miércoles, 24 de marzo de 2010

La ciudad de la poesía



Ciudad Gótica. Ensayos sobre arte y poesía. Nueva York 1985-1994, María Negroni. Bajo la luna, 2007.


por Sergio Pereyra

Antes de comenzar, una advertencia a los lectores ávidos de novedades: el libro de María Negroni del que nos ocuparemos en esta nota fue publicado originalmente en el año ‘94. Entonces, se preguntará el mencionado lector, ¿por qué reseñar un título añejo? Quizás los motivos sean los mismos que obraron su reedición: la vigencia de sus planteos, la calidad de una prosa que hará las delicias, cuando no la envidia, de cualquier poeta [1]. Pero ¿qué es esta Ciudad Gótica? ¿cuáles los temas que la habitan?

En principio, cabría decir que se trata de un libro de ensayos dividido en dos partes. La primera, Melpómene en Manhattan, «incluye crónicas un poco falsas» cuyo «aspecto paseandero esconde mal un ánimo de pelear». Y de eso se trata, de textos que practican el pugilato intelectual contra la pauperización de la poesía en pos de su inclusión dentro del mercado de bienes culturales; contra la reducción en Nueva York (lugar desde el que se enuncia, vale decir, la Ciudad Gótica del título) de lo latinoamericano a lo exótico, a lo político… Y Negroni pelea, vaya si lo hace. Escuchémosla: «Quiero ser aún más clara, ejemplificar: no me opongo a que Neruda, Allende, Ernesto Cardenal sean aplaudidos (cada uno con sus gustos). Pero que exista una industria (una moda) que sintonice a unos en desmedro de otros, que se fomente lo más folklórico de la producción cultural del continente, me parece detestable…». Pero da su pelea sin elevar la voz. Vale decir, esquiva la falacia vulgar del agravio personal (ciertamente muy común en el mundo «poetil») y se concentra, en cambio, en mejorar sus argumentos. Así en algún pasaje afirma: «También los poemas que se escriben apuestan por las superficies, lo trivial, los exteriores (¿el mercado?), como si la heterodoxia propia del medio (donde coexisten entre otras cosas, la poesía del lenguaje, el furor feminista, las urgencias de la poesía negra y homosexual) favoreciera el uso de un registro cuyos rasgos más visibles serían la impronta confesional, el humor y la informalidad, en el marco de una simplicidad sintáctica y léxica muchas veces apabullante» (el resaltado es nuestro).

Si Negroni se refiere, como lo hace, a la producción poética de fines de los ‘80 y principios de los ‘90 en EE.UU, ¿por qué entonces su discurso nos resulta tan familiar? Sospecho que esta familiaridad no se debe sino a su acertado diagnóstico (involuntario, se entiende) de los males padecidos más tarde por cierta poesía argentina que oscila entre el puro juego verbal y la más ramplona narrativa versificada. Diagnóstico que la autora realiza apelando a aspectos muy concretos (sintaxis, léxico) que la alejan también de la corriente dominante dentro de la crítica, que puede extenderse páginas y páginas hablando sobre lo que dice la poesía sin detenerse jamás en ellos. Entiendo que puedan salirme al cruce con aquello de que «poesía es lo que se lee como tal», y aunque no practico ningún tipo de fanatismo formalista, no puedo dejar de preguntarme ¿es poesía todo lo que se lee como tal? O mejor ¿da lo mismo la descolorida enumeración de objetos vistos en la góndola del supermercado que la sencilla delicadeza de Roberta Iannamico cuando dice: «hoy llueve finito/ sin parar/ es un día de invierno en medio del verano/ una lluvia de invierno/ con ese recogimiento/ esa serenidad resignada/ adentro de la casa/ laten las vidas/ de todos los que la habitamos/ late la casa viva/ calentita por dentro/ mojada por fuera/ como una semilla/ que va a germinar»?

En cuanto a la segunda parte, La pasión del exilio, se trata de un conjunto de reflexiones en torno a los trayectos bio/bibliográficos de algunas poetas norteamericanas: Bishop, Moore, H. D., Plath, Sexton, Louise Gluck, entre otras; reflexiones que toman como punto de partida la fábula pergeñada por Virginia Woolf en A room of one's own sobre Judith, la hermana de Shakespeare, y sus dificultades al momento de escribir. Negroni, sin embargo, no se detiene aquí, y, munida de su habilidad como narradora, las pone a vivir frente a nuestros ojos. Presenciamos entonces sus dudas, su urgencia de reconocimiento, su desesperación, su dependencia –y la consiguiente necesidad de liberación- de algunas de las más brillantes próstatas de la poesía del siglo XX (Lowell, Hughes, Pound). [2]

Como cabe suponer el libro está básicamente sustentado en la lectora intensa, atenta y generosa que es Negroni, quien no solo nos presenta nombres y obras no muy conocidas por estos lares del mundo (Lorine Niedecker, Rosmarie Waldrop y Susan Howe), sino que además nos acerca incluso las preguntas que estas poetas le suscitan a ella como hacedora de poesía. Por ejemplo, cuando refiriéndose a las dudas que le ocasiona la obra de Marianne Moore, afirma: «Le reclamo algo más bien congénito…algo que acaso no sé todavía darme».



[1] Para más datos, la autora fue galardonada con el V premio Internacional de Ensayo 2009 por su libro Galería fantástica (Siglo XXI)

[2] En 2007, María Negroni seleccionó, tradujo y prologó una antología llamada «La pasión del exilio. Diez poetas norteamericanas del siglo XX» (Bajo la luna).

martes, 16 de marzo de 2010

Muñecas rusas de la literatura

El microrrelato en la poesía *


por Hernán Schillagi

Hay veces que una pequeña historia nos deja perplejos. El desafío entre comprender sobre la poca tinta escrita y reponer lo que fue omitido nos hace mejores lectores, o hasta quizá, unos escritores de segunda mano. Cuántas veces, también, luego de leer El dinosaurio de Augusto Monterroso y El sueño de la mariposa de Chuang Tzu; la sorpresa ante tanta condensación nos obliga a desandar el camino hasta descubrir que un puñado de palabras nos encuentra meditando sobre los límites entre el sueño y la vigilia en un caso, tanto como sobre la fugacidad de la vida en el otro. Vale la pena releerlos para comprobar:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

(Augusto Monterroso)


«Chuan Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.»

(Chuang Tzu)



Igualmente, llama mucho la atención encontrarse en los últimos años con microrrelatos dentro de un texto mayor. Breves ficciones que circulan perfectas y amenazantes por las arterias de un poema o una canción. Un gran autor e impulsor de estos pequeños textos, Raúl Brasca [1], hace tiempo que los viene estudiando con pasión de entomólogo y reconoce en una entrevista que dio a Ángela Pradelli: «La característica más notoria de la microficción tal como la concebimos en la actualidad es justamente su carácter proteico que se puede traducir también como hibridación o mestizaje. La microficción puede hoy tener un montón de formatos…». Una prueba inicial es este fragmento de una conocida canción de Joaquín Sabina. Al mediar la canción dispara:

«Ayer quiso matarme la mujer de mi vida.
Apretaba el gatillo… cuando se despertó.»

en Siete crisantemos (Esta boca es mía, 1994)



Situación inicial, personajes en conflicto y un final que asombra por la elipsis oscura de un amor destrozado. El caso es emblemático, ya que el tema del cantante de Jaén no es narrativo en su conjunto; sino que es una suma de imágenes donde se permite alguna reflexión. Sin embargo, como una muñeca rusa que se abre por las roscas torcidas de la metáfora surge tumultuosa la historia (breve) detrás de la canción.

Pero la primera en «contaminarse» de los rasgos constitutivos de la poesía fue la misma microficción. Sería ocioso pensar que este nuevo género es solamente un cuento bien podado de malezas. Si estamos distraídos hasta se puede confundir fácilmente uno de estos minicuentos con el haiku japonés: «Lo más curioso del microrrelato es que con tres frases te abre unos mundos enormes…», dice Lidia Blanco, directora del Primer Encuentro de Microficción en la Argentina. Pero si abrimos más los ojos, no tardaremos en darnos cuenta de que son más los aspectos que acercan al microrrelato a la lírica, que los que lo alejan. La rigidez de un soneto y su planteo en la primera estrofa, desarrollo en la segunda cuarteta para elevar la tensión en el primer terceto hasta rematar en el último, nos habla de una estructura «casi» narrativa en una de las formas estróficas consideradas «perfectas». Así como también, las microficciones presentan «algo» del soneto en su trabado grupo de palabras donde si se extrae una, cambia todo el sentido del texto. Pablo de Santis lo confirma: «El microrrelato es una especie del arte del efecto, como pueden serlo la poesía o el humor gráfico. […] La escritura requiere que no haya elementos ni palabras de más…».

Las fronteras limítrofes entre la microficción y el poema en prosa, por caso, son también bastante borrosas, y estallan los muros que las dividen en cada relectura. Basta mirar «hasta pulverizarse los ojos» algunos textos de Alejandra Pizarnik para sentir esa intimidad entre el relato y la poesía:


«Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada.
Sólo vine a ver el jardín donde alguien moría por culpa de algo que no pasó o de alguien que no vino.
Ella es un interior.
Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré.»

En Textos de sombra y últimos poemas, 1982



Entonces no resulta extraño que, sin aviso, historias pequeñas se hayan colado entre los versos para contagiarlos de la potencia de una anécdota turbia o deslumbrante. ¿Aire de una época fragmentaria, estética del twitter o el sms, imperio de la hibridez taxonómica? La aduana paralela que es la literatura ha visto atravesar de un lado a otro –con una descarada felicidad- a muchos autores. Cualquiera que lee la nouvelle de Fabián Casas, Ocio (2000), sabe que muchos de los núcleos narrativos ya habían sido «ensayados» antes en su libro de poemas El salmón (1996). Jorge Aulicino puso un dedo feroz en la llaga del statu quo del estilo: «En saber narrar quizá se concentra la posibilidad actual de hacer poesía […] Del único modo en que puede ser interesante hoy la narración. Como búsqueda de un momento abierto, breve, donde está todo lo necesario para comprender el desconcierto del narrador…» (Saber narrar en poesía, prólogo a El espía de Pablo Chacón, 1997). Por lo tanto, con el tiempo los poemas se han visto intervenidos por astillas de otro palo para asestar el golpe de manera letal:

ANA Y LOS LOBOS


¿Y si esta noche me llamaras desde las callecitas
de nuestro pueblo y tu llamado me alcanzara,
como si fuera un goteo de llovizna tu voz sobre el empedrado
donde resuenan todavía mis pasos, los pasos
de mi madre? ¿pero y si no te escuchara?
A veces llega hasta la casa, desde el bosque cercano,
el canto de los lobos. Puedo distinguir,
entre todos, el llamado del lobo herido, imaginarlo
tendido en soledad bajo la luna,
abandonado tras la cacería de la tarde
para que la muerte lo alcance con mucho más trabajo
que las balas. Tu voz no me dejaría olvidar,
me repito, sería el hilo de luz intermitente que me guiaría
a algún sitio remoto y familiar. Pero quizás el canto
de esos lobos es una red tendida, una trampa
preparada para que la niña caiga, y distraída,
se olvide de escuchar. Recuerdo
una historia que mi madre contaba
sentada en un sillón de mimbre a la sombra
de los cedros. Hubo una noche –decía–
particularmente oscura en que un faro,
en una orilla lejana del océano Atlántico,
se apagó de pronto, como se apaga una vela
bajo el temblor de un soplo, y entonces
todos los barcos se extraviaron: el azar
quiso que los tripulantes de esas naves, marineros
o familias de inmigrantes, recalaran

en un puerto cualquiera, perdidos,

sin dinero ni instrucciones para volver a casa.
Yo misma, muchos años después,
varada en tierra extraña como ellos, imagino
a aquellos navegantes. Me digo:
como ocurre siempre que el azar sostiene
los cimientos de un destino, seguramente
pasaron el resto de sus vidas
soñando cómo sería la ciudad, el puerto aquél
que no tocaron, preguntándose
si sonarían más dulces las palabras
en ese idioma desconocido, si serían
los hombres, las mujeres más dichosos,
más bellos, si habría menos melancolía en las canciones
que se cantan al atardecer, cuando se vuelve
de las fábricas o los buques cargueros, llevando
un bolso raído entre las manos. No puede saberse
qué hay en la otra orilla, excepto la certeza
de la misma niebla y los mismos pájaros,
bajo un cielo distinto que nos ha desairado.

Claudia Masin, en la vista (Visor, 2002)


La propia historia de los barcos extraviados -introducida sin inocencia por la voz de la madre- funciona como el eje para esas dos aspas que conforman el «poema en sí» de la autora. Es que en la mejor poesía escrita en esta última década, los ejemplos se suceden con frecuencia y demuestran que no se resigna lirismo por contar una historia. Toda poesía actual es cimarrona; en caso contrario de pureza (ya sea alta o baja), atrasa. En el espléndido prólogo a Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini (Colihue, 2009), Jorge Boccanera dice acerca de los poemas: «De su lado, el lenguaje va, de la vehemencia a una ceñida reflexión […] alternando el tono lírico con pasajes decididamente narrativos. […] Incluso introduce una serie de repujados microrrelatos…»:

«Mi matrimonio con la pesadilla sería intolerable
si no fuera que me despierta para oírme gritar…»

en Voces del hospicio (Conejos en la nieve, 2009)

***

«Se le preguntó qué es el sueño
a una mujer cuyos ojos se gastaban frente al espejo, y
dijo:
-Debería ser un viento que borrara todo lo vivido y
al despertar me quedara intacto aquello que anhelaba…»

en El sueño (Conejos en la nieve, 2009)



Acaso la autonomía de los microrrelatos interpolados en un poema sea fugaz y caprichosa (como también lo es la belleza). Apenas recordamos el texto que los contiene, ya no se puede escindirlos. Sin embargo están allí, expectantes para que alguien atento les pegue el tirón y corte el cordón umbilical de la tradición genérica. El verdadero peligro, entonces, sería descubrir cuánta sangre se pierde en el alumbramiento y con cuánta fuerza lloran después.


*Este ensayo es una intervención y profundización de otro que escribí en el blog Quebrantapájaros en abril de 2008.

[1] Además de Brasca, otros escritores argentinos como Borges, Cortázar, J.R. Wilcock y sobre todo Marco Denevi y Ana María Shua han cultivado maravillosamente el género de la microficción. Hace ya unos años, algunos autores de Mendoza como Emilio Fernández Cordón, Roque Grillo, Leandro Hidalgo, Rubén Valle y quien firma este texto vienen forjando microrrelatos sin pausa.

viernes, 5 de marzo de 2010

Bajo el amparo de las palabras




por Paula Seufferheld


El refugio, Victoria Schcolnik, Abeja reina, 2008, 75 páginas.

Abrir un poemario representa de por sí para el lector de poesía la posibilidad de hallar un refugio. El final de la lectura confirmará si el esperanzado visitante ha quedado desnudo y a la intemperie o ha encontrado la protección de las palabras que buscaba. ¿Qué decir cuando ese refugio poético se llama El refugio? Sin duda, las expectativas se duplican. Victoria Schcolnik, a medida que discurran las páginas de su extenso texto, primero, no defraudará la promesa del título; segundo, irá desplegando un variado tapiz de refugios para que los viajeros-lectores corran a guarecerse. Allí encontrarán la fuerza de sus poemas breves de impronta narrativa en donde las metáforas tienen la contundencia de sentencias y, paradójicamente, la cadencia de las reflexiones que se susurran al oído. También hallarán abrigo en imágenes en las que la naturaleza, reducida a sus elementos esenciales, es una presencia constante.

En el bello y certero prólogo de Claudia Masin, la poeta chaqueña se pregunta si se construye un refugio porque se tiene miedo o para arrebatarle poder a éste. El libro tiene respuestas para ambos interrogantes. De pronto el miedo es padecimiento del que se pretende huir: «llevame del dolor con tu música,/ que se desprenda/ como cuando la humedad aparece en los muros/ y la pintura empieza a abrirse». En otras circunstancias, esta emoción oscura es poder al que se intenta desafiar: «entré allí/ donde la serpiente se enrosca a descansar// quería descubrir cómo se amoldaba a mis formas/ el refugio de un animal/ que se dispone a atacar ante el mínimo peligro».

El poemario está dividido en cuatro secciones. Cada una de ellas se abre con sugestivas fotos en blanco y negro en donde la fotógrafa, Dolores de Torres, capta las sombras que proyectan en la pared botellas o floreros llenos de agua. Lo sabemos: las sombras no tienen contenido ni continente; todo escapa a ellas. Esta afirmación recorre como una verdad el libro entero. No hay refugios que no puedan franquearse o derribarse con el simple roce de una mano, la fuerza directa de una mirada o el golpe de una idea. Los refugios son, en definitiva, sombras, simulacros para huir del miedo o combatirlo.

Primer refugio: el propio cuerpo

No existe cuerpo que no sea máscara protectora también. Detrás de esa carne de yeso, el yo lírico no se siente reconocido: «cada vez que siento una presencia, me doy vuelta/ como si yo fuese/ un objeto al que se le acercan sin tocarlo jamás». El refugio aquí es puerta hacia el conocimiento doloroso de la incomunicación y la soledad.

Otros refugios

Un refugio también se levanta con recuerdos. Una mujer los encuentra en los zapatos de quien fuera su papá. El tiempo, entonces, retrocederá con esa rapidez que no tiene para avanzar: «se los probará, sentirá que le quedan grandes/ y en esa pequeña distancia recordará que es niña/ y que tenía padre». Otras veces, recuerdos menos felices buscarán amparo en la voz poética que los reclama: «me quedo/ concediendo nombres a lo que se desplomó en el empedrado/ y todavía retiene/ la lumbre de haber vivido alzado al viento».

Los refugios no son solo moradas solitarias. Un cuerpo puede buscar a otro para, juntos, resistir: «¿si ocurriera que nos apoyáramos cuerpo contra cuerpo,/ y luego, el resto del tiempo fuera una lucha por no caer?».

A veces adoptan la hechura de construcciones ajenas. Vivir aprisionado es habitar un refugio no elegido: «¿cómo se vive una vida en el lugar errado?».

La palabra, ¿el refugio imposible?

Para cualquier poeta la palabra es cuerda, lanza, puente que se tiende entre el silencio y el abismo de papel. No hay viaje más ambicioso y Schcolnik lo sabe: «es tarde/ y los niños corren por el campo/ buscando el secreto/ que escribo y escribo/ sin encontrar». A pesar de ello, desea hallar ese refugio vedado: «si inventara un lenguaje/ que uniera mi necesidad a la satisfacción, una palabra/ que me diera refugio». Estos versos cierran el libro y el lector se pregunta si este poema no debería ser, en realidad, el primero. Inmediatamente se contesta que no, que fue imprescindible desandar el camino de todos los refugios contemplados: los viejos zapatos que devuelven a una mujer su niñez, el lago frío en el que el yo lírico quiere nadar con los cardúmenes o el cerezo que regala sombra y flores para apretar. En cada caso, la poeta construyó firmes guaridas con el material noble de sus palabras. No sé si cumplió en parte su deseo de inventar un lenguaje. Solo ella podrá decirlo tras su máscara. Lo que puedo afirmar con seguridad es que bajo el techo de sus versos el miedo se vuelve un animal indefenso.



Algunos poemas de «El refugio»

*

de la tierra creció un cerezo
como si las ramas fueran un cielo
que jamás se nubla

el viento acercaba los pájaros

bajo el árbol
buscó una sombra

una flor cayó en su palma
la apretó
hasta que ya no tuvo la fuerza

*

que pasaría si un ejército llegara al lugar de batalla
y los enemigos hubieran muerto,
cómo hace uno cuando aquello
por lo que le ha tocado luchar
ya no existe
y se encuentra haciendo movimientos inútiles
limpiando la escarcha de inviernos pasados
esperando lo que ya no se ama

*

te espero
como se espera la punta de una lanza
aún no clavada en el cuerpo

*

si pudiera darle a las palabras la forma
de las curvas en las hojas

tal vez dejaría de sentir el tirón
de lo que es arrancado antes de caer

Victoria Schcolnik*, en El refugio



*Victoria Schcolnik nació en Buenos Aires, 1984. Es Licenciada en Comunicación y poeta. Editó en tres antologías, incluyendo La última poesía Argentina (Ediciones en Danza, 2008). Fundó junto a las poetas Teresa Arijón, Paula Jiménez, Claudia Masin, Mercedes Araujo y Guadalupe Wernicke la editorial Abeja reina, a través de la cual publicó su primer libro de poemas, El refugio.

miércoles, 24 de febrero de 2010

La historia de un poema de Bettina Ballarini











por Bettina Ballarini
(Colaboración especial para El Desaguadero)

… para Maracaná, que no conoce el desierto de Lavalle


Me gusta la propuesta de escribir la historia de uno de mis poemas. Al menos en mi caso, todo poema ha nacido de una experiencia vital y, más allá de cualquier retruque teórico sobre la distancia estética y el «yo» lírico, no sé escribir lo que no he vivido. Desconozco si eso me hacer mejor o peor escribiendo poesía o si, en fin, me hace poeta. Solo algunas experiencias de los sentidos –sobre todas las de los ojos y los oídos- me provocan el desafío que se concreta palabra.

Contaré la historia de un poema que no tiene título y que pertenece a Sin fundación mítica, un poemario sobre Mendoza -mi maceta más que mi tierra- publicado en 2003 por Libros de Piedra Infinita, emprendimiento editorial mendocino dirigido por Fernando G. Toledo y Hernán Schillagi.

Antes que nada, quiero aclarar que desde niña amé el desierto y que no puedo dar un por qué razonable si a alguien se le ocurriera pedírmelo. Pero sí puedo reconstruir el origen de este amor. Tenía cerca de ocho años y los Reyes Magos me habían traído una de esas cámaras fotográficas que obtenían fotos absolutamente cuadradas. Una amiga de la familia nos llevó entonces a mi camarita y a mí por primera vez a la Fiesta de las Lagunas del Rosario en Lavalle.

El camino me resultó tan largo y polvoriento como si hubiéramos viajado propiamente por el Sinaí para cruzar a Egipto. Hasta esperaba ver la Esfinge con la nariz partida. Por aquel tiempo mi imaginación estaba llena tanto de películas sobre el Antiguo Egipto como de novelas de Julio Verne que me leía mi hermano, y quería ser arqueóloga o algo parecido para encontrar tesoros ocultos bajo la tierra. Por supuesto, documenté minuciosamente con fotos todo el camino y cada imagen que me sorprendía los ojos. Recuerdo que lo que más me impactó del trayecto fue que el colectivo corcoveaba y oscilaba a uno y otro lado por una brecha –que llaman picada- abierta en la arena y que algunas personas aparecían de la nada de entre los médanos de los costados y se subían al vehículo cargados con bolsos y niños en brazos. Yo preguntaba dónde estaban las casas, porque no podía ver ninguna construcción donde vivieran. Solo arena, guadal, arbustos y algunos algarrobos que salpicaban el paisaje y de los que colgaban unos extraños y abigarrados nidos que luego supe que eran de catas. Hasta que me señalaron una casa típica del desierto y casi se me fue un rollo de fotos. Paredes y techo tramados con ramas de arbustos y «chicoteados» con barro hasta formar una estructura compacta y flexible. Y la ramada, un techo de cañas como una galería, que da la necesaria sombra a la entrada de la casa y que es el espacio de reunión. También recuerdo que, desde aquella primera vez, siempre vi muy azul el cielo del desierto.

En el entorno de la que llaman la Catedral del Desierto, la del Rosario, una capilla colonial encalada y con puertas de algarrobo talladas a cuchillo, se celebraba la popular fiesta a la Virgen del Rosario. Cerca, bajo toldos de carpa, los famosos bodegones, sostenidos por palos irregulares y nudosos, los lugareños y los turistas comían asado de chivo, empanadas y bebían o bailaban folklore, o escuchaban a los tonaderos que floreaban a lo mendocino las cuerdas de sus guitarras o apostaban a una riña de gallos o a un partido de truco. Más allá, el cementerio con cruces de hierro forjado en arabescos y también talladas en algarrobo y adornadas con claveles de papel crepé. Todo el bullicio secular vibraba a la par de los sacros rezos y letanías a la Virgen. Fue mi primer encuentro con el desierto y con sus pobladores, muchos descendientes de huarpes según indicaban sus apellidos. El socavón de lo que había sido la gran laguna del humedal de Guanacache brillaba cubierto no de agua sino de gramilla. Algunas gallinas «belichas» picoteaban por allí mientras perros flacos las espantaban y luego se metían entre la gente.

Una mujer muy anciana, inclinado sobre un telar su rostro cuarteado de arrugas y sus dedos sarmentosos, tejía colores «chillones»: fucsia, amarillo maíz y verde. En la trama, iban apareciendo flores. Pregunté que por qué tejía flores si allí no había flores. Me dijeron que las sacaba de su alma. Algo que no he comprendido sino mucha vida después. La ansiedad fotográfica ya había agotado hasta mi rollo de reserva; sin embargo, esa imagen me ha seguido todo el tiempo. Lo mismo que la seducción del desierto.

Hace unos pocos años, tuve la oportunidad de realizar un proyecto de alfabetización para puesteros jóvenes y adultos de la Reserva de Telteca. Durante los casi tres años que duró, conocí muchas expertas tejedoras. Una, la del poema, Josefa, bordaba flores sobre su tejido ayudándose como molde con una cáscara de naranja que dividía en cuatro pétalos.

Ni las coloridas flores ni las jugosas naranjas se dan en el secano de Lavalle. Pero los telares siguen tejiendo la esperanza.



ESTA MUJER

no comerá en la mesa de los dioses
ni lucirá el collar de algún rito.
Bajo su diaria ramada de chañar
decidirá
luces, sombras, tatuajes
para la lana áspera
que da el desierto.

Sus dedos van a repetir
la danza sigilosa
de siglos de colores
saltando al sol.

Urdimbre. Vertiente.

El telar crece por los ojos.

Hace lo necesario
su esperanza.


Bettina Ballarini, en Sin fundación mítica (Libros de Piedra infinita, 2003)

jueves, 18 de febrero de 2010

Perdido: Borges rima con copyright



El escritor y famoso blogger argentino Hernán Casciari analiza el impulso y relectura que una serie de T.V. norteamericana, Lost, le dio a obras como la de Adolfo Bioy Casares, y además cómo la necedad proteccionista de la albacea de Jorge Luis Borges le impide al autor de «El oro de los tigres» deslumbrar con su poesía a nuevas generaciones de lectores de todo el mundo.

Borges se queda fuera de Lost

por Hernán Casciari


El año pasado, una serie norteamericana muy famosa hizo aparecer a uno de sus personajes leyendo una novela de Bioy Casares. La serie se llama Lost, y la novela de Bioy es La invención de Morel.

Con avidez, los fanáticos de la serie en todo el mundo averiguaron que la trama de esa novela argentina (bastante desconocida para las juventudes alemanas, norteamericanas y japonesas) se asemeja bastante a la trama de la serie: entre otras cosas, ambas historias ocurren en una isla donde el espacio-tiempo no es el que parece.

¡Ah, el rumor corrió a la velocidad de la luz! En menos de cuarenta y ocho horas, la librería virtual Amazon comenzó a vender copias de «La invención de Morel» como si fuera pan dulce en Navidad. De un puesto recóndito en el ranking, la novela de Bioy escaló en ventas y estuvo una semana entera en el casi imposible top ten de la lengua inglesa. Y de este modo fortuito, o quizás no tan azaroso, miles de muchachos de diversas lenguas accedieron a nuestra literatura contemporánea gracias a la televisión.

Recordé esta anécdota hace unos días, porque la misma serie de televisión acaba de tener otra relación indirecta con la literatura argentina. En este caso una relación trunca que me llenó de rabia.

Lo resumiré: la serie «Lost» comenzó esta semana su última temporada, y es tan enorme su éxito en cada rincón del planeta que se habla, y mucho, de un acontecimiento histórico. El canal que emite la serie en España (la cadena Cuatro) preparó una publicidad muy espectacular anunciando el episodio inicial.

El spot, que hace un paralelo entre la serie y el juego de ajedrez con el fondo de un poema del persa Omar Khayyam, gustó muchísimo en Norteamérica y se grabó uno idéntico en inglés, con la locución del actor Terry O´Queen, protagonista de la trama. Esa versión, la sajona, alcanzó en Youtube picos inusitados de audiencia, y la obra de Khayyam resultó muy beneficiada por la publicidad.

Hace un par de días, el creador español del anuncio comentó que su intención inicial no había sido usar el poema de Khayyam («todo es un tablero de ajedrez de noches y días, donde el destino, con hombres como piezas, juega») sino que él quería usar el soneto llamado «Ajedrez», de Jorge Luis Borges, que dice más o menos lo mismo pero de un modo superior:

«En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores».

Esas líneas tendrían que haber sido las protagonistas de una locución de off que recorre estos días el mundo, de oreja a oreja entre adolescentes y jóvenes que suelen leer más bien poco, y que se maravillan escasamente con aquello que no sea audiovisual.

Pero no fue así.

El director del video tuvo que recurrir a Khayyam en última instancia, porque el soneto de Borges no pudo ser usado «debido a implicaciones legales en los derechos de autor», según dijo. Y mi rabia tiene su centro aquí, en este punto. Es una rabia que ya lleva años.

Me molesta en el hígado que Borges tenga un dueño, y que además sea un dueño tan mezquino y torpe.

La Nación, Domingo 07 de Febrero, 2010


AJEDREZ


I

En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra,
Como el otro, este juego es infinito.



II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonía?


Jorge Luis Borges, en El Hacedor (1960)

sábado, 6 de febrero de 2010

El reportaje haiku: Un viaje con Yvan Conna


por Hernán Schillagi

Fotos y dibujo: Yvan Conna


Intro


La sección consiste en que los poetas nos respondan tres preguntas (tres versos tiene el haiku) que están referidas a las tres características esenciales -según Matsuo Basho- del haiku japonés: en este momento, en este lugar, atravesados por una reflexión.

Yvan Conna, arquitecto y poeta nacido en New York en 1977 (aunque residente en Mendoza hace muchos años), publicó «Naufragios en la noche» (iRojo, 2008); en 2009 recibió del Fondo Nacional de las Artes una beca para talleres de capacitación en poesía. Pertenece al grupo literario LaMoledoraDeCarne. Yvan, en sólo tres preguntas, trazará algunas líneas de sus pasos en el plano poético de cada viaje.



1/En este momento

¿En qué consiste tu nuevo proyecto «Latinoamérica» y de qué modo se relaciona con tu primer libro «Naufragios en la noche»?


El nuevo proyecto trata de dar una mirada poética de Latinoamérica, un acercamiento con lo existencial de sus habitantes y el arraigamiento con el lugar. La posibilidad de profundizar en sus costumbres y modos de ver la vida, en sus esperanzas y sus demonios. Además exige cuestionar nuestra propia existencia, ya que es inevitable comprometerse cuando se está poniendo el cuerpo en una playa blanca o en la pobreza. Atravesar durante un par de días la selva colombiana o ser perseguido por las calles de Caracas, siempre son cicatrices que marcan. Llevo ya varios países recorridos, pero aún me faltan otros, lo que creo que me llevará algunos años completarlo.
Latinoamérica viene a ser la otra mirada de un trabajo ya realizado entre USA y Europa hace unos años atrás y que todavía se encuentra en las sombras bajo el nombre de «Exilios del corazón», con una dinámica bastante similar, donde fui con mi cuaderno dibujando y escribiendo por las ciudades durante un proceso de tres años. En aquel momento buscando las espaldas del glamour de las grandes ciudades, los clochards o homeless adueñándose como pueden de los puentes y subways, la existencia a cuenta gotas detrás de los edificios, un diseño urbano-arquitectónico que no los ampara. Pero en este caso la idea lleva más aun a lo humano, donde la realidad está expuesta a flor de piel, sin grandes estructuras o sistemas que los sostengan. Latinoamérica se presenta hermosa y lacerante, donde todo está por ser resuelto aún, incluso sus ciudades.

Probablemente no haya ningún tipo de relación con los «Naufragios en la noche», lo cual me haría muy feliz. Intento siempre hacer grandes despegues entre una etapa y otra. Lo hago con mi propia vida y por consecuencia intento que se refleje también en los textos. Siempre son distintos los temas que me movilizan. Los Naufragios son una biografía de la noche, un collage de pérdidas y rescates en años adolescentes. Una larga etapa que transcurrió en su totalidad viviendo de noche y en un mismo lugar.

2/En este lugar
¿Cuál es el efecto en la visión del que viaja (y escribe) cuando vuelve a su lugar de origen?

Fundamentalmente la capacidad de análisis. Poder alejarse de lo propio siempre lo hace más genuino en el reencuentro, menos cargado de lo cotidiano. Se va construyendo un filtro que comienza a dejar pasar las cosas diferenciadas. Se adquiere la capacidad de la comparación con un grado bastante avanzado de objetividad. La sensación de poder re-elegir la ciudad para quedarse es hermosa, ya no solo porque nos fue dada sino porque la seguimos prefiriendo con libertad. Me pasó en algún momento haber venido a Mendoza de vacaciones durante un mes, fue increíble la sensación de haber salido a caminar por las calles del centro con mi cuaderno y cámara con la intensión de hacer el mismo ejercicio que hacía en otras ciudades. Observé todo aquello que nunca antes había observado, me quedé durante varios minutos esperando el momento justo del ocaso para sacar una buena foto, mirando hacia arriba en una ciudad en la que normalmente no se mira hacia arriba. Quedarme en una esquina esperando a ver qué pasa con el remolino del agua en la acequia, son cosas que no hubiese imaginado hacer.

3/Una reflexión
En tus poemas hay una poderosa pulsión erótica ¿Cuáles serían los puntos de contacto entre el sexo y el lenguaje poético?

Sí, es cierto, ha habido una etapa muy marcada donde la pulsión erótica se abalanzó sobre los poemas. Tal como lo mencioné anteriormente, los temas que me movilizan van mutando según lo que esté sucediendo en ese momento en mi vida, por lo general son inevitablemente autorreferenciales y entonces puedo pasar entre uno y tres años enfocado en algo hasta que se vuela.
Creo que el sexo es algo que a todos nos moviliza desde lo profundo, nadie queda exento de las grandes emociones vinculadas a lo visceral y mucho menos de relaciones tan íntimas hasta generar abismos.
Con respecto al lenguaje, creo que es el que marca la gran diferencia, casi todos los escritores rozan en algún momento la temática; si no es que siempre, pero cada uno la atraviesa con un lenguaje poético distinto. Hay quienes prefieren la utilización de palabras o imágenes explícitas, otros que lo rodean con metáforas y entonces el modo de llegar es más sutil. En mi caso, tomo el sexo como un vínculo hermoso entre dos seres, un encuentro absolutamente existencial y psicológico, por lo tanto intento llevar el lenguaje a ese límite, donde la palabra encuentre el lugar que necesita para lograr transmitir tal intensidad.


4 poemas de Yvan Conna


Combate

Combatir el silencio

con un cuerpo desnudo.

Dormir sobre un pecho suave

y ser acariciado sin identidad.

Apenas el juego acaba

rendirse en la fatiga del sexo

cerrar los ojos

en la noche oscura.

Amanecer desconocidos

con otra soledad

despedirse

sin mas

que tengas buen día.

Catarsis

Catarsis del olvido

una marca efímera en la boca

en el tiempo que transcurre

tu sombra quieta

inequívoca

latente

va muriendo en el muro construido

van los pétalos cayendo como la noche

y la luz

va desapareciéndote.


Otros exilios

Un puente ínfimo

insostenible

los rostros afuera

una realidad de lucha y desconsuelo

putas

putitas

pobreza

adentro se está tan bien

tan Alemania abandonada años atrás

en busca de calor

lento y hermoso

paradisíaco.

Afuera hay muertes

colombianas.


Realidades

Había un pequeño patio

lleno de palmeras

lleno de un silencio oportuno.

En la calle las voces

se apoderaban de la tarde;

calurosa.

Entre ambas realidades

un tipo en un café

existiendo.


miércoles, 27 de enero de 2010

Una mirada desde abajo: «Ni jota» de Paula Jiménez


Ni jota, Paula Jiménez. ed. Abeja reina, Buenos Aires, 2008. Pról.: Claudia Masin. 64 págs.


por Cecilia Restiffo


Entre la poesía y el relato de una historia, en este intersticio se pronuncia «Ni jota», de Paula Jiménez. Las páginas anuncian cuatro partes o capítulos que describen los momentos de una infancia que vuelve en destellos hecho palabras : «El viento se alzaba fuertemente y nos dejaba caer una lluvia de recuerdos. Las nenas no entendíamos ni jota. Empapadas salíamos a la calle, como después de haber cruzado un río…»

El tono íntimo de la obra se entrelaza con el humor, en una cadencia que está marcada por la presencia constante de la letra jota, elemento mágico que -como un talismán encantatorio- juega dentro de la página y a lo largo de los poemas; a la manera de pulso en una sístole y una diástole que trasladan al lector por los diferentes escenarios presentados por una voz que juega a ser niña: «Jondo jondo cantaban todos juntos, venimos de Jranada. Y descorchaban vinos y los corchos pegaban en el techo y rebotaban después le caían a Juanita, la tía, en la cabeza…»

En el marco general de la obra de Paula Jiménez, «Ni jota» se erige como otra voz, una manera distinta de descubrir un mundo que en apariencia se deja percibir con la ternura de los primeros recuerdos, pero que poco a poco en la lectura descarna lo triste de la vida. Esto es presentado por un yo lírico que fusiona la inocencia, el humor y por momentos la mirada transversal que de un solo corte muestra la realidad cotidiana que duele y es inevitable. A pesar de la descarnadura, esa voz infantil acuna el dolor que sobrevuela el texto, este efecto se hace y se deshace; lo que logra que la historia que se cuenta vaya mezclándose con el devenir poético: «Las mujeres de antes se vuelven locas de amor o locas de madre. Tía Juanita era de todo un poco, parada en la punta de la mesa pasó la vida entera y parado sobre una sola pata el tero pasó su vida.»

Asimismo, el relato que se conforma a lo largo de los textos tiene por momentos una levedad que demanda al lector la mirada atenta, una vuelta al texto y a la obra como un todo, sólo de esta forma pueder asirse el sentido completo que la página a veces ofrece y a veces mezquina.

En uno de los últimos relatos, «Las cartas», la autora escribe: «Arma mía decía Juanita porque la ele se transformaba en erre, al revés que los chinos. Cuánto te quiero arma, y apretaba la barbilla de la niña. Y dentro de la caña el corazón vacío le disparaba la risa. ¡Ju!¡Ju! Palabras rientes de bambú ¡jaraja! La plenitud de nada era esa risa. Puro aire vivo, pero sin ton ni son…». Este libro, así, permite que el lector y el texto se emparenten en un recorrido que se anuda con la risa de la infancia, de una mirada extrañada ante un mundo hermoso y cruel a la vez.


Tres textos de «Ni jota», de Paula Jiménez



Debajo del jardín

Desde adentro, por debajo del jardín, en la trastienda del camino de la hormiga, la catacumba o el alma de la casa, desde allí mismo se gestaba el huracán, una fuerza centrífuga trayento al comedor los sucesos de los días. El viento se alzaba fuertemente y nos dejaba caer una lluvia de recuerdos. Las nenas no entendíamos ni jota. Empapadas salíamos a la calle, como después de haber cruzado un río.


Unos bombones

Como un sapo, un día el novio de la Tía me puso un pucho en la boca y fue encendido. Tosí con rapidez en lugar de decirle gracias, prefiero unos bombones. Tosí como si dentro de mí no hubiera espíritu para sacar afuera, lejos de la vida de Juanita yo no era más que una niña carrasposa. Un cuerpo manejable sin boquilla, como un monopatín.


Niña Bambú

Dame gordura y te daré hermosura, repetía. Juanita hablaba sola. No, Juanita hablaba por su lengua los sonidos que después reconocimos en la niña. Enseguida la supimos distinta de Juanita. Trae una caña bajo el brazo, dijo, y suena como su padre, mezcla de bambú y vapor de barco. Así la Tía dejó de ser la Tía para hacerse Mamá. Como si nos la hubieran robado.

lunes, 18 de enero de 2010

Los '90 en la poesía de Mendoza



Como acabamos de presenciar el fin de una década que aún no le encontramos un nombre que le quede bien (¿Los 2000? ¿Los ‘00?) y, a la espera de que alguien se arremangue para pensarla desde sus múltiples producciones poéticas, ofrecemos un fragmento del ensayo de Marta Castellino sobre la poesía de Mendoza en los agitados y ambiguos años ’90. Quizá sea el cable que conecte dos épocas donde la poesía comenzó a pronunciarse con un lenguaje diferente.


por Marta Castellino*


7.“Las malas lenguas”**

“Superhéroes del carpe diem”
(Patricia Rodón:
“Estado de percepción acrecentada / antiutopía”)


Ha llegado el momento de presentar a los “actores”, nucleados de un modo genérico bajo el rótulo del grupo que señaló un punto de inflexión en nuestras letras, si bien no todos participaron de igual modo en él.

La misma existencia del Grupo “Las malas lenguas” (y su denominación) [1], refleja una interesante marca epocal, con un sentido casi ritual y un propósito de incidencia en lo social, con características particulares en función de lo que señala García Canclini, en el sentido de que “hay un momento en que los gestos de ruptura de los artistas, que no logran convertirse en actos (intervenciones eficaces en procesos sociales) se vuelven ritos” ; ritos dotados de un cierto hermetismo que permite intensificar el sentido de pertenencia (los que son capaces de entender la ceremonia y los que no pueden llegar a actuar significativamente)[2].

Por “orden de aparición”: Pedro Straniero (1955) y su Beso mostaza (Ediciones Culturales de Mendoza, 1995); Adelina Lo Bue (1958), ya mencionada, con Línea de fuego (Marymar,1985) y sobre todo, Mapas (Ediciones Culturales de Mendoza, 1995); Patricia Rodón (1961), autora de Tango rock (1990, editado en 1998 por Editorial Diógenes), Ulises Naranjo (1965) y Big Bang (premiado por el Fondo Nacional de la Artes Región Nuevo Cuyo, con la primera mención en 1992; publicado por Ediciones Culturales de Mendoza en 1995); Rubén Valle (1966), que aporta dos poemarios: Museo flúo (Ediciones Culturales de Mendoza, 1996) y Los peligros del agua bendita (Diógenes, 1998); Luis Ábrego (1966), autor de Letanía beat (Diógenes, 1998); Carlos Vallejo (1967) y Postal en movimiento (Diógenes, 1998) y, finalmente, Fernando G. Toledo (1974) con su Hotel alejamiento (Diógenes, 1998). A esta nómina cabría agregar a otros, como Hernán Schillagi (1976), reciente ganador de una mención en el Certamen Vendimia, cuyo poemario El vuelo y la caída fue publicado luego bajo el título de Mundo ventana (2002) en los Libros de Piedra Infinita. Muestra de que la poesía mendocina vive y crece.


La mayoría de los nombrados, salvo Carlos Vallejo (abogado) y Lo Bue (médica) son periodistas de profesión, egresados de Comunicación Social, o “por opción”: provenientes de la Facultad de Filosofía y Letras (Straniero, Rodón y Naranjo) [3].

En general, predominan los poemas breves, en consonancia con esa línea que viene de los sesenta y busca una elaboración extrema del lenguaje que evoluciona hacia una brevedad que confiere singular valor al silencio.

Igualmente, se impone el versolibrismo como “una manera de transgredir la preceptiva convencional o una distinta respiración del verso que, sostenido por el ritmo interior, obedece a una lógica del pensamiento: el verso se quiebra allí donde lo exige la idea-sentimiento” (Villalba, 1997). Resulta llamativa, en cambio, la poesía de Luis Ábrego, en la que se advierte un esbozo de métrica regular y un ritmo de canción; como dice al respecto Ulises Naranjo en la contratapa del libro: “Hay una música propia en Letanía beat. No son palabras eléctricas, amuletos de estrellas. Son poemas de tres tonos, estribillos mutilados y finales sin aplausos: con silencios”, y agrega: “la palabra termina lo que empezó el rocanrol”, destacando lo que será otra característica saliente: la intertextualidad con el denominado rock nacional [4], particularmente con la obra de Luis Alberto Spinetta .

En cuanto a la unidad generacional en torno a una estética común, si bien el concepto mismo es negado por sus actores (“Uno siempre comete una especie de pecado al hablar de movimientos literarios”, dice Ulises Naranjo en una entrevista concedida a alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras[4]) el vínculo es evidente y estaría dado por algo a primera vista ajeno a lo literario en sí: el mismo Ulises Naranjo reconoce permanentemente una deuda, no ya con la literatura o aun con la filsofía, sino por esa aludida relación con la música: “En el caso de los escritores jóvenes ya no tiene tanta importancia la influencia literaria, ahora se conectan porque escuchan el mismo tipo de música. Las lecturas resultan mucho más ricas y variadas aunque extrañamente las coincidencias se dan a partir de los hechos musicales. Fue a través del rock que yo entré a la literatura” [5].

Como manifiesto del grupo vale precisamente lo que Naranjo expresa en la contratapa de Letanía beat:

Somos hijos de la música. No creemos en nada ni en nadie. Ni en nosotros. Y ya no conversamos de literatura. Preferimos un bar, una copa, un cigarrillo [...] Tampoco confiamos en el banderín del amor. Nuestra gloria: encajar palabras en el silencio y esperar a que pase el milenio sin levantar la mano para pasar al frente [...] Estos poemas son el instante previo a cualquier sonido. Están hechos de hueso y no habrá carne [...] Elevada la letanía, debemos entregarnos al silencio. No está mal después de todo. A esa altura, quedarse callado es signo de sabiduría.

En cuanto al contenido, los mismos títulos de los poemarios son significativos de esta estética común: Museo flúo, por ejemplo, plantea esa dialéctica posmoderna entre lo consagrado -estereotipado, inmovilizado- y algo emblemático de lo moderno (actitud que se repite en la absurda antinomia cine / cisne en referencia a la labor creadora). En realidad, toda la poesía de Rubén Valle muestra acabadamente algo que es común (con algunas modulaciones) a todo el grupo: esa visión desengañada, pesimista, de un mundo en que el amor es una mujer pintada, desnuda, prostituta o vampiro, en un adiós de sábanas arrugadas, mientras lo primitivo acecha “como un cazador oculto o un barrabrava entre saxos y blues bizarros” en una ciudad anochecida y sudaca, con música de tango o de rock en arrabales de ausencia.

El pasado pesa en la conciencia de un yo textual que descree de las falsas esperanzas sesentistas y vive aún como una herida abierta -latente pero no excluyente- el pasado inmediato. Ha acontecido el fracaso de todas las utopías, desde el “sueño americano” hasta la “era de Acuario”. Alienta en todo momento una sorda rebelión frente a todo intento totalizador y normativo, y en esta visión de “Apocalipsis naïf” aparecen mencionados distintos elementos e íconos del mundo moderno, en particular los relacionados con los “mass media”. No en vano el libro se abre con un canto funeral a la poesía (en la evocación del poeta Víctor Hugo Cúneo, que se inmoló a lo bonzo en nuestra plaza central). No es que el arte en este mundo posmoderno no tenga lugar, pero Picasso puede ser análogo a una mujer desnuda pintándose a orillas de un lecho y contemplándose en un espejo. En cuanto al poema como tal, algunos de sus notas características son la imagen textual de un poeta que mira -no ya “vidente” sino lente de una cámara fotográfica o filmadora-, la meditación sobre el silencio y el valor -cuestionado pero aún subsistente- de la palabra, en particular la poética. Finalmente, en relación con el lenguaje poético, mezcla distintos registros y no se muestra hermético salvo en algunas alusiones o imágenes cifradas que trabajan generalmente con la evocación de mundos artísticos ajenos (Borges, Cortázar, Neruda) o con algunos objetos o fenómenos erigidos en símbolo dentro del universo textual (girasol, eclipse, bitácora: idea de lo mudable, del dinamismo y del cambio) [...]


*Marta Elena Castellino es Doctora en Letras. Profesroa de la UNCUYO y directora del centro de Estudios de Literatura de Mendoza. Es autora de Fausto Burgos; su narrativa mendocina (1990); Una poética de solera y sol; Los romances de Alfredo Bufano (1995); Mito y cuento folklórico (2000); De magia y ottras historias; la narrativa breve de Juan Draghi Lucero (2002); Juan Draghi Lucero; Vida y obra (2005), co-editora de Literatura de las regiones argentinas I (2004) y coordinadora de Literatura de las regiones argentinas II (2007).

**Fragmento de «Música, palabras, silencio... Situación de la poesía mendocina en el fin de milenio», de Marta Castellino. Publicado en «Poesía argentina: dos miradas», Gustavo Zonana y Marta Castellino, 1ª ed.- Buenos Aires: Corregidor, 2008.


Notas

[1]Como caracterización el grupo, valen las palabras de una de sus integrantes, Patricia Rodón: “Las malas lenguas se formó y se organizó por el '88 u '89, según creo. Inicialmente lo integramos Teny Alós, Carlos Vallejo, Luis Abrego, Rubén Valle y yo [...]. Aparte de divertirnos muchísimo y de delirar, armamos una especie de programa sistemático para mostrar a los demás lo que se estaba escribiendo acá en Mendoza y agitar el ambiente de la poesía. En esa época éramos todos más jóvenes (estoy hablando de hace diez años atrás). La actividad del grupo consistía básicamente en hacer recitales cada quince o veinte días, en distintos lugares que íbamos consiguiendo. Invitábamos a participar del ciclo a otros poetas, que podían tener o no nuestra edad [...] gente totalmente disímil como Fernando Lorenzo, Carlos Levy, Adelina Lo Bue, Ariel Búmbalo, Juan de la Maza, los chicos del grupo ‘Artaud’, Andrés Gabrielli, Pedro Straniero y un montón de poetas que no estaban en nuestra franja generacional: Julio González, José Luis Menéndez, María Inés Cichitti. En los recitales participaron todos los poetas en actividad. Eso lo hicimos durante cuatro años. Distribuimos también una especie de boletín, una hoja suelta de poesía. Han quedado en ellas los testimonios de la producción, más o menos delirante, de cada uno. Cada poeta le hacía la gráfica que quería. Después nosotros le sacábamos fotocopia y la repartíamos. Contenían dos o tres textos del poeta que había leído ese día. El grupo actuaba como convocante, pero también, de vez en cuando, alguien se sumaba en la lectura. El que tenía ganas de subir al escenario, leía el poema que había escrito la noche anterior o ponía a consideración del público sus dudas sobre un texto determinado. Y, por supuesto, nunca faltaba el vino en las reuniones. Así agitamos el ambiente. En ese momento no me di cuenta de lo que estábamos haciendo. Pero después sí, a partir de trabajos en la facultad, o de comentarios de gente que viene y te dice: 'yo empecé a escribir, porque cuando fui a tal y cual encuentro de Las malas lenguas, vi que escribir poesía en Mendoza era posible'. Era una manera de acercar la poesía a la gente, de mostrarle que no estaba muerta, que no estaba sólo en los libros, sino también en la calle. Sólo había que ponerse, pararse delante de un par de personas y decir un poema". Víctor Gustavo Zonana. “Entrevista a Patricia Rodón”. En: revista La guacha, n° 11, Buenos Aires, agosto, 2000.

[2] Respecto del sentido de estos rituales, también afirma García Canclini: “reducen lo que consideran comunicación racional [...] y persiguen formas subjetivas inéditas para expresar emociones primarias ahogadas por las convenciones dominantes (fuerza, erotismo, asombro). Cortan las alusiones codificadas al mundo diario en busca de la manifestación original de cada sujeto y de reencuentro mágico con energías perdidas”. Ahora bien, esta ritualidad (rito sin mito) difiere totalmente de la de cualquier comunicación antigua o moderna: no hay un relato totalizador “que integre a una colectividad ni la narración autónoma de la historia del arte. No representa nada, salvo el 'narcisismo orgánico' de cada participante” (García Canclini, 1992, 46-47)

[3] Una breve reseña de las actividades de cada uno puede verse en: Marcos Zangrandi. "Renovación de la poesía mendocina en los 90". Mendoza, 16 de junio de 1999 (Inédito).

[4] “En la Argentina el rock nació como la idea de un viaje de descubrimiento o iniciación por medio de las cadencias deformes del rhythm & blues. El rock nacional crece en los '60 como esa emigración discreta y controlada hacia los paraísos imaginarios, de un mundo aludido y canonizado, entre otros, por la literatura de la generación Beat [...] Estos paraísos imaginarios, de corte existencial, mucho tienen que ver con la propia necesidad de sobrellevar una aventura iniciática y con la necesidad de ampliar a través del conocimiento sensitivo la experiencia individual, experiencia que posteriormente delimitará la estética de los años '60 y principio de los '70. Imbuido por movimientos alternativos como el 'flower power' y el 'Mayo francés' el rock argentino encuentra aquí sus primeros antecedentes”. Mauricio Videla. “Poesía del rock nacional”. En: Los Andes. 24 de octubre de 1999.

[5]Acerca de éste, apunta Mauricio Videla: “Luis Alberto Spinetta [...] delineará el inicio de una búsqueda literaria para construir una identidad propia para el rock nacional, con un nuevo centro temático: la ruptura de la literalidad y unidireccionalidad de la imagen (como las vanguardias artísticas de principios de siglo y en especial del surrealismo)”. La predilección de nuestros poetas por la obra de Spinetta se explica a partir de lecturas comunes: Rimbaud, Artaud, Foucault, que -según Videla- “permiten la creación de un misticismo escéptico generado en nuevos mundos, donde se desenvuelven y recrean ambientes oníricos que poco tienen que ver con las antiguas miradas románticas y con las estéticas simbolistas: la canonización de mundos internos en los que Spinetta encuentra las respuestas a su propia trascendencia”. (Videla)

miércoles, 6 de enero de 2010

Biblioteca El Desaguadero: Pájaros de tierra, de Hernán Schillagi

Para comenzar el 2010 -y el número 6- abrimos una nueva sección: la Biblioteca El Desaguadero. Libros de poemas completos en formato PDF para descargar. En esta oportunidad les ofrecemos la reedición de un libro que apenas hace dos años apareció en la Colección de Poesía Desierta de la editorial Libros de Piedra Infinita: Pájaros de tierra, de Hernán Schillagi. Sin embargo, como no dejamos de ser una revista de reflexión, la obra va acompañada del «recorrido de lectura» que Cecilia Resttiffo realizó el día de la presentación en setiembre de 2008.

HACER CLIC SOBRE LA IMAGEN PARA DESCARGAR EL LIBRO




Palabras pájaras
-Un recorrido de lectura por Pájaros de tierra-




por Cecilia Restiffo


Los restos de la escritura todavía vibran en el lector. De esta manera he cerrado el libro y con el espíritu revuelto protejo los rincones que quedaron vulnerables ante la intimidad de la palabra. El poeta, entonces, ha abierto un haz de luz que ilumina lo que a veces no queremos ver, es el verso y su música lo que impacta, lo que no deja respiro ni aun en los espacios. Así puesta como la noche -boca arriba- me dejo llevar por la lectura; dice el autor:

reto

quién decide los cruces
de este azar olvidado
de este destino desierto
de este pasado que late
en la vigilia de los sueños
de este mañana que pugna
por una voz quebrada
de tanto buscar
y mucho callar

el deseo la esperanza
el tiempo el abismo
el amor la palabra
el caos el infinito

quien decida
que se atreva



Este reto abre el juego de exploración, porque si nos dejamos llevar iniciaremos un recorrido íntimo, cotidiano, por distintos lugares que esperan abrirse a una nueva mirada, es así cómo siento que descubro -como por primera vez- lo que ha estado allí siempre. Habla el poeta:

ciudad cómplice


los puentes
y los pasos que les dan forma
la luz entre los árboles
el sol en las cabezas
en las calles en la tierra
la sombra es un refugio
para tanta claridad
para tanta realidad

cruzo
atravieso busco

callo

y la ciudad
no consigue nombrarte



Estos lugares que buscan un nombre son en definitiva los que guían al lector en este viaje que oscila entre el afuera y el adentro, la voz dentro del poema descorre el velo y a veces lo que queríamos olvidar vuelve a hacerse presente con el desgarro quieto de aquello que no ha pasado aún y se abre, como una herida, en la palabra:

larga distancia

sin espacio los que en el vacío logran
sabernos entre el frío y la sed
nunca pared siempre espada
cortante en la mano de otro
que no sea la sombra del niño fabulador
con sueños en los ojos en los pies
pisa pisuela y la ciruela
en la boca entre dulce y agria
la leche en la heladera
luz de luna sobre la manteca la mermelada

«todos a la mesa»

falta mi silla
familia
y mi lugar



Cada paso hacia adentro del poema conduce inevitablemente al recuerdo del lector, a la primera forma de hogar que es la memoria, una zona de espera y esperanza en la que guardamos lo que somos, lo que soñamos; es esa memoria la que se evoca en el poema, que -como un espejo- nos refleja el silencio de la contemplación:

los dominios de la memoria

hasta qué punto la memoria nos elige
en su poder de murallas abiertas
pero soñamos ser nosotros
los que rompemos sus postigos
los que encendemos sus faroles
los que corremos el telón sin escenario
para un público que quiere cerrar los ojos

hasta dónde representar la obra
de un hombre que escribe mensajes
y los cuelga en las ramas de un ciruelo
aunque luego confunda sus palabras
con las flores tan blancas de silencio
tan frías de sangre

y los aplausos ciegos no tardan en crecer
en aplastar su cosecha muda

hasta qué momento
la memoria no es ese fruto negro
con una promesa dulce en la carne
y con un agrio recuerdo en las entrañas


Esta memoria, este fruto dulce y agrio a la vez trajo hasta mí un recuerdo: el recuerdo del artista, la imagen de aquel que busca en la piedra la forma armoniosa de la belleza, que late en cada golpe de cincel; así como el poeta, que lucha por recobrar la palabra, que entre sus manos se prefigura temerosa a veces, a veces provocadora pero siempre indefectiblemente esquiva. Éste es el poeta, el que trabaja el silencio, el que esta noche nos abre su obra, su trabajo, su razón de ser:

poema

ya en mis manos
siento el peso de haber sostenido
tanto silencio desbocado
tantas lágrimas merecidas
tanto barro en los ojos
tanto odio en los labios
tanta fe en la mentira

ya mis manos
se liberan
de palabras y de clavos
que delatan esta cruz

jueves, 31 de diciembre de 2009

El Desaguadero / Número 5


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Donde confluyen la nueva poesía y la reflexión


ENTREVISTAS


Ulises Naranjo y su documental sobre F. Lorenzo,
por Fernando G. Toledo


NOTAS Y ENSAYOS

Éramos tan inéditos,
por Hernán Schillagi

La poesía como última noticia,
por Hernán Schillagi


EL REPORTAJE HAIKU

Facundo López y su moledora de palabras,
por Hernán Schillagi


LA HISTORIA DE UN POEMA

Resistencia,
por Claudia Masin


INFORMES Y CRÓNICAS

Una maleta cargada de lluvia,
por Paula Seufferheld

Las lecciones del destino,
por Sergio Pereyra


NOTICIAS Y ADELANTOS

Una antología que dará que hablar: prólogo de Promiscuos & Promisorios,
por Dionisio Salas Astorga


RESEÑAS CRÍTICAS

La invasión de las «antojolías»,
por Fernando G. Toledo

Aquel que ayer nomás decía…,
por Gastón Ortiz Bandes