al Adagietto de Mahler.

Me aferro al mar porque es mar
y a la roca porque es roca,
al laberinto porque me extravía
y a la línea del horizonte porque me llama.

Me aferro a las enumeraciones,
a la cifra exacta, al número impar.

A la niebla
que pronuncia, en sus intervalos, 
el nombre de Dios
y deja al descubierto una gran colina blanca.

Me aferro al viento, 
a la noche oscura, a los senderos de grava.

¡Al viento, al viento
que desespera en las hojas
y borra, con misericordia, todas las señales! 

martes, 22 de agosto de 2023

6 poemas de Luciana Jazmín Coronado

Luciana Jazmín Coronado.



Luciana Jazmín Coronado nació en Buenos Aires en 1991. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Publicó los poemarios La insolación (2014), Catacumbas (2016, último ganador del I Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador) y Los hijos imperfectos (2023). Obtuvo la beca de creación artística Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (Córdoba, España, 2017) y la Residencia de Escritores de la UNESCO y la UGR (Granada, España, 2019). Parte de su obra ha sido traducida a diversos idiomas e incluida en antologías. 





Seis poemas de Los hijos imperfectos


El comienzo


I

He nacido.
Tomaré alguna ruta, preguntaré 
por qué tengo tanta pena.
Al sol le pido que se aparte porque es viejo
y mira cada cosa con olvido.
Con una mano me amo 
y con la otra hurgo el norte,
puedo estar en una flor 
o en cualquier parte.

II

Prueba las manzanas, 
prueba los sabores del mundo 
y verás que son como tú:
niños que exigen un nombre.
Estamos aquí. 
Somos la sombra y somos el mar,
juntamos pedacitos de alhelí 
para que nos abraces.
Ven, estamos en todas las cosas, 
nos gusta caminar por las telarañas del dedo creador,
morir de la risa y sopesar lo que se balancea en la luz.
Ven a ver lo que tenemos:
hemos encontrado el mundo carbonado.
Ahora abre la boca, 
ya verás qué hacer con el lenguaje.




El despertar

Debería haber nacido de mariposas,
de algo jamás visto ni pensado,
ausente del lenguaje
que me viste para un casamiento de lava.
Todo lo que no es necesario
se ha vuelto pecado. 
Soy una piedra demacrada
por una gota de lluvia;
soy una entre cientos de niños
meciéndose como un junco,
dejando que el sol
me invente quemaduras.



Infancia


Robo los semblantes,
los guardo entre las ramas. 
Me armo este cuerpo 
con las nueces que unos padres
dejan sobre el camino. 
Abrazada a un germen de agua, 
me esculpo otra forma 
para nacer en familias ajenas 
como una pequeña limosna.



La exigencia del nombre


Quieres otro nombre 
y no esa mancha de nacimiento
que te elegimos.
Quieres otro nombre
pero nos preguntamos
si un día gritarás a los campos de ceniza
o pondrás tus manos de seda 
para servir la luz en los cuencos vacíos,
si el miedo te hará los ojos más pequeños,
y organizarás tus cosas como insectos 
pinchados en vitrinas. 
Ahora nos preguntamos
si hay algo que pueda, de verdad,
ser un nombre como ese que deseas,
uno que al pronunciarlo
use el ritmo de las rosas diminutas.



Fantasía

Cuando extirpen mi árbol 
saldrán insectos a borbotones,
quedará una capa de larvas blancas
como crías de ángel a la intemperie.


Los hijos imperfectos


La soledad es la ruta
donde se apilan las cosas
que brillan a lo lejos.
Quisiera amanecer un día
y pedirle a dios
que detenga el movimiento,
que no sangre más
su hilo interminable
de hijos imperfectos. 

viernes, 7 de julio de 2023

Ted Hughes y Sylvia Plath: cuando entre el silencio y la poesía está la verdad

Ted Hughes y Sylvia Plath. Foto: James Coyne / Black Star


 

 A propósito de los 25 años de la edición de Cartas de cumpleaños (Birthday Letters), de Ted Hughes.



Se están cumpliendo 25 años de uno de esos acontecimientos literarios que, cuando son tan potentes, tan intensos e involucran a algo más que la literatura, alcanzan un poder simbólico que excede la poesía. «Qué me importa a mí la poesía», dirá algún lector. En este caso, sin embargo –el que esta fecha nos está recordando– poesía y vida, historia y lírica, se entrelazan de manera tan fascinante que puede que estemos ante algo que sí importe.

El poeta Ted Hughes publicó poco antes de morir el libro Cartas de cumpleaños, que le valió una consagración mundial, pero dejó abierta la puerta para el cotilleo, dado que todos los poemas que lo integraban tenían una destinataria inconfundible, la protagonista excluyente de su historia vital.

Esa historia equivale a uno de los culebrones más frecuentados de la literatura en inglés desde los años 60 hasta la actualidad: la genial y tortuosa poeta estadounidense Sylvia Plath se casó en 1955 con el poeta inglés Ted Hughes. Aunque el matrimonio estaba conformado por dos artistas íntegros, no escapó a las exigencias mundanas, pues Sylvia se dedicó al hogar y Ted siguió escribiendo. No había, en un primer momento, discordia con el acuerdo. De hecho, a poco de casarse, el poeta obtuvo un premio por el libro El halcón en la lluvia y ella anotó en su diario íntimo: «El libro de poemas de Ted ganó el primer premio de Harper’s, ¡en cuyo jurado estaban W. H. Auden, Stephen Spender y Marianne Moore! Ni siquiera ahora, mientras lo escribo, termino de creerlo. La gentecilla miedosa lo rechaza. Los grandes poetas y valientes lo aceptan. Me enorgullece mucho que Ted sea el primero. Todas mis ideas trilladas contra el matrimonio con un escritor se han disipado con Ted: cada vez que le rechazan un poema siento el doble de pena que cuando rechazan los míos, y cada vez que lo publican me alegra más que si me publicaran… Es como si él fuera la media naranja perfecta para mí».

Poco después nacieron dos hijos del matrimonio, pero algo en el ánimo de Sylvia cambió, al caer en depresión (antes de su vida con Hughes había intentado suicidarse) y llegó el distanciamiento, la relación de Hughes con la cautivante Assia Wevill y la inevitable separación.

Paradójicamente, junto con eso la actividad literaria de Sylvia creció (sus mejores poemas y su novela La campana de cristal corresponden a esta época).

Sin embargo, en el invierno de 1963, Sylvia Plath se suicidó colocando su cabeza en el horno de su casa, y todos los ojos se volvieron hacia Hughes en busca de un culpable. Así, las voces públicas (lideradas por feministas) se alzaron contra el poeta, acusándolo de encarnar el abuso y la indiferencia machista en el mundo, cuando en realidad, todo indica que el autor de Despertar de primavera fue excluido del abismo que Plath se cavó laboriosa e irremediablemente.

Ante el escarnio, el silencio prudente de Ted había sido la única respuesta. Incluso cuando, para él, siguieron las tragedias, elevándose en dolor: en 1969, Assia Wevill también se suicidó, no sin matar con ella también a la hija que tenía en común con Hughes.

Décadas después, ese silencio de Hughes se interrumpió, al fin, con Cartas de cumpleaños, un volumen de poesía en el que se saldaban las cuentas pendientes. En esos 88 poemas, como en una elegía desencantada, Hughes recorrió la historia íntima de su vida junto a esa mujer que era como una llama siempre a punto de desatar un devastador incendio. El libro es una obra maestra, fue un éxito de ventas y le deparó premios que Hughes alcanzó a disfrutar en la agridulce antesala de su muerte.

Pero, ¿por qué esas páginas eran más que un libro de poesía? Porque Hughes decidía en Cartas de cumpleaños (hay una traducción del escritor Luis Antonio de Villena, para editorial Lumen) narrar anécdotas reveladoras de su vida matrimonial, tachonar su testimonio con anécdotas conmovedoras, ser sincero hasta el asombro. Siempre con Sylvia como centro de sus textos. Y es que Plath era a esos poemas lo que las palabras a la poesía misma, lo que la sangre al cuerpo y el ojo a la luz. Después de tanto silencio, el poeta había decidido pronunciar su verdad, de manera dolorosa y contundente.
La clave para lograrlo era, sin duda, una especie de diálogo entablado con la ausente. El poeta pareció poner delante de sí a su interlocutora y convertir cada poema en una rememoración de tiempos pasados, en una dolida reprobación o en un tristísimo lamento por las cosas que pudieron haber sido y no fueron.
El resultado fue un libro fascinante donde la poesía oficia como médium para que ese hombre que escribe bajo una lámpara pueda decir, tal vez, todo lo que debió haber dicho y tuvo que callar. Entre el silencio y la palabra, a veces, se encuentra la verdad. Sólo en ese resquicio es posible la poesía. Pero una poesía como esta: intensa, porque une los mundos a veces divididos de la literatura y la vida. Y que Ted Hughes, y por supuesto, Sylvia Plath, decidieron reunir en su propia carne.









Tres poemas de 
Cartas de cumpleaños, 
de Ted Hughes
Traducción de Luis Antonio de Villena

Becarios Fulbright

¿Dónde era, en el Strand? Una muestra
de noticias varias, con fotografías.
Por alguna razón la vi.
Había una foto tomada ese año
de los Becarios Fulbright. Recién llegados
o ya aquí. O de algunos de ellos.
¿Estabas entre ellos tú? La fui mirando,
no demasiado aprisa, divagando
sobre a quienes podría llegar a conocer.
Recuerdo ese pensamiento. No
tu cara. Sin duda escudriñé especialmente
a las chicas. Acaso me percaté de ti.
Quizás te sopesé. Sin sentimientos.
Me di cuenta de tu pelo largo, ondulado y suelto.
El tupé a lo Veronica Lake. No te escondía. Resaltaba lo rubio. Y tu sonrisita.
Tu exagerada sonrisa americana
ante las cámaras, los jueces, los amedrentados, los extraños...
Luego olvidé. Pero aún recuerdo
la foto: los becarios Fulbright.
¿Con equipaje? Seguro que no.
¿Vendrían en equipo? Fui andando 
con los pies cansados, con sol caliente y adoquines calientes. 
¿Compré el melocotón entonces? Me acuerdo de eso. 
En un puesto cerca de la Estación de Charing Cross.
Era el primer melocotón fresco que probaba. 
Me costó darme cuenta de cuán delicioso era. 
A mis veinticinco años estaba anonadado otra vez 
ante mi ignorancia de las cosas más sencillas.

*

El búho

Vi mi mundo de nuevo a través de tus ojos 
como lo volvería a ver a través de los ojos de tus hijos. 
A través de tus ojos todo era extraño. 
Los sencillos espinos eran peculiares alienígenas. 
Un misterio de sabiduría y singularidad. 
Cualquier cosa salvaje, con patas, brotaba 
en tus ojos con el signo de la exclamación 
como si hubiese aparecido entre los invitados 
a cenar en medio de la mesa. Los ansares comunes 
eran para ti artefactos con algo extraterrestre, 
su cortejo una soporífera película 
desembobinada por el río. Imposible 
comprender la comodidad de sus patas 
en el agua helada. Eras una cámara 
grabando reflejos que no podías profundizar. 
Hice mi mundo se rindiera al máximo a ti. 
Tú lo tomaste con una incrédula alegría 
como la madre cuando recibe el nuevo bebé 
de manos de la comadrona. Tu frenesí me aturdió. 
Despertó mi extática y estúpida infancia 
de quince años atrás. Mi obra maestra 
llegó aquella noche negra en la carretera de Grantchester. 
Imité el sonido delgado y ronco de un conejo 
con los nudillos mojados, al lado de un arbusto
donde un búho pardo andaba indagando. 
De repente apareció volando, sus alas extendidas 
sobre mi rostro. Me había confundido con un poste de telégrafos.

*

Ouija

Malas noticias siempre en la Ouija.
Deletreamos el alfabeto, decoramos el circo 
de tu mesa de café con letras.
Dos metas: «Sí», a un extremo. «No», al otro. 
Entonces nos inclinamos, nuestros dedos corazón 
reclinados sobre el vaso puesto del revés. La frivolidad 
haciéndose oscura para convertirse en solemne aprensión. 
Respetuosamente convocamos a un espíritu.
Fue tan fácil como pescar anguilas 
en la cálida oscuridad del verano. Apenas un minuto 
y el vaso comenzó a husmear las letras, dando vueltas pensativamente. Al fin, «Sí».
Algo había allí. Un espíritu se ofreció a ser nombrado. 
Ella elaboró su nombre con empujoncitos. Y estaba 
desesperada, deprimida, patética. Inventó 
respuestas macabras y sombrías. Cada respuesta 
era putrefacción o gusanos o sencillamente huesos. 
Quedó un peculiar sentido de culpa. Un sucio 
sentimiento de peligro, la sensación 
de que harían falta días para limpiarnos 
de la polución. Algún oculto carterista 
había hecho un corte en la seda del alma y nos la había manoseado. 
Pero lo explicamos fácilmente: alguien marginado 
de otro sueño había encontrado el camino al vaso 
y ese poder entonces se le subió a la cabeza.
                                                                      Mucho mejor
que pescásemos una clarividencia desacreditada, 
asumir que tarareamos en todas las frecuencias de la creación, 
sincronizar la Ouija a las frecuencias 
de la omnisciencia o de la profecía.
En caso de localizar al espíritu adecuado. 
Una vez más nos inclinamos
sobre el borde de las letras y gritamos hacia abajo, 
al pozo de la Ouija. Esta vez 
anunciamos los requerimientos en tonos firmes, 
y a medida que el vaso comenzó a merodear, repetimos
con claridad las cualificaciones pedidas.
De repente el vaso, en un silbante floreo, 
casi fue arrancado de debajo de nuestros dedos hacia el «Sí». 
Como si hubiésemos enganchado un pez justo en la superficie. 
Este prometió tan sólo la verdad. Para demostrarlo 
ofreció rellenar la quiniela de fútbol de esa semana 
y hacer nuestra fortuna en sólo cinco minutos.
Eligió trece empates. «No son muchos».
«Los suficientes», replicó. Y tenía razón. 
Pese a lo largo de la columna de partidos, 
sus trece empates certeramente marcados, 
el grupo entero quedaba a la deriva por un solo partido
pendiente de resultados futuros. «¿Demasiado afanoso?» «Sí». 
Pidió disculpas. Juró que se corregiría. 
Cinco días entonces de interno silencio de puntillas.
Por fin, al acecho, dispuestos a apuntar. 
Y otra vez, entonces, sacó el número entero, 
dieciocho, precisamente. Perfectamente adivinado 
si no hubiera sido rajado 
y en su deriva por dos grupos de sentido opuesto.
Dos delante, tres detrás ― cayó
a través de la red de seguridad que había preparado para sus errores. 
La fiebre del juego le está empezando a poner nervioso.
Se toma demasiado interés en algunos equipos. 
Busca ganadores y perdedores, y pierde 
la solidaridad natural con la verdad.
Hay una lección en ello, pensé, observando 
semana tras semana, su colapso con el azar 
malbaratando esperanzas y fantasía, humano y ansioso. 
Prefirió hablar de poesía. Hizo poemas.
Deletreó uno:
                      «No tendrá nombre.
La miríada de hijas
ocupándose de su imagen
lavando con lágrimas las laderas de la montaña 
para satisfacer la sed de las resecas llanuras».
                                               «¿Le parece un buen poema?»
pregunté. «Este poema», declaró,
«es un gran poema.» Su poeta preferido 
era Shakespeare. Y su poema favorito El Rey Lear.
¿Y su verso favorito de El Rey Lear? ―«Nunca
nunca nunca nunca»― pero 
no pudo recordar lo que venía después.
Nosotros lo recordamos, él no lo pudo recordar.
Cuando le presionamos, dio vueltas, confuso, entonces: 
«¿Por qué me aturden siempre así?
Me cortaría el brazo a hachazos como una rama podrida 
si me hubieran traicionado como mi memoria».
¿Dónde lo encontró? ¿O lo inventó acaso? 
Era una broma rara. Le gustaban las bromas. 
Pero normalmente era serio. Una vez, inclinados ambos, pregunté:
«¿Seremos famosos?», y tú apartaste la mano hacia arriba 
como si alguien la hubiese agarrado desde abajo. 
Destellaron tus lágrimas, tu cara estaba conturbada. 
Tu voz se hendió, trueno y relámpagos juntos: 
«¿Entregaros a la publicidad? ¿Es eso lo
que queréis? ¿Por qué queréis ser famosos? 
No lo veis ― la fama lo arruinará todo». 
Me quedé atónito. Pensé que me había unido 
a tu asociación de la ambición para complacerte a ti y a tu madre, 
para cumplir la ambición de tu madre 
de que fuéramos ambiciosos. De otro modo 
estaría en el oeste de Australia 
pescando desde una roca. Así pareció de repente. Y lloraste.
Te negaste a seguir con la Ouija. Nada 
de lo que pude pensar explicaría 
tu extrañeza y tu llanto. Quizás, 
tan sólo, que tú habías captado un susurro que yo no alcancé, 
antes de que vuestro vaso se moviera, alguna quieta vocecita: 
«Vendrá la Fama. Especialmente para ti la Fama.
La Fama no puede evitarse. Y cuando llegue 
la habrás pagado con tu felicidad, con tu marido y con tu propia vida».

martes, 20 de junio de 2023

4 poemas de Luis Ricardo Casnati

Luis Ricardo Casnati.


Luis Ricardo Casnati nació el 21 de junio de 1926, en San Rafael, al sur de Mendoza. A los 15 años fue alumno del gran poeta Alfredo Bufano, quien se desempeñaba como profesor de Literatura. Egresó como arquitecto de la Universidad Nacional de Córdoba, en el año 1952. Fue, además, escritor, diseñador y docente. 
Fue figura destacada de la poesía mendocina en la segunda mitad del siglo XX. Su trayectoria literaria se inició con De avena o pájaros (1965), libro de poemas al que le siguieron Aquel San Rafael de los álamos (1975), La batalla del oro (1975), Cantata a dos voces (1975), Balanzas, cabras y gemelos (1984), La hilandera (1987), La luna en el agua (1993) y otras obras poéticas por las cuales recibió numerosos premios. Editó también los cuentos Historias de mi sangre, Sólo tu nombre de trigo verde y Las palabras del sésamo, entre otros.
En 1958 fue nombrado director de Arquitectura de la Provincia, por lo que se trasladó a vivir al Gran Mendoza, fijando su domicilio en el distrito Las Cañas, de Guaymallén, donde diseñó y construyó su hogar. En su domicilio poseía una biblioteca con unos 3.000 libros.
Fue cofundador de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Mendoza en 1960. Allí se desempeñó como profesor de la cátedra de Plástica, que incluía equipamiento de interiores y diseño de muebles. Además, fue presidente de la Sociedad de Arquitectos de la provincia, presidente del Colegio de Arquitectos y presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) de Mendoza, institución en la que también ocupó el cargo de vicepresidente a nivel nacional.
En marzo de 2017 fue distinguido por su aporte y trayectoria en el mundo artístico por la Cámara de Senadores de Mendoza. Fue gran amigo y cómplice en el arte del pintor Luis Quesada, con quien creaba piezas de mobiliario. De hecho, la casa de Quesada fue diseñada por Casnati. El 20 de junio de 2017 falleció con 91 años, rodeado del afecto de sus familiares y amigos.



Piel

Tu piel es tierra de suspiros. 
Tierra de antigua miel 
y trazo limpio 
donde se envuelve el duro 
aire que soy yo mismo.

Tierra de sol
altísimo,
que lleva a la raíz 
de tu vida y mi vida a ser rocío, 
a fundirse en el mundo legendario 
donde el grito es un lirio herido 
y donde es suelo firme 
el vacío.

Potro blanco en la noche. 
Savia que es casi río. 
Detrás de nuestros ojos, 
un camino de agua y un navío.

(de De avena o pájaros, 1965)


6

Yo estaba de violeta, de nostalgia, de otoño, 
los vientos traspasaban mis palabras, mi carne, 
me dolía el cabello, mi nombre me dolía,
la luz me parecía oscura y dura, 
el sol lejano y enemigo, 
la luna torva y triste. 
Todo era idéntico a otra cosa: 
la tristeza al azufre, 
el azufre a la lluvia, 
la lluvia a las avispas. 
Los días comenzaban 
llorando, 
se abrían los crepúsculos 
como una herida, 
todo era gris y quieto, 
todo se resolvía de manera 
pesadamente melancólica, 
pastosa, indiferente. 
Las máquinas gemían, 
los tenedores, los cuchillos 
amenazaban desde los trinchantes, 
las espinas volaban por el aire de luto, 
los caballos corrían por campos de ceniza, 
las agujas clavaban lentamente los ojos.

Pero entonces llegaste.

(de Amo, luego existo, 1984)


Carta del hombre que mira a Samarcanda

He caminado por esta ciudad,
Que antiguamente estuvo amurallada, y que una vez fue destruida por Alejandro de Macedonia. 
He mirado sus mezquitas,
Con su devastada arquitectura y sus cúpulas de nervios azules.
He mirado el sextante de Ulugh-beg,
Que con sus simples ojos de hombre clasificó la magnitud de mil ochocientas estrellas, 
Y calculó hace medio milenio la duración del año, con sólo un error de segundos.
He mirado un paisaje que se dilataba en cuatro cordilleras detrás de una de las cuales comenzaba la China.
He mirado la flor del té.
He mirado este curioso cielo,
Que tiene su Dragón y su Serpiente y su Delfín, pero donde no está clavada la Cruz del Sur.
He tocado adobes cortados antes de las Cruzadas y antes de Carlomagno, y me he estremecido.
He mirado rostros inhabituales para mí, de altos pómulos, Bajo los cuales se escuchaban lenguas a las que, con toda probabilidad, jamás tendré acceso.
He mirado la curvatura de la noche,
Creyendo adivinar el polvo de las caravanas y las sombras de Tamerlán y Marco Polo,
Y no sé si eran, o no eran, o era tan sólo el viento entre las ruinas 
He mirado todo esto largamente, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. 
Y por arriba de esto, por debajo de esto, detrás de esto, atravesando esto,
Te he visto a ti.

(de Cartas rusas, 1993)


Nada sucede 

Y uno se siente igual. Con los caminos 
tan cercenados o bloqueados como 
los que ya caminó: sin un asomo 
de cambio. Ve los días asesinos

de los meses, los meses de los años, 
los años de la vida. El horizonte 
visible es como aquel Jano bifronte 
de la mitología: desengaños

hacia adelante y hacia atrás olvido. 
Todo parece vano y sin sentido 
y dado a luz por la melancolía.

Y uno con su reloj de arena cruenta, 
mirando cómo el tiempo se alimenta 
de un día y otro día y otro día.

(de Las palabras del sésamo, 1995) 

lunes, 12 de junio de 2023

Paul Éluard: poemas del enamorado surrealista

Paul Éluard. Foto: Robert Doisneau.


por Fernando G. Toledo

Para conocer sobre Paul Éluard, nada mejor que la breve y acertada ―además de clásica para la lengua española― presentación que ofreció Aldo Pellegrini en su Antología de la poesía surrealista: «Nació en Saint-Denis el 14 de diciembre de 1895. Murió bruscamente de angina de pecho el 18 de noviembre de 1952. Su verdadero nombre es Eugène Grindel. Éluard era su apellido materno. A los 16 años contrajo una enfermedad pulmonar por la que tuvo que internarse durante 18 meses en un sanatorio en Davos (Suiza). Allí parece haber conocido a la famosa Gala con la que habría de casarse y que lo abandonaría después para convertirse en la mujer de Salvador Dalí. Fundó en 1920 la revista Proverbe (seis números), en la que colaboraron los dadaístas. Formó parte del equipo de la revista Littératures y adhirió con sus amigos al dadaísmo. Al separarse estos, los acompañó para fundar el movimiento surrealista, del cual sería uno de los más importantes animadores. En 1924 hizo un viaje de un año alrededor del mundo. Permaneció en París durante la ocupación alemana convirtiéndose en uno de los escritores de la resistencia. Puede considerarse que en 1938 comienza a alejarse del surrealismo, alejamiento que se convierte en definitiva separación al adherir en 1942 al Partido Comunista en la clandestinidad».

La obra de Éluard se divide tradicionalmente en dos claras etapas: por un lado, aquella en la que fue participante, forjador y protagonista de la literatura del surrealismo (con algo del dadaísmo previo), el movimiento que él mismo ayudó a fundar. Por el otro, aquella que transcurrió luego «por fuera» de esa vanguardia cuya ortodoxia cuidaba, como un papa, su viejo amigo André Bréton. Éluard se entregó por igual a los versos y al compromiso social, y este último aspecto también se reflejó en su poesía post-surrealista. Entre los títulos más importantes en la vasta obra del autor aparecen El deber y la inquietud (1917), Morir de no morir (1924), la magistral Capital del dolor (1926), El amor la poesía (1929), Curso natural (1938) y Libertad (1942). 

Para un hispanohablante, lector de las vanguardias del siglo XX y, especialmente, argentino, acometer una traducción de Paul Éluard significa siempre ponerse bajo la sombra de Pellegrini, poeta argentino que se convirtió en un difusor, conocedor y magnífico traductor de los más importantes autores de este movimiento. 

Sin embargo, para un admirador de su trabajo, como yo, que trata con gran dificultad con el francés, enfrentar la poesía de Éluard en el idioma original terminó algo siendo así como una revelación. No, claro está, en un sentido religioso, sino como algo que se muestra detrás de un velo: en la mayoría de las lecturas resonaba el eco de la versión en español de Pellegrini, aunque otras también hubiera conocido (las de Eduardo Bustos, las de Luis A. Cano y, sobre todo, las de Rafael Alberti y María Teresa León). Y, sin embargo, había algo allí para explorar, y que invitaba a una nueva pronunciación. Apareció también otro aspecto que algunas traducciones ocultaban, y era el hecho de que ―si bien el verso libre circulaba como moneda común en el automatismo surrealista― el autor de Capital del dolor solía apelar a parámetros de métrica y rima fijos, y eso merecía ser reflejado en la traducción (esfuerzo que, por cierto, se refleja en Alberti).

Con las armas de años de lectura de los textos de Éluard, el magisterio de los predecesores y el propósito de encontrar algún resquicio poético sin iluminar, propongo estas versiones.


Paul Éluard
Cuatro poemas
©  Versiones de Fernando G. Toledo


La curva de tus ojos


La curva de tus ojos me envuelve el corazón,
Una ronda de danza con algo de dulzor,
Aureola de los tiempos, lecho cobijador,
Y si no sé ya todo lo que he experimentado
Será porque tus ojos no siempre me han mirado.

El musgo del rocío, las hojas de los días,
Los juncos en el viento, las fragantes sonrisas,
Alas que con su luz cubren el mundo entero,
Embarcaciones llenas de océano y de cielo,
Fuentes de colores y cazadores de estruendos,

Perfumes que han nacido desde un nido de auroras
Que aún descansan sobre la paja de los astros,
Así como depende de la inocencia el día
Depende el mundo entero de tus ojos tan puros
Y hasta mi propia sangre fluye por sus miradas.



El espejo de un momento

Disipa el día,
Muestra a los hombres las imágenes desatadas de la apariencia,
Priva a los hombres de la posibilidad de distraerse.
Es tan duro como la piedra,
La piedra informe,
La piedra del movimiento y de la vista 
Y su brillo es tal que todas las armaduras, todas las máscaras flaquean.
Lo que ha tomado la mano evita incluso tomar
La forma de la mano
Lo que ha sido comprendido ya no existe,
El pájaro se confundió con el viento,
El cielo con la verdad,
El hombre con su realidad.

De Capital del dolor (1926)


Al alba te amo

Al alba te amo tengo toda la noche dentro de las venas
La noche entera te he mirado
Lo tengo que adivinar todo ando seguro entre tinieblas
Ellas me dan el poder
De envolverte
De agitarte deseo de vivir
En lo hondo de mi inmovilidad
El poder de revelarte
De liberarte de perderte
Fuego invisible en el día

Si te vas la puerta se abre al día

Si te vas la puerta se abre a mí mismo.

De El amor la poesía (1929)



Sin ti

Se apaga el sol en el campo
Se duerme el sol en el bosque
Se esfuma el cielo más vivo
Y es más pesada la noche

Sólo los pájaros tienen
Un camino de quietud
Entre las ramas sin hojas
Donde hacia el fin de la noche
Vendrá la noche final
La noche más inhumana

Será frío el frío en tierra
Debajo de los viñedos
Una noche sin insomnio
Maravilloso enemigo
Contra todo y contra todos
La más pura y llana muerte

Cuando termine esta noche
No habrá ninguna esperanza
Ya no puedo arriesgar nada.

De La cama la mesa (1944)

 

lunes, 5 de junio de 2023

6 poemas de Diego Bagnera

Diego Bagnera.



Los lectores curiosos de poesía supieron de Diego Bagnera a fines de los 90, cuando ganó un premio del Fondo Nacional de las Artes y apareció su primer libro, Primeras luces de la noche, con prólogo de Santiago Kovadloff. Sin embargo, para muchos, su rastro se perdió. La clave era quizás su mudanza a España, donde desarrolló una carrera literaria en la que los poemarios no fueron su objeto principal. A continuación, un texto del propio autor acerca de las vicisitudes de su biografía.

Bio

Nada hay menos documental que una autobiografía, que es siempre la escritura de un autoengaño. Toda autobiografía es ficción, un ejercicio de unir verosímilmente algunos pocos hechos reales dentro de un gran relato imaginario, guiado por la indulgencia. Yo soy no sé. Lo que llevo escrito en el rostro, lo a la vista en mí que yo no veo. Lo que de mí los otros y la vida han hecho y van haciendo en mí. Soy (como escribió Valéry) la voz de mi desconocido y estoy lleno de secretos a los que llamo Yo. Aquí empieza y termina cuanto tengo honestamente para decir: nadie me ha sorprendido tanto —para bien y mal— como yo mismo. Para quienes necesitan datos, fechas, referencias, puedo agregar, como quien enumera: nací (dicen) en Buenos Aires, Argentina, en 1973, y resido en España desde 2002. He estudiado periodismo, literatura, interpretación y dirección escénica formándome, entre otros, con Adán Black, Andrés Lima, David Amitín, Carles Alfaro, Juan Cavestany, Marco Antonio de la Parra, Abelardo Castillo y Carlos Ferreira. He realizado a su vez el taller de diseño de iluminación teatral de Valentín Álvarez, Rompiendo la luz, construyendo la imagen escénica, y actualmente me formo en danza contemporánea con Nicolas Rambaud y en acrodanza con Stefano Fabris en Carampa, tras pasar antes por el estudio de Amelia Caravaca. Eventualmente, a la par, asisto a workshops con otros coreógrafos y creadores: Rainer Behr, Tom Weksler —ambos en B12.space en Berlín—, María Muñoz y Pep Ramis, de Mal Pelo —en L’animal a l’esquena, en Celrà—, Davicarome, Vanessa Cadenas, Pau Aran, Lucio Baglivo, Mercedes Pedroche y Analía Serenelli y Xavi Sánchez (de Rauxa cía), en Madrid. En Argentina, se me concedió en 1997 el Premio Nacional de Poesía para autores inéditos por mi libro Primeras luces de la noche y, en 1998, la Beca del Fondo Nacional de las Artes en la categoría teatro. Durante los últimos 25 años he trabajado para diversos medios de Argentina y España, en prensa escrita —Clarín, La Nación, El Cronista, La Prensa, XLSemanal, Man, Maxim, El Mundo— y televisión: Canal 9 de Buenos Aires, Canal Sur de Andalucía —en ambos como guionista de Jesús Quintero (El perro verde, en 1999, y Ratones Coloraos, en 2002)—, Televisión Española y Lion Television, de Londres, como coordinador en España del documental Guns, germs and steel, del premio Pulitzer Jared Diamond, realizado para National Geographic. En 1999, recibí el Diploma a la labor destacada por mi trabajo en Viva, el magazine dominical de Clarín, el diario más leído de Argentina, concedido por TEA, escuela de Periodismo en la que también ejercí como docente. X-nada (cortometraje de Toni Vega y Dani de la Torre, finalista de los premios Goya de 2010) está basado en uno de mis reportajes publicados en XLSemanal, donde me desempeño como redactor jefe. Como actor, he participado en diversos trabajos de Theatre for the people, todos dirigidos por Adán Black. He montado a su vez dos de mis textos: Este sueño compartido que llamamos realidad, estrenado en el Festival Surge Madrid 2014, y Aún no consigo besar, escrito a partir de la historia real de la primera persona a la que se le realizó un trasplante de cara en Francia en noviembre de 2005. Este texto se representó paralelamente en Buenos Aires durante dos temporadas, con otro elenco, dirigido por Heidi Steinhardt. He dirigido también Nina, de José Ramón Fernández, en el Teatro Fernán Gómez de Madrid, y la lectura dramatizada de Amor 2.0, texto de mi autoría escogido por la Fundación SGAE para su ciclo de difusión de nuevas dramaturgias en la Sala Berlanga. He participado, además, en Subir una montaña, brillante site specific creado y dirigido por Emilio Rivas para los eventos de clausura de Espacio Labruc, y en el taller de creación colectiva A nuestros amigos, con La Tristura, en La Casa Encendida de Madrid. Actualmente trabajo en dos nuevos proyectos: Voy a caer —una pieza de danza teatro— y Fragmentos del sujeto estallado, un monólogo que interpretaré yo mismo y que es parte de mi Trilogía de la inmediatez, que completan una pieza coral para diez personajes y una obra de cámara, para dos, la ya mencionada Este sueño compartido que llamamos realidad. A lo largo de 2018 he colaborado con Emilio Rivas en el desarrollo de su pieza Los años de la fertilidad, creada en residencia en Naves Matadero – Centro Internacional de Artes Vivas, estrenada allí mismo en 2019 y presentada en el B.A.D 2020 (Bilbao Antzerkia Dantza – Festival de Teatro y Danza Contemporánea de Bilbao). En febrero de 2021, hemos presentado en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque su nueva creación, Por el aire, desde el fuego. Al margen de los hechos descritos, me constituyen también (tal vez más y mejor) mil tropiezos y frustraciones no documentados. No obstante, pese a todo, pese a mí mismo, sigo. Como dejó Montale, «si algo nos queda aún, un ‘sí’ apenas, digámoslo, siquiera con los ojos cerrados».  

Diego Bagnera




Después de todo un día de silencios,
acercás la última
fuente hasta la mesa
y yo me siento
en el lugar acostumbrado.
En la loza, tus cubiertos
dibujan la frecuente cruz doméstica
y tus labios se arrinconan
un instante más
sobre la cómoda mordaza de tu vaso.
Escondés los ojos en el plato,
y desde allí,
desde allá abajo,
una voz, apenas tuya,
dice, una a una, las palabras
que dejan en la mesa
mi vaso a medio
terminar.


*

No conforme con irte,
te llevaste el universo. 


*

De este abrir
y cerrar los ojos
en la oscuridad,
sólo distingo
la mortal conciencia
de mis párpados.


*

Sé,
quiero saber,
que todo es irreal,
que no es la lluvia
la que cae,
sino yo,
inmaculado,
el que asciende.


*

Teme a la muerte
como quien es sometido
a volver.



(de Primeras luces de la noche, 1998)




¿Existe un cielo, o un momento,
en que los hombres sangren
la verdad de sus acciones
y la mano izquierda
coincida con la mano izquierda?

El manto del deseo
nos cubre la cabeza
y habrá entonces que olvidar.
Olvidar hasta volverse olvido;
no desear ya más desear.

Descansar.
No estar conmigo.
Busco la gracia de la distracción;
la gracia en que reposa
la naturaleza en un día pleno.

Ser la lluvia;
infinitamente
ser el sol.

Pero quiero,
ansío…
y eso es todo.

Soy un círculo en el que no estoy incluido;
el recuerdo de alguien que ya ha muerto,
un desierto sobre el cual proyecta el sol la sombra
de alguien que, me han dicho,
fui y soy yo.


(fragmento de También esta noche pasará, inédito)

lunes, 22 de mayo de 2023

4 poemas de Julio Castellanos

Julio Castellanos (fotografía de Hugo Suárez).



Julio Castellanos nació en 1947 en la ciudad de Córdoba, donde reside. Ha sido docente en la Escuela de Letras de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Publicó poemas, ensayos y comentarios en distintos medios periodísticos del país. Desde 1983, aparecieron numerosos libros de poesía con su firma, entre ellos: Umbrales, Líneas, Elementos, Nubes, Lugares, Poemas del amor, Cercanías, El motivo es la mujer, Residuario, Jardín a tientas, Lettera 22, Toda aparición se desvanece y Eso que no es sueño, concentrados en el volumen Poesía reunida (1983-2013).


Hijo por nacer

Hijo mío, ya han pasado casi nueve meses 
–las nueve lunas santas del lunario–

Pronto te veré, habrás nacido. 
La simultaneidad redonda en que te mueves 
ese cosmos de madre que te alberga 
habrá de ceder, y habrá adelante 
y detrás, arriba, abajo; tiempo 
por vivir, tiempo que crece.

No sólo será vida.
Nacer también es comenzar la muerte. 
Pero no lo sabrás, serás eterno, 
y sabiéndote frágil cuidaremos 
tu edad, tus juegos y tu sueño. 
Cuando seas consciente de tu muerte 
yo seré una sombra que no pesa, 
una palabra simple, un simple eco.

Hijo mío, pequeño, no nacido, 
es poco lo que tengo 
para ofrecer, el mundo ya está hecho.

Hijo mío, que llegas del silencio 
en el umbral de tu madre hoy te espero.

(de Elementos, 1987)


La ausente

Reciente, entra la luz
por la ventana abierta antes del alba.

Se deshace la máscara, el adiós
y lo cierto invaden cada cosa.

Afuera, álamos ligeros
y voraces nubes de temblor.
Navega el cielo.

Con extrañeza se incorpora.
Siente a su lado el hueco
evaporado y cóncavo de un cuerpo.

(de Lugares, 1991)


Acerca del Tractatus de Wittgenstein

Pensar no ya al mundo, sí al poema. 
Comprobar
que es el todo que acaece.

Así, es mundo o es poema 
la totalidad de los hechos, no las cosas 
que insuflan esos hechos.

En el allá conviven
acaecer y no ocurrencia, la historia y el reposo.

Espacio lógico o poema: 
actos, atributos, 
dados al acaecer y al no, de un ser sí mismo 
que en nada cambia; nada que en el todo permanece:
entonces 
el poema que existe por sí, 
desdeña de nosotros.

No debemos hablar: dejarlo ser 
solo. Callando, volviéndonos
fantasmas, cuerpos
que se ausentan, transparencias.
De lo inefable, lo no dicho, reino.

(de Jardín a tientas, 2005)


Razones de un amor

porque aprendí que la claridad de tus ojos puede esconder
oscuridades hondas en donde vive la noche;
porque supe que es posible el amor y que en él
nada que no sea el sí mismo existe;
porque aprendí a separar nimiedades eternas como la clara de la yema,
el tacto de la mano, la sonrisa de la boca; porque pude
ver que en estas separaciones
hay encuentros con el uno que vive en cada otro;
porque el hallazgo de ese otro
no es sino el entenderse con la propia luz y con la propia sombra;
porque la vida es la ilusión de lo imposible y es lo posible de lo incierto;
porque los cuerpos pueden sernos campos florecidos; porque he bebido
la exudación, los flujos, las aguas corporales
que pasan por tu carne
para navegar ríos inagotables, transcursos sorprendentes;
porque fue tu desnudez un campo de caricias;
porque he aspirado en tus susurros el lenguaje del estar fuera de todo;
porque entre tus pechos no hubo intemperie ni granizo, allí
todo fue amparo, blandura bienvenida;
por éstas y por otras demasías: por todo lo dicho y lo imposible
de decir, te digo lo que digo, te balbuceo y toco;
me venzo y te pierdo y te respiro.

(de Eso que no es sueño, 2011)



lunes, 15 de mayo de 2023

4 poemas de Yamil Dora

Yamil Dora.


Yamil Dora nació en Casilda, Santa Fe, en 1971. Actualmente reside en Buenos Aires. Ha publicado los libros de poemas: el ángel solo (edición de autor, 2005), los barcos olvidados (Ciudad Gótica, 2007), Una plaza, un niño y un poeta (Plan Nacional de Lectura, 2009), Como playa que se puebla (Ciudad Gótica, 2009), Un mar que existe (Ciudad Gótica, 2013), Un hombre encima del mar (Del Dock, 2015), El olor de las hormigas (Palabrava, 2017) y Once (La Gran Nilson, 2022). Además publicó las novelas Los Lindos (Lamás Médula 2017), Diez mil kilómetros de distancia (Moglia Ediciones, 2019), Por la vereda con sombra (Palabrava, 2020, Pro Latina Press, 2021) y La Africanita (CR ediciones 2022). Sus poemas fueron traducidos al francés y al árabe.

 
1

se puede abrir un gran vino

se puede tomar al sol 
en casas como la nuestra

amigos

dejemos la paz en calma

dejemos las sucias botas 
la muerte y la furia 
atrás


18

queda el silencio 
a los hombres solos

la lluvia
a la mujer que he querido

mi muerte 
que llevará mi sombra

tus labios
que tomarán mi vino


De Un hombre encima del mar (Del Dock, 2015)



después de algunos años...

después de algunos años
de estar en esta ciudad
puedo guiar a los recién llegados
y si alguien me pregunta en el subte
si ir para allá
o para acá
le contesto como si fuese un experto
y cuando regreso a mi ciudad
es decir
a mi casa de antes
camino como un turista
que recorre un país
muy curioso
muy triste
y muy querido
casi como si estuviese
en la tierra de mis abuelos

De Once (2022)


mañana iré a una ciudad...

mañana iré a una ciudad 
que no conozco 
no encontraré a nadie 
de los que se olvidaron de mí 
cuando llegue 
me sentaré 
en la misma mesa de siempre 
como si nunca me hubiese ido 
como si no estuviese volviendo 
caminaré de nuevo por calles   
donde viví  
y no saben quién soy 
o saben  
y no me miran 
y muchos menos hablan conmigo 
una ciudad que no es grande 
ni chica 
ni se parece a ninguna 
una ciudad sin recuerdos 
una ciudad que se olvida 
ahora 
más lejos que antes 
aunque esté en el mismo lugar 
pero más cerca que nunca 
por eso casi no vuelvo

Inédito