miércoles, 30 de junio de 2010

El último juguete posible

El ático, Daniel Mariani, Ediciones del Copista, Córdoba, 2009, 55 págs.
Ilustraciones: María Elena Bazán


por Hernán Schillagi



El secreto mejor guardado de todo poeta es el siguiente: escribir para modificar indirectamente el pasado a su gusto y conveniencia. Pero si ese tiempo pretérito es la infancia, cuánto más todavía hay para transformar con sustancias como la metáfora y las imágenes.

En El ático, Daniel Mariani (Córdoba, 1981) realiza una propuesta serial tan inquietante como perturbadora al titular cada uno de los poemas de su libro con el nombre de un juguete o un juego: «Deslizo un auto rojo/ por la mesa de vidrio./ Nadie ve cómo pruebo su destino sin frenos/ en el borde,/ en el aire,/ en el peso/ que abre su cuerpo indestructible/ para que yo entienda/ la muerte de mi padre» (Duravit). Ya desde el primer poema, un inocente elemento de recreación se transforma en el prisma donde la luz de la realidad se irá descomponiendo hasta mostrar lo sórdido que hay detrás de cada recuerdo, de cada olvido.

Si repasara desprevenido el lector todo el índice, hasta podría caer en la nostalgia: Bicicleta, Trompo, Barco de papel, Barrilete; entre otros entretenimientos infantiles clásicos. Es aquí donde la trampa de Mariani comienza a activarse. Ya que en poemas breves y precisos en adjetivación, un latigazo nos enfrenta a una condensación feroz que nos hace volver la mirada hacia un lugar que creíamos intocable: «Escarbé con una idea y una pala/ pero el mundo era demasiado grande… (Arena)».

Pero hay un par de preguntas que, a medida que avanzan los poemas, comienzan a rondar. La primera, «¿en qué consiste el juego?». Mariani revuelve entre los cajones de las palabras para apilar versos como en Rastis, donde logra construir un caligrama sutil y efectivo. También la elipsis es una herramienta lúdica, pero que es utilizada para constituir un sentido, es decir, la fragmentación de los recuerdos: «Papá y el abuelo saben / que cada palabra es una guerra. / Juegan. Mueren de a poco, callados… (Ajedrez)». La otra pregunta que se asoma y pide gancho al autor sería, «¿para qué juega?». Si Roberto Arlt propuso a la literatura como un juguete rabioso, en los rincones de El ático hay una voz que muestra a la poesía como el último de los juguetes posible para un adulto. Un juguete oculto que funciona como un talismán profano para distraer la muerte de los seres queridos, de los momentos felices y, de algún modo, reemplazarlos ante la soledad.

Como afirma Vlady Kociancich: «los niños no sólo crecen en altura sino en profundidad, como las plantas marinas, invisibles hasta que una ola casual las arrastra a la superficie y su rareza desconcierta». Entonces en El ático, lo que sorprende es la honestidad y el lirismo reflexivo –escasos en estos tiempos de cartón pintado- con los que el poeta nos invita a su juego.

Algunos poemas de Daniel Mariani



RASTIS

Unir,
apilar,
disponer
rastis como palabras.
Algún dios pequeño y fugaz
me ofreció estas partes,
impredecibles y exactas,
para ordenar el universo.


TELÉFONO

Cuando cumplí tres años
me regalaron un teléfono
para que hablara con papá.
El primer día corté el cable:
no soportaba los límites espaciales.

Recuerdo el verde oscuro,
los hombres altos y serios
que lo llevaron del brazo,
como me llevaba él
cuando íbamos a jugar.

Algunas noches,
cuando fumo su pipa,
responde mis palabras
con señales de humo.

PELOTA

Mi casa no tenía patio
y el balcón estaba prohibido.
A escondidas abría la puerta
y arrojaba la pelota por la escalera.
Había algo en su viaje.
Una esfera de colores
no necesitaba manos,
ni pasos,
ni miedo
para explorar el mundo.

Yo llegué libre.
Me vistieron,
me guardaron en un moisés,
en una cuna,
en un departamento.

Desde mi ventana se ven los pájaros
jugar con el aire.


GUSANO

Se desprende de la tierra,
cuerpo que ondulan
escaleras del aire,
casi de la luz.
Pero inevitablemente cae
ante el peso de una verdad
que entierra sus ojos en el polvo de la historia.

Así, como el gusano, escribo.

domingo, 20 de junio de 2010

De la relectura (o en busca del niño perdido)



por Sergio Pereyra

El inventario mental de los libros leídos en los últimos meses arroja un saldo que causa estupor: en lo que a lectura se refiere me comporto como un chico: quiero que una y otra vez me cuenten el mismo cuento: es decir: no he leído nada nuevo. Prueba de ello es la restitución a sus propietarios legítimos de tres o cuatro libros sin siquiera hojearlos, porque su presencia, con ese halo de pobres criaturas urgidas de amor, me resultaba intolerable. Es decir: sólo en la relectura encuentro placer.

Vengo, por ejemplo, de zambullirme el fin de semana en “Una hermosa niña”, relato de Truman Capote donde se despliega la figura encantadora, luminosa y siempre frágil de Marilyn Monroe. Tal era al menos la impresión que mi memoria había conservado de lecturas anteriores: la pequeña estaba en primerísimo primer plano. En esta ocasión, sin embargo, algo distinto ocurrió: por primera vez reparé en su compañero de aventuras, el propio Truman ficcionalizado (TC). El truco de Capote consiste en presentarse como el reverso exacto de Marilyn: cáustico, cerebral, cínico, revulsivo. Una anécdota sexual de TC con el astro de cine Errol Flynn resulta de lo más ilustrativa al respecto. Entonces, allí está: ante nosotros la pareja perfecta: la bella muchacha y el maricón de lengua afilada.

No obstante, este personaje, TC, acaso contagiado de la fragilidad de su interlocutora (¿de su interlocutora o de su nostalgia de ella? Eso nunca lo sabremos. Las cronologías nos dicen que las acciones narradas datan del 55, que Marilyn murió en el 62 y que el libro fue publicado en el 80. Y esto, al fin y al cabo, es literatura), TC, decía, hacia el final pierde su máscara, cuando en medio del estrépito de las gaviotas, grita: Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿por qué es una mierda esta vida? (más que nunca hay la impresión del aullido lanzado a través del tiempo y la muerte).

Y yo, este sábado, no pude sustraerme a su influjo que me envolvió por los cuatro costados, tanto que, si busco un paralelo en mi propia historia debo remontarme muy lejos, a mis veinte años, cuando, lapicera en mano y un nudo en la garganta, leía a Lorca (Porque te has muerto para siempre,/ como todos los muertos de la Tierra,/ como todos los muertos que se olvidan/ en un montón de perros apagados), Vallejo (Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… Yo no sé!), Auden (Detengan los relojes/ desconecten el teléfono/ denle un hueso al perro/ para que no ladre/ Callen los pianos y con ese/ tamborileo sordo/ saquen el féretro.../ Acérquense los dolientes/ que los aviones/ sobrevuelen quejumbrosos/ y escriban en el cielo/ el mensaje.../ él ha muerto).

Auden, Vallejo y Lorca releídos

Ahora bien, que un enunciado que condensa una actitud que yo juzgaba adolescente fuera causa de tan vivo estremecimiento, tiene para mí un significado por lo menos ambiguo. Porque, si por un lado, demuestra mi permeabilidad a la amargura destilada en una queja; por el otro, no puedo obviar el hecho de que lo hace en el terreno de la literatura y no en el de mi experiencia cotidiana, donde tan a menudo me siento petrificado. Más tarde, y con la perspectiva que regalan los días, llegué a la conclusión de que no había inocencia alguna en el gesto inicial de tomar ese libro y no otro, pues su contenido me era familiar; y que quizás secretamente buscaba era reavivar una llama.

Entonces, y a diferencia de la lectura cuyo atractivo radica en la novedad, podría ser que la relectura fuera una especie de llave para regresar a habitaciones antiguas, conocidas y perdidas; habitaciones, sin embargo, de algún modo queridas. Y si, como afirma Hugo Mujica, debería uno encontrar aquello que la poesía (y el texto de Capote, pese a estar escrito en prosa, lo es) nos hace ver y decir sobre nosotros mismos, esta relectura puso bajo mi ojos la intuición, si no la certeza, de que los años amontonados a mi espalda no han modificado mi afinidad con cierto nihilismo dolido, desesperado; y que, por lo tanto, en algún lugar (y esto es pura metáfora) continúo siendo un hermoso niño.

viernes, 18 de junio de 2010

El año de la muerte de José Saramago




A los 87 años murió el Premio Nobel de Literatura, José Saramago. Fue novelista, poeta y periodista. Sus cenizas serán esparcidas en Portugal, su país natal, y en la isla española de Lanzarote, donde residía junto a su esposa.
El escritor portugués murió este viernes en su casa de la localidad de Tías, en la isla española de Lanzarote, donde residía, tras una larga enfermedad a pesar de la cual se mantuvo activo casi hasta el final de su vida.
Nació el 16 de noviembre de 1922 en el pueblo rural de Azinhaga, cerca de Lisboa, bajo el nombre de José de Sousa Saramago. Fue más conocido por el apodo de su familia paterna, Saramago, que el funcionario del Registro Civil añadió al inscribirlo.
A pesar del prestigio que ganó con sus libros anteriores, obtuvo una fuerte popularidad cuando su novela El evangelio según Jesucristo no participó del Premio Literario Europeo por prohibición del gobierno de Portugal, que lo catalogó como una «ofensa a los católicos». Como acto de protesta, Saramago abandonó su país en 1993 y se instaló en la isla de Lanzarote, con su mujer.
En 1998, la Academia Sueca de las Letras encontró a Saramago merecedor del Premio Nobel de Literatura en mérito a un trabajo que «con parábolas sustentadas con imaginación, compasión e ironía continuamente nos permite captar una realidad fugitiva». Fue el primero y hasta ahora único autor de Portugal que recibió éste premio.
Cualquiera que se acerque a leer alguna de sus novelas como La balsa de piedra, Todos los nombres o La caverna podrá reconocer la poderosa pluma lírica y reflexiva que recorre sus historias. Sin embargo, el portugués contaba con un grupo de poemarios que en 2005 recogió Alfaguara en su Poesía completa. De ese libro compartimos estos poemas.




Hasta el fin del mundo

Ya es tiempo, Inés, el mundo acaba
En que el amor fue posible y urgente;
La promesa tallada en esa piedra,
O se cumple hoy, o todo miente.


Aquí la piedra cae

Aquí la piedra cae con sonido distinto
Porque el agua es más densa, porque el fondo
Se asienta firmemente en los arcos
Del horno de la tierra.
Aquí se refleja el sol y roza la superficie
Una rojiza canción que el viento esparce.
Desnudos, en la orilla, encendemos convulsos
La hoguera más alta.
Nacen aves en el cielo, los peces brillan,
Toda la sombra se fue, ¿qué más nos falta?



Vértigo


No va el pensamiento a donde el cuerpo
No va. Emparedado entre rocas,
Hasta el propio grito se contrae.
Y si el eco remeda una respuesta,
Son cosas de la montaña, son secretos
Guardados entre las patas de una araña
Que teje su tela de miseria
Sobre la piedra suspendida de la cuesta.

domingo, 6 de junio de 2010

Arte de ilusión, de elevación y de engaño

Las artes poéticas

Borges, Horacio, Girri, Pizarnik y Alberti: en el caleidoscopio de las artes poéticas


Por Paula Seufferheld



Las artes poéticas constituyen un material muy valioso para reflexionar sobre el género. Aquí no hay miradas externas que conceptualizan sobre el origen de la poesía, sus funciones o destinatarios. Por el contrario, en ellas es la voz del poeta la que se alza para decir lo que sabe. Un poco hace lo mismo el maestro de magos cuando revela sus secretos para que su arte no perezca.
Desandando el camino de varias artes poéticas intento arrojar luz –y algunas sombras también- sobre algunos interrogantes que nos hacemos constantemente quienes escribimos poesía.


¿Qué es poesía? (Mato tu esperanza romántica: no eres tú)

«¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario», decía Luis Cernuda refiriéndose a la poesía. Al analizar las preguntas iniciales de esta cita, trato de imaginar el momento inmediatamente anterior a la irrupción del poema. Su silencio concreto. Su materialidad preverbal: todo está allí, sin embargo calla. De pronto, un sonido agobia la mente del poeta, forma palabras que comienzan a descomprimir una sucesión de percepciones abigarradas: visiones inusitadas –como las de Cernuda- pero también fantasmales. El caos se agrupa en una tirada de versos sin dejar, paradójicamente, de ser caos. La poesía cumple, otra vez, su propósito de sorpresa y originalidad.

Pero la poesía no solo sacude allí donde la piedra más se resiste, es también promesa de belleza, de goce estético, de escritura y lectura apasionada. Horacio que intuía estas particulares características, clamaba: Poesía, si me concedes tus favores/ creceré tan alto/ que mi frente se clavará como una viga/ entre las mismas estrellas». Llevar a la lengua a su nivel más elevado, desatarla de sus ligaduras cotidianas para que ascienda a ese cielo iluminado, debe ser otra tarea del poeta. Pero esa operación de «extrañamiento» del lenguaje no solo implica un acto de elevación, sino también de magia. Otro poeta, Carlos Barbarito, así lo describe: «Por más que hable con palabras de diccionario o aparentemente comunes, lo que de ellas hace el poeta, en su alquimia, en las sucesivas destilaciones, en la búsqueda de otros planos, de otras significaciones, las sitúa en otra parte, las emparenta con la magia, las llena de poderes, las convierte […] en intrincados jardines encantados».


Sorpresa, belleza por elevación, magia. Para que exista una poesía que convoque estos elementos necesariamente tiene que intervenir el engaño, capaz de trastocar la crudeza de la existencia en material bello y sensible. Como versó Borges, hay que «convertir el ultraje de los años/ en una música, un rumor y un símbolo,// ver en la muerte el sueño, en el ocaso/ un triste oro, tal es la poesía». Pero este fraude no es estafa, más bien es un antídoto frente a una realidad que Gelman imaginó como un martillo que bate las telitas del corazón.

Finalmente, la poesía es lugar propicio para la reflexión filosófica: «un elemento de controversia/ que nos lleve a lo paradojal […] una premisa constante, la duda,/ indagando en la realidad,/ buscándola fuera del contexto». (Alberto Girri).

¿Para quiénes escribir poesía?

«Hago mis economías
pero mis pocas palabras
aunque de todos, son mías».

Rafael Alberti


Para nosotros mismos que pretendemos, como la Pizarnik, leer en nuestro llanto.
Para aquellos que todavía no pierden su capacidad de asombro y fracasan todas las veces buscando redención en los versos.
Para los amigos que esperan de nosotros, además de los gestos y modos habituales, ese puñado de poemas que nos define de frente como la más impiadosa foto carnet: así somos, así pensamos, así miramos el mundo, así lo cantamos.
Para ese lector solitario que nunca conoceremos y ahora o en el futuro, mientras deja enfriar un café, nos lee por azar, recomendación u obligación –poco importa cómo hemos llegado a sus manos- y se alivia de que alguien haya dado con las palabras precisas para traducir sus ideas y emociones.
«Para los pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin oírme, está mi palabra» (Vicente Aleixandre).


Algunas artes poéticas


Del oficio del poeta

Hay que incendiar a la poesía
y cantar luego
con las cenizas útiles.

Jorge Boccanera

*

Poesía Vertical XI – 3

Una escritura que soporte la intemperie,
que se pueda leer bajo el sol o la lluvia,
bajo el grito o la noche,
bajo el tiempo desnudo.

Una escritura que soporte lo infinito,
las grietas que se reparten como el polen,
la lectura sin piedad de los dioses,
la lectura iletrada del desierto.

Una escritura que resista
la intemperie total.
Una escritura que se pueda leer
hasta en la muerte.

Roberto Juarroz

*

Arte Poética

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.

Jorge Luis Borges


martes, 18 de mayo de 2010

El cubano Waldo Leyva ganó el X Premio Casa de América de poesía


Comunicado de prensa de Casa de América


Reunido en Granada el 15 de mayo, el jurado calificador del X Premio Casa de América de Poesía Americana integrado por Jorge Boccanera (Argentina), Julia Escobar (España), Luis García Montero (España), Jesús García Sánchez (España), Andrés Pérez Perruca (España), Benjamín Prado (España), Juan Manuel Roca (Colombia) y Anna María Rodríguez-Arias (secretaria), concedió por mayoría el Premio de Poesía Casa de América al libro El rumbo de los días del poeta cubano Waldo Leyva.
Casa de América y Editorial Visor Libros comparten la convicción de que la poesía es la más alta expresión artística y que en su cultivo y difusión radica una de las claves de la educación para la democracia. Más aún, en las fronteras de la palabra creadora se juega hoy el destino de la cultura misma como testimonio supremo de la aventura humana. Por ello, el X Premio «Casa de América» de Poesía Americana aspira a estimular la nueva escritura poética en el ámbito de las Américas, con especial atención a poemas que abran o exploren perspectivas inéditas y temáticas renovadoras.
Waldo Leyva, nacido en 1943, es poeta, ensayista, narrador y periodista. Ha publicado, entre una veintena de libros, De la ciudad y sus héroes (Premio de poesía, Editorial Arte y Literatura, Cuba, 1976); Breve antología del tiempo (Cuadernos el Vigía, Granada, España, 2008); Remoto adagio (Ediciones Unión, La Habana, 2008); Asonancia del tiempo (Fundación José Manuel Lara, Ediciones Vandalia, Sevilla, España, 2009); Los signos del comienzo (Monte Avila Editores, Caracas, 2009.
El jurado destacó la emotividad profunda de los poemas de Leyva, la variedad de registros, su intenso lirismo y el dominio de la métrica clasica que contrasta con su modernidad expresiva.


Tres poemas de Waldo Leyva



La distancia y el tiempo


Tú estás en el portal, apenas has nacido.
Caminas hacia el mar y, cuando llegas,
tienes el pelo blanco y la mirada torpe.

Desde la costa se ven las tejas rojas de la casa.

Si quieres regresar, ya no es posible;
a medida que avanzas se borran los caminos.

Tu camisa de niño aún está húmeda
y la veleta de abril en el cordel
indica para siempre la dirección del viento.

Qué gastadas las uñas,
qué frágil la memoria,
qué viejo tu zapato por la arena.

*

Utopía


¿Qué color puede tener mañana el día?
Estamos en verano,
si te detienes a pensar,
si juntas todas las horas de tu vida
tal vez logres imaginar
los olores del amanecer.

¿Qué color puede tener mañana el día?
El canto de algún pájaro perdido,
los ojos del que va a tocar tu puerta.
Ningún día es igual, y tú lo sabes,
pero quieres que mañana
y todos los mañanas de mañana
se parezcan a un día de hace tiempo.

¿Qué color puede tener mañana el día?
Quizás no todo el día, ni siquiera una hora,
sólo el minuto aquel, el segundo preciso
en que pudiste ver como en un sueño
el azul intocable de esa isla.

*

Asonancia del tiempo

Si ya no estoy cuando resulte todo,
cuando el tiempo en que vivo ya no exista,
cuando otros se pregunten si la vida
es el triunfo del hombre, o es tan solo

un perenne comienzo, un grito sordo,
un rasguño en la piedra, la porfía
inútil del abismo, pues la cima
puede llamarse altura porque hay fondo.

Cuando todo resulte sólo quiero
que alguien recuerde que al fuego puse
mi corazón, el único que tuve,

que yo también fui un hombre de mi tiempo,
que dudé, que confié, que tuve miedo,
y defendí mi sueño como pude.

domingo, 9 de mayo de 2010

Pronóstico del tiempo: viento Zonda

(Crónica poética a mitad de semana)






Ciclo de poesía El Desaguadero:



«SALA DE PRIMEROS AUXILIOS»


Paula Seufferheld

Fernando G. Toledo

Hernán Schillagi


Música:

Gastón Abdala


Miércoles 5 de mayo, Magdalena Bar (San Martín, Mendoza)



por Cecilia Restiffo


Primeros síntomas

Son las ocho de la tarde y como animales sin rumbo salimos en busca de un lugar. El viento cálido arremolina la hojarasca que vence los ojos en cada esquina, nuestro viento Zonda ha comenzado a soplar tal como lo advirtió el meteorólogo a la mañana. Nos sentimos agitados, nerviosos, nos duele la cabeza, la boca seca pide el auxilio que se asoma tenue en un bar de esta ciudad. Decidimos entrar.

Somos diez, como los mandamientos, como los dedos de la mano, como los diez pasos ante un duelo; en medio de esta noche de miércoles que se avecina en ambulancia para auxiliarnos el corazón agitado de semana.

Tomando el pulso

Llegamos a tiempo, los poetas aún prueban el sonido y la paciencia de una luz que se prende y apaga dejando titilante el escenario; buscamos una mesa y acodados como en una película de cowboys esperamos que algo comience a suceder. Las mesas se van llenando, a un tiempo entran hombres y mujeres ataviados de horas extras. El lugar se agolpa de abrigos olvidados y las sillas se abanican hacia el escenario en ocre. Un murmullo de complicidad se va acallando. Mientras los escritores saludan a propios y extraños que vienen a atender su dolencia de rutina.

Paula arranca: «Así como la música amansa las fieras, algunos dicen que la poesía cura las heridas y lesiones que no pueden verse ni a través de rayos X». Herido del día, contuso de tanta rutina; el público termina de llegar y ahí está ella esperando entre un botiquín lleno de textos y la emoción de la bienvenida.

Lea el prospecto atentamente

La lectura de textos se inicia y a cada poema le sigue un aplauso o un silencio que acompaña al lector en la huida hacia el sentido, hacia las emociones que suturan despacio los ruidos de la calle para dejarnos al descubierto, desnudos frente al texto. Escucho entonces a Fernando: «[…]Pero sobre la pared cuelga una foto que nos retrata/Y que desliza sobre este presente/Espectros de lo que yo sería/Y no soy». El eco del último verso me llena de inquietud, miro de reojo buscando señales pero todos perciben la molestia de lo dicho, como el estetoscopio frío que trata de escuchar el latido del alma.

Me subo a la camilla

Tomo una cerveza negra que, como la boca de un aljibe, me tienta a su fondo. La atmósfera sube con el humo de los cigarrillos. Entra al escenario Gastón y esa guitarra, que hace llorar a los sueños, emite un blues, se mezcla entre la gente y sale a la luna de mayo que, amarilla, espía esta ceremonia poco común. Luego Seufferheld arremete: «Temo tu silencio. Mi habilidad/para descubrirte se gasta como los días/en la punta de los zapatos…»


Diagnóstico reservado

Los poetas siguen desmadejando el ovillo y suenan las palabras: «[…]soy para las ventanas iluminadas ‘la que anda sola’ ‘la loca/ de la bicicleta’ me gusta pensar que por mí los niños/corren a refugiarse bajo las sábanas y esperan historias/ que les cierren los ojos a la verdad/donde el amarillo sucio de mi pelo/corone el rostro de sus brujas y madastras…». Hernán ha terminado y de pronto la luz titilante se apaga, la espectación de los oyentes tensa la corta oscuridad. Luego vuelve a encenderse como un efecto especial del show, todos festejan la ocurrencia. Pero yo sé la verdad, nadie la ha apagado, o tal vez sí.

Mejoría en aumento

El final se acerca, la guitarra vuelve y con ella el agradecimiento de los aplausos. Schillagi anuncia: «[…] la lectura de poesía permite que lo cuestionemos todo para que, sin notarlo, las defensas se nos vayan subiendo y seamos más difíciles a de atrapar. Ante la menor duda, ya saben, consulten con su poeta de confianza[…]». Me inclino hacia mi mesa para compartir un brindis, todos estamos emocionados. Una mirada húmeda nos delata, la cura a llegado al fin, y esta sala de primeros auxilios se llena de abrazos y felicitaciones.

Por la puerta abierta hacia al parque, un viento fresco me trae el aroma de la lluvia, suena un jazz de los cincuenta. Ya no somos diez: somos más, resistiendo a la gripe, a la malaria, a la asfixia que causa el silencio.




Poesía de primeros auxilios


20


El abismo es el punto de partida
¿Y si el más grande error fuera moverse?
Ya no quiero equivocarme No quiero
Cederle más terreno a la distancia
En este viaje de intensa parálisis
Con rumbo al ojo de un rostro vacío
Moverse es como alentar un encuentro
Un encuentro imposible como todos
Puesto que todo encuentro es imposible
«La gente siempre se muere esperando»
Oí decir una vez Y el error
Es un hilo que se enreda en las horas
Nadie después de que ha partido puede
Regresar Ya no quiero equivocarme.

Fernando G. Toledo, en Viajero inmóvil (Libros de Piedra Infinita,2009)

*

rosa de los vientos



quisiera trasladarme como todo el mundo
con una orientación fija
sólo la circulación de mi sangre permite
que la velocidad haga entrar por la caladura
de mis sandalias el poco viento de las noches de verano pedaleo
y mis piernas son como una brújula en el polo norte
que ha perdido su compás magnético
soy para las ventanas iluminadas «la que anda sola» «la loca
de la bicicleta» me gusta pensar que por mí los niños
corren a refugiarse bajo las sábanas y esperan historias
que les cierren los ojos ante la verdad
donde el amarillo sucio de mi pelo
corone el rostro de sus brujas y madrastras

por eso el cielo áspero es otro asfalto gris por eso
la lluvia se convierte en brea y mi viaje sin orillas
entra en un pantano viscoso para morderle el cuello
a la bestia que grita mi nombre por los aires

Hernán Schillagi (inédito)

*

Al cielo por elevación


«El mejor momento es cuando forma un globo por encima de tu cabeza, ahí te metés». Entrás a la soga tensa de la infancia con tu amiga. Picante, picante, más rápido. La cuerda te peina el flequillo haciéndote cosquillas. Saltás en la tierra dura de un patio. El de tu escuela, entre el jardincito y la dirección. Picante, picante, más rápido. Ahora la soga baja para que brinqués agachada. Tu ritmo es perfecto y, antes de elevarte, oís el látigo de la cuerda en el piso. Mirás a tu compañera: sincronía ajustada del arriba y abajo. A veces es ella; otras, sos vos. Siempre alguna se agita, se ríe como disculpándose y pisa la soga. Ya no te acordás si corren a tomar agua o se arreglan el pelo. Están fuera de juego. Y el recuerdo se vuelve este cuaderno con tachones, esta pena de pies atados a la tierra.

Paula Seufferheld (inédito)

miércoles, 28 de abril de 2010

Historia del poema Puentes de Alicia Genovese




Cómo escribí Puentes








por Alicia Genovese
(Especial para El Desaguadero)

Puentes es un poema largo que se convirtió en libro. Reconocer que era un libro me llevó todo el camino de tránsito por su escritura, un tiempo que me hizo volver a cruzar introspectivamente ciertas vivencias y a reconocerme en ellas, un tiempo de búsqueda formal para darle espacio a su poderosa insistencia. Este poema, y creo que por eso lo elijo, ha sido el que más dificultades me impuso, el que más preguntas me trajo, en buena medida por su caudal de escritura, que me iba llevando por desvíos y accesos impensados, y me iba abriendo zonas que yo reconocía conectadas, pero que lo volvían poco manejable. Era un poema descontrolado aunque lograba sostenerse en un único tono, ese tono de monólogo que me resulta todavía hoy tan cercano. Cada escena que recorría por la vía de un puente, y que intuía iba a sumarse y a ser absorbida en el agua del poema, me devolvía a su inicio, a la imagen icónica y reflexiva del puente. «Puentes» parecía una masa inagotable, como si se reservase siempre algo más, que la escritura, o cada intento fragmentario de escritura, no terminaba de desmadejar.

Puentes empezó con una anotación en un momento clave de mi vida. Volvía de Estados Unidos donde había vivido cinco años y desde donde había decidido retornar, sin tener demasiado claras las razones. Sin embargo, aquí estaba de regreso, con una panza enorme, a poco de parir. Mi infancia y mi adolescencia las viví en la zona sur de Buenos Aires, en Lomas de Zamora, en Llavallol, hice la secundaria en Bánfield. El cruce de los puentes para llegar desde el conurbano a la Capital Federal fue algo habitual desde mi infancia, pero no tan cotidiano como para que perdiese su aura de acontecimiento cada vez que ocurría. Puente Alsina, fue el primero, para ir a la casa de mi abuela materna en Pompeya, Puente Vélez Sarsfield después, por donde mi papá me llevaba a veces, al taller en el que trabajaba. Puente Pueyrredón, ya más grande, cuando conocí el Centro de Buenos Aires. El cruce de los puentes durante años había sido una divisoria, entre el lugar propio y el menos conocido, como si después del puente estuviera el mundo, un mundo que todavía no había recorrido y que me parecía fascinante. Su paisaje era lo que siempre había visto, pero al cruzarlo después de tanto tiempo de haber vivido en otros paisajes y en otra cultura, más ordenada, más prolija, significó una experiencia nueva. Fue una especie de fogonazo, de atardecer repentino que me hizo reconocerme atada a un lugar como no sabía que lo estaba. Cruzar otra vez uno de esos puentes, ver el Riachuelo con su agua pesada y brillosa al ras del sol, tomar por la avenida Pavón hacia el sur para ir a la casa de mis padres, era como entender sin poder explicarlo por qué estaba allí. Por qué desaparecía y se aclaraba esa molestia que me había acompañado (aunque intentara ignorarla) durante los años afuera. Una molestia que tenía relación con sentirme extranjera, con la inquietud que me generaba viviendo fuera de Argentina, pensar que, por más atención que pusiera en lo que me rodeaba, no comprendía del todo los códigos de ese otro lugar y de esa otra cultura, que algo siempre se me estaba escapando.

Puentes fue primero una imagen que anoté en una libreta y no pude seguir. La retomé mucho después cuando escribí toda la primera parte del poema que se produjo de un tirón y fue decisiva para el tono del poema. Pensé entonces que iba a ser eso solo, un poema medio largón que no podía relacionar con otros poemas que venía escribiendo, más líricos digamos, menos narrativos, y que luego formaron parte de El borde es un río. Pero Puentes siguió haciendo sus propias conexiones que me llevaban a seguir escribiendo y seguía así, planteándome obstáculos: ¿Lo cortaba en poemas breves cada uno con un título? ¿Los numeraba como partes de un todo? Hacer eso era bastante fácil y todo quedaba muy organizado, muy armado en pequeñas escenas independientes, cada una con su peso. Pero no me conformaba, el poema perdía fluidez y esa sensación de recurrencia, de eterno retorno que yo vivía con su escritura. Así me fui planteando unir todo el material (que todavía no era todo), usé breves engarces de dos o tres versos que incluían la imagen del puente y que generaban una especie de ritornello, sin la regularidad ni la repetición literal clásica. Otras veces, usé un blanco simple, que conectaba un momento y otro a través de una asociación más o menos libre.

En algún momento del proceso, con mucho escrito me trabé. No podía darle un cierre y tal como estaba, no me convencía. Entonces comencé a sacar fotos. Iba a los lugares que ya había nombrado y a otros que recordaba menos, con una cámara manual, con películas en blanco y negro, con rudimentarios conocimientos de fotografía y tomaba fotos. Cuando revelaba aparecían cosas maravillosas: fantasmas, texturas, sombras. Incorporé las fotos a la escritura, hablé de ellas y el poema se destrabó. Le puse punto final un verano entre los puentecitos del Delta cruzando nuevos ríos y arroyos.


Puentes
(fragmentos)*



Puente Avellaneda, Pueyrredón
Puente Alsina cambiado el nombre
en los mapas,
por el mismo zanjón del Riachuelo
Puente La Noria. Pasajes
al otro lado de la ciudad;

no son postales congeladas
mis idas y vueltas
sino pigmentos tornadizos
como la capa de asfalto
El paso capturado y la mirada
en la misma
agua grasosa que no absorbe
el desecho químico. Amargor
que queda flotando en la superficie
como en el cuerpo
lo inasimilable

Hay un pozo imantador
en este cruce
de puentes suburbanos
que en cada pasada
me desvía
hacia tiempos suspendidos
como hacia un carril
de detención
Petróleo muerto, desgastes
erosión obsesiva
que no ha logrado disolver
cierta hora de niebla temprana
y cielo opaco para llegar
al sitio de los comienzos
Más allá, del otro lado
el viento para en los oídos
y empieza la gravedad, la filigrana
de pequeños actos perecederos
y su trazo enmarañado
Pero aún sobre el puente, suspensa
puedo asir del trayecto
el goce a futuro
de la expectativa,
ese rocío ensoñado que fue
siempre a escondidas, una forma
instantánea de felicidad

***

El puente es el lugar del nómade
la única construcción que se permite
su fuga, su visa
su salvoconducto

De Colorado recuerdo
un pueblito fantasma
abandonado al correrse
la frontera del oro:
mecedoras quietas en los porches
sin peso, sin cuerpos;

carril de detención,
en tu zona de baja velocidad
tu pueblito fantasma,
espacio sobrecargado
y nadie, lugares
de mala combustión
Retardo, retorno
al paisaje ausente,
sustancia que no termina
de entenderse con el agua
ni se deja dócil traspasar

Pasos del Riachuelo,
garganta de agua pesada
que me vuelve
costosamente a mí

***

A la pensión de San Cristóbal fueron
de civil, de casualidad
no estaba y ese mismo día
me mudé, dormí
en casas de amigos
que después fui perdiendo
Alrededor se deshacía
el espacio urbano
en centros y campos inhallables
de detención
Lo poco que nacía
parecía deshecho
en cada esquina, un patrullero

***

Avellaneda, antesala o salida
mugrosa de Constitución por el ramal
ferroviario general Roca
Galpones de chapa de aluminio
y manchas onduladas de óxido
siguiendo en el acanalado
la inclinación de las lluvias
Cementerio de trenes, hierros
amontonados en los carriles secundarios
y el mismo letargo
el mismo súbito entristecimiento
cada vez que se cruza;
preguntas, proyectos
sin conseguir pasaje

Le digo a mi hija
que me gustaba viajar
en los escalones altos del tren
al lado de las puertas,
un día
que la línea electrificada no funciona
y subimos a un adicional
de vagones en ruinas
¿Es a vapor? pregunta
y la locomotora se convierte
en una ilustración de enciclopedia

Herrumbre de vigas inclinadas
cuarenta y cinco grados, remaches
en los puentecitos,
tallas ásperas del ferrocarril
sur. La voz de Manal
en los setenta interrumpiendo
el triste descampado;

algo me anuda
a mí
como una caricia

Alicia Genovese, en Puentes (Libros de Tierra Firme, 2000)

*La obra es un poema de unas 45 páginas y se nos hizo imposible reproducirla por completo, como estaba en el ánimo de la autora y los redactores.

El español Francisco Brines gana el premio Reina de Sofía




Madrid, 28 abr (EFE).- El escritor y académico español Francisco Brines ganó hoy el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, por ser, en opinión del jurado, «un gran poeta metafísico, cuya obra nos enseña a vivir» y está marcada por «el tiempo y la resignación ante el paso del mismo».
El galardón, fallado en el Palacio Real de Madrid y dotado con 42.100 euros (casi 55.500 dólares), reconoce una aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España realizada por un autor vivo a través del conjunto de su obra.
El premio ha sido otorgado a Brines tras un debate «muy reñido», dada la alta calidad de la obra de los candidatos, según revelaron varios miembros del jurado en la rueda de prensa en la que anunciaron el fallo.
Entre los candidatos a la XIX edición del Premio, uno de los más prestigiosos de este género en el ámbito iberoamericano, figuraban el nicaragüense Ernesto Cardenal, la uruguaya Cristina Peri Rossi y el portugués Antonio Ramos Rosa, así como los españoles María Victoria Atencia, Julia Uceda y Carlos Edmundo de Ory.
El poeta Jaime Siles definió al ganador como «un gran poeta metafísico», alguna de cuyas obras, como El otoño de las rosas constituye «una de las cimas» de la poesía española.
Académico de la Lengua desde 2001 y perteneciente a la denominada Generación del 50, Brines (Oliva, Valencia, este de España, 1932) ha defendido siempre la poesía «como ejercicio de tolerancia».
Su trayectoria ha merecido también premios como el Adonais, el de la Crítica, el Internacional García Lorca y el Nacional de las Letras de España al conjunto de su obra.
Brines publicó en 1959 su primer libro de poesía, Las brasas -con el que obtuvo el Adonis-, al que siguieron títulos como El santo inocente (1965), Aún no (1971), Insistencias en Luzbel (1977), Musa joven (1982), El otoño de las rosas (1986) y Catorce poemas (1987).


Dos poemas de Francisco Brines


Con quién haré el amor

En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.

Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.

Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.



El ángel del poema

A César Simón

Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la aparición del ángel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.
Después oír, saliendo del silencio y en tanta soledad,
su voz sin traducción, que es sólo un fiel entendimiento sin palabras.
Y el ángel hace, cerrándose en mis párpados y cobijado en ellos, su
aparición postrera:
con su espada de fuego expulsa el mundo hostil, que gira afuera,
a oscuras.
Y no hay Dios para él, ni para mí.

domingo, 25 de abril de 2010

El Desaguadero / Número 6



ENTREVISTAS


Entrevista a Luis Villalba
«Los poetas me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales»

por Fernando G. Toledo

NOTAS Y ENSAYOS

La revolución cotidiana

por Damián López

Muñecas rusas de la literatura: El microrrelato en la poesía

por Hernán Schillagi

Los ´90 en la poesía de Mendoza: Las malas Lenguas

Por Marta Castellino


EL REPORTAJE HAIKU

Reportaje haiku: Un viaje con Yvan Conna
por Hernán Schillagi


LA HISTORIA DE UN POEMA

Historia del poema «Esta mujer…»

por Bettina Ballarini

BIBLIOTECA

Pájaros de tierra de Hernán Schillagi

Presentación por Cecilia Restiffo


NOTICIAS Y ADELANTOS

Perdido: Borges rima con copyright

por Hernán Casciari


RESEÑAS CRÍTICAS


La ciudad de la poesía: «Ciudad Gótica» de María Negroni

por Sergio Pereyra

Bajo el amparo de las palabras: «El refugio» de Victoria Schcolnik

por Paula Seufferheld

Una mirada desde abajo: «Ni jota» de Paula Jiménez

por Cecilia Restiffo

sábado, 17 de abril de 2010

Entrevista a Luis Villalba

«Los poetas me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales»




por Fernando G. Toledo

Juan, su hijo, lo tenía claro desde el principio: «Los homenajes se hacen en vida». Por eso, desde principios de 2009, trazaba sesudamente lo que iba a ser en setiembre el homenaje a su padre. Y lo consiguió: Luis Villalba celebró así, junto a los suyos y otros colegas-artistas, sus «Setenta vueltas alrededor del sol», en una fecha de número sugerente (09-09-09), en el teatro Quintanilla.
Luis Villalba, quien entre muchos calificativos elige considerarse como un «activista del arte», recibió en la sala de plaza Independencia el tributo no sólo de sus hijos Juan, Gonzalo y Ramiro, sino también de artistas como Gladys Ravalle, Mariú Carreras, Jorge Sosa, Daniel Talquenca, Julio Rudman, Roberto Chediack, Susana Dragotta, el grupo de folclore Va de Nuevo y el guitarrista Karim Villalba.
Por ese entonces, a días de tal celebración por sus 70 años, el autor de La muchacha del café accedió a una entrevista en las que repasó algunas de esas tantas vueltas solares.

–Me gustaría ayudar a los lectores y preguntarte cómo te gustaría que te presentara. ¿Con algún adjetivo, como «poeta», «narrador», «cineasta», «activista del arte» o algo así?
–Cualquiera estaría bien si se le agregara un proverbio que alguna vez leí: «El pez que va a favor de la corriente es porque está muerto». Entonces, por eso, podría definirme «activista del arte». El arte, junto con la religión, la ciencia y la filosofía son las barreras ontológicas que hemos levantado para soportar la certeza de la nada. No tengo sentimientos religiosos y mis intereses son amplios en los otros aspectos.

–Si uno se llama «poeta» le preguntan, «¿pero de qué vivís?». ¿De qué ha vivido, subsistido económicamente, Luis Villalba?
–De todo un poco: profesor de guitarra, vendedor de galletitas, empleado público, guionista, docente… Siempre con ganas de encontrarme con los otros de turno. Los otros que me dan sentido, que no son un espejo sino un bello enigma, una pregunta sin respuesta que me ayuda a seguir. He vivido de lo que otros me han dado.

–Mediabas la treintena cuando llegó el golpe de Estado del Proceso. ¿Pensaste en irte del país?
–No. En parte porque era sólo medio conciente de lo que ocurría, a pesar de que me echaron de la Universidad y me pusieron en las listas negras de los medios de difusión. Mis hijos estaban acá y eran chicos. Fue una lotería tenebrosa. Cerca de mí desaparecían compañeros de trabajo, eran chupados delegados del sindicato con los que yo militaba. ¿Por qué a ellos sí y a mí no? No sé. El terror se trata de eso, de la falta de lógica., del capricho asesino, de la cobardía encubierta.

–Un poema tuyo, Conciencia de clase, pareciera un retrato de cierto sector del pueblo de ese entonces. ¿Es así?
–Pertenece al libro La muchacha del café. Es una pregunta que no me puedo contestar sobre la subjetividad desmembrada de un pueblo que se contradice y que a veces pienso que se anula. Decía Sartre: «No siempre somos libres para hacer, pero siempre somos responsables de lo que hacemos». Creo que un sector amplio de nuestro pueblo construye éticas a posteriori, acomodaticias. Sin embargo, también creo que cada momento trae una nueva oportunidad para crecer y muchos lo demuestran en acciones comunitarias.

–¿Has tenido alguna posición política declarada?
–He militado en el Socialismo Auténtico, en el Partido Intransigente, en el Socialismo Popular… y siempre he terminado chocando con la obediencia. No la entiendo, no me gusta. Desde hace un tiempo me acerco a todo aquello que favorece la empatía, la solidaridad, el reconocimiento de los otros, la democracia. Todo lo contrario al capitalismo que siempre es salvaje, siempre es un robo. Y la república en la que vivimos es una fachada bastante poco disimulada de la lucha entre sectores capitalistas, donde la plusvalía persiste aunque quiera negarse. Me preocupa la subjetividad enajenada y trato de resistir desde la cultura.

–Si bien estás festejando tus 70 años, falta poquísimo para que se cumpla medio siglo de la aparición de tu primer libro de poemas, Justificación de la piedra. ¿Qué intereses poéticos te movilizaban hace 50 años para ese libro y cuáles te impulsan ahora?
–La política, el amor, el sentido de la vida, forman parte insoslayable de todos mis libros, en mayor o menor medida. Justificación de la piedra es un nombre que remite al enojo, a la ira frente a las injusticias. Uno de los poemas está dedicado a Patrice Lummumba, el revolucionario africano. Mis intereses básicamente no han cambiado, aunque los expreso en la búsqueda cinematográfica experimental y en la narración literaria.

–¿Hay lecturas, autores, que te hayan acompañado desde entonces hasta ahora?
–En general he ido cambiando de gustos y necesidades. Aunque hay autores a los que vuelvo, que echaron raíces. García Lorca, Miguel Hernández, Olga Orozco, Enrique Molina, en poesía. Cervantes, Voltaire, Asturias, Joyce, Sartre, Simone de Beauvoir, Di Benedetto, Virginia Wolf, en prosa. Y también Galileo, Spinoza, Freud, Bakunin, Marx…

–Tu último libro de poemas data de 1999 y se llamó Hoteles baratos, que salió al poco tiempo de otro libro anterior, La muchacha del café. ¿Estás preparando algún nuevo trabajo?
–Sigo escribiendo poesía pero sin continuidad, hay sonidos nuevos que no termino de plasmar. Mientras tanto, estoy avanzando en una novela satírica que continúa las búsquedas de mi libro de cuentos Los cuerpos, que salió en 2005. También estoy volcando mi experiencia como docente de cine en Pedagogía del cine de autor, donde cuestiono la monoforma hollywodense y su consecuente método de enseñanza. Y en marzo (N. de la R: se ha retrasado la edición) sale un libro de cuentos para niños. Además tengo listo un guión de largometraje, que dirigirá Juan Carlos Araya.

–¿Conocés la poesía que se escribe actualmente en Mendoza? ¿Qué autores te interesan y por qué?
–Conozco poco de los jóvenes, aunque en 2008 estuve como jurado en el Certamen Vendimia de Poesía y leí libros excelentes, y me quedé con ganas de conocer sus nombres… Aprecio los trabajos de Jorge Reynals, Bibiana Poveda, Claudia Bertini… Me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales. Aunque insisto en que estoy desactualizado. Entre los veteranos me sigue sorprendiendo la vitalidad de Carlos Levy, José Luis Menéndez y Julio González, y disfruto de algunos poetas de la generación intermedia, como Andrés Oliver, Luis Ábrego, Rubén Valle y vos mismo, con una subjetividad que oscila entre la exposición y el ocultamiento.

–También has sido jurado del Certamen Vendimia. ¿Qué opinión te merece ese concurso, que pasa por ser el más importante de la provincia?
–Tiene varios problemas: los cambios en la normativa, la discontinuidad tanto en el concurso como en la publicación, y una deficiente distribución. Una lástima, porque en general los trabajos premiados son buenos y merecerían ser mejor conocidos por lectores de ésta y otras latitudes. Pero, bueno, las políticas culturales no existen.

–Hace ya más de una década, al entrevistarte, te quejaste y nos quejábamos de la manera en que se hacía la Fiesta de la Vendimia por entonces. ¿Ha cambiado algo en todo este tiempo?
–Para peor. Los funcionarios no conocen el tema y los artistas cada vez arriesgan menos. Se hace porque está en el calendario turístico, y no hay mucho más que decir.

–¿Qué podés decirme del homenaje que recibiste, sobre todo a instancias de tus hijos, en el Quintanilla? ¿A quiénes les falta un homenaje así que vos tendrás la suerte de presenciar?
–Es algo que me emociona por supuesto y lo recibí con todo cariño. Más que un homenaje lo siento como un regalo de la vida que me ha permitido hacer lo que me gusta y tener tan buenos amigos. Aunque tal vez el mejor homenaje que se le podría rendir a un artista sería el de apoyar sus creaciones y divulgarlas. En Mendoza, un lugar notable por la cantidad y calidad de creadores, persistentes y comprometidos, existe un divorcio con la sociedad y con los gobiernos. ¡Hay tantos que merecen un reconocimiento, un estímulo, un aplauso generoso por todo lo que nos hacen disfrutar!

Poemas de Luis Villalba


Conciencia de clase

Aunque ustedes imaginen la inflación
imaginen la desocupación
imaginen
las perversiones, la censura, los buenos modales
imaginen la templanza, los nihil obstat, las venéreas
el doblez del destape
y las encuestas tan familiares del hogar
el pueblo seguirá haciendo el amor sin discreción ni miramiento
atendiendo sólo a argumentos no muy serios
como los de tener ganas o muchas ganas

lo que demuestra que el pueblo tiene conciencia de clase
y/o
que no tiene ninguna clase de conciencia.

(de La muchacha del café, Libros de Tierra Firme, 1996)


Valparaíso

I
¿Cuál es el tema? se pregunta
mientras mordisquea un cigarro en la playa.
Debe haber un tema, insiste
y guarda el cigarro en el bolsillo de la camisa a cuadros.
Un amor quiero decir un miedo una rabieta
te lleva a otro sucesivamente el árbol se ramifica.

La memoria juega a recordar.
La memoria es un periodista en busca de noticias
otros le encontrarán el título.

La historia se concluye con un pisco a fondo blanco,
con un plácido suspiro y frases al estilo de no lo hice tan mal.

II
Cuando no era el vestidito eran las tías,
el cura en el espejo o las muñecas.
Bajo la sombra fresca de un desván
ella apilaba los dibujos infantiles, les prendía fuego,
el de una mujer sobre todo
que apretaba en las sienes el mundo a punto de estallar.

Acribilladas por los pequeños sonidos del verano
las caricias prefirieron los límites de su cuerpo desnudo.


III
Metió los dedos en el enchufe, en el ventilador,
en la garganta anudó un trozo de carne equina,
le estalló una arteria en la cabeza y el agua de la pileta lo asfixió.
Como epílogo se estrelló contra un monumento de bronce pintado.
El mensaje estuvo claro pero lo ignoró,
hasta el final persistió en su tesis sobre los límites y la transgresión.


IV
Ella volvía, una y otra vez a la playa ella volvía
para vigilar del mundo y de la noche una ola en la oscuridad.
A su izquierda Valparaíso escondía secretos en la carne de los caballos.
Los poetas se escondían en trabajos honrados y otras desgracias.
A la derecha concurrían las dentaduras impecables
sin hilachas en sus almas duras.
Ellos también vigilaban las olas
por aquello de que los cadáveres vuelven siempre al lugar del crimen.
Alguien le dijo
Miss, es una playa privada y usted no puede andar por aquí.
Nadie se atrevió a preguntarle el nombre que estaba escrito en las olas.


V
Entre la luz de arriba y la luz de la mesita de luz
elige la penumbra del ventanal para mirarla.
Con desenfreno le espía dulcemente el sueño,
los globitos que la respiración le forma en las comisuras.
Se aprieta el contorno espeso y la mano
en su oreja nuca espalda cadera humedad
le transmite noticias universales.


VI
Llegar, deslizarse, invadir,
escapar, escurrirse, partir,
correr, deambular, merodear,
andar por ahí, entre el escote y los zapatos.


VII
La adicción trae más inconvenientes que la sanputa.
Todo lo que no se dice
se transforma en detritus radioactivo.
Cuando uno quiere acordar la gastritis no se anda con chiquitas
y al momento siguiente la dentadura se estrella contra el piso.
Por eso, el que dice primero, come dos veces.


VIII
Las mujeres esperan con sus largos vestidos grises
para llorar a los muertos.


IX
No hay cosa más parecida a la muerte
que una mujer pariendo.


X
La buena locura de entonces
la locura cuerda
la locura sana
la locura
cura.

(de Hoteles baratos, editorial Diógenes, 1999)