martes, 18 de mayo de 2010

El cubano Waldo Leyva ganó el X Premio Casa de América de poesía


Comunicado de prensa de Casa de América


Reunido en Granada el 15 de mayo, el jurado calificador del X Premio Casa de América de Poesía Americana integrado por Jorge Boccanera (Argentina), Julia Escobar (España), Luis García Montero (España), Jesús García Sánchez (España), Andrés Pérez Perruca (España), Benjamín Prado (España), Juan Manuel Roca (Colombia) y Anna María Rodríguez-Arias (secretaria), concedió por mayoría el Premio de Poesía Casa de América al libro El rumbo de los días del poeta cubano Waldo Leyva.
Casa de América y Editorial Visor Libros comparten la convicción de que la poesía es la más alta expresión artística y que en su cultivo y difusión radica una de las claves de la educación para la democracia. Más aún, en las fronteras de la palabra creadora se juega hoy el destino de la cultura misma como testimonio supremo de la aventura humana. Por ello, el X Premio «Casa de América» de Poesía Americana aspira a estimular la nueva escritura poética en el ámbito de las Américas, con especial atención a poemas que abran o exploren perspectivas inéditas y temáticas renovadoras.
Waldo Leyva, nacido en 1943, es poeta, ensayista, narrador y periodista. Ha publicado, entre una veintena de libros, De la ciudad y sus héroes (Premio de poesía, Editorial Arte y Literatura, Cuba, 1976); Breve antología del tiempo (Cuadernos el Vigía, Granada, España, 2008); Remoto adagio (Ediciones Unión, La Habana, 2008); Asonancia del tiempo (Fundación José Manuel Lara, Ediciones Vandalia, Sevilla, España, 2009); Los signos del comienzo (Monte Avila Editores, Caracas, 2009.
El jurado destacó la emotividad profunda de los poemas de Leyva, la variedad de registros, su intenso lirismo y el dominio de la métrica clasica que contrasta con su modernidad expresiva.


Tres poemas de Waldo Leyva



La distancia y el tiempo


Tú estás en el portal, apenas has nacido.
Caminas hacia el mar y, cuando llegas,
tienes el pelo blanco y la mirada torpe.

Desde la costa se ven las tejas rojas de la casa.

Si quieres regresar, ya no es posible;
a medida que avanzas se borran los caminos.

Tu camisa de niño aún está húmeda
y la veleta de abril en el cordel
indica para siempre la dirección del viento.

Qué gastadas las uñas,
qué frágil la memoria,
qué viejo tu zapato por la arena.

*

Utopía


¿Qué color puede tener mañana el día?
Estamos en verano,
si te detienes a pensar,
si juntas todas las horas de tu vida
tal vez logres imaginar
los olores del amanecer.

¿Qué color puede tener mañana el día?
El canto de algún pájaro perdido,
los ojos del que va a tocar tu puerta.
Ningún día es igual, y tú lo sabes,
pero quieres que mañana
y todos los mañanas de mañana
se parezcan a un día de hace tiempo.

¿Qué color puede tener mañana el día?
Quizás no todo el día, ni siquiera una hora,
sólo el minuto aquel, el segundo preciso
en que pudiste ver como en un sueño
el azul intocable de esa isla.

*

Asonancia del tiempo

Si ya no estoy cuando resulte todo,
cuando el tiempo en que vivo ya no exista,
cuando otros se pregunten si la vida
es el triunfo del hombre, o es tan solo

un perenne comienzo, un grito sordo,
un rasguño en la piedra, la porfía
inútil del abismo, pues la cima
puede llamarse altura porque hay fondo.

Cuando todo resulte sólo quiero
que alguien recuerde que al fuego puse
mi corazón, el único que tuve,

que yo también fui un hombre de mi tiempo,
que dudé, que confié, que tuve miedo,
y defendí mi sueño como pude.

domingo, 9 de mayo de 2010

Pronóstico del tiempo: viento Zonda

(Crónica poética a mitad de semana)






Ciclo de poesía El Desaguadero:



«SALA DE PRIMEROS AUXILIOS»


Paula Seufferheld

Fernando G. Toledo

Hernán Schillagi


Música:

Gastón Abdala


Miércoles 5 de mayo, Magdalena Bar (San Martín, Mendoza)



por Cecilia Restiffo


Primeros síntomas

Son las ocho de la tarde y como animales sin rumbo salimos en busca de un lugar. El viento cálido arremolina la hojarasca que vence los ojos en cada esquina, nuestro viento Zonda ha comenzado a soplar tal como lo advirtió el meteorólogo a la mañana. Nos sentimos agitados, nerviosos, nos duele la cabeza, la boca seca pide el auxilio que se asoma tenue en un bar de esta ciudad. Decidimos entrar.

Somos diez, como los mandamientos, como los dedos de la mano, como los diez pasos ante un duelo; en medio de esta noche de miércoles que se avecina en ambulancia para auxiliarnos el corazón agitado de semana.

Tomando el pulso

Llegamos a tiempo, los poetas aún prueban el sonido y la paciencia de una luz que se prende y apaga dejando titilante el escenario; buscamos una mesa y acodados como en una película de cowboys esperamos que algo comience a suceder. Las mesas se van llenando, a un tiempo entran hombres y mujeres ataviados de horas extras. El lugar se agolpa de abrigos olvidados y las sillas se abanican hacia el escenario en ocre. Un murmullo de complicidad se va acallando. Mientras los escritores saludan a propios y extraños que vienen a atender su dolencia de rutina.

Paula arranca: «Así como la música amansa las fieras, algunos dicen que la poesía cura las heridas y lesiones que no pueden verse ni a través de rayos X». Herido del día, contuso de tanta rutina; el público termina de llegar y ahí está ella esperando entre un botiquín lleno de textos y la emoción de la bienvenida.

Lea el prospecto atentamente

La lectura de textos se inicia y a cada poema le sigue un aplauso o un silencio que acompaña al lector en la huida hacia el sentido, hacia las emociones que suturan despacio los ruidos de la calle para dejarnos al descubierto, desnudos frente al texto. Escucho entonces a Fernando: «[…]Pero sobre la pared cuelga una foto que nos retrata/Y que desliza sobre este presente/Espectros de lo que yo sería/Y no soy». El eco del último verso me llena de inquietud, miro de reojo buscando señales pero todos perciben la molestia de lo dicho, como el estetoscopio frío que trata de escuchar el latido del alma.

Me subo a la camilla

Tomo una cerveza negra que, como la boca de un aljibe, me tienta a su fondo. La atmósfera sube con el humo de los cigarrillos. Entra al escenario Gastón y esa guitarra, que hace llorar a los sueños, emite un blues, se mezcla entre la gente y sale a la luna de mayo que, amarilla, espía esta ceremonia poco común. Luego Seufferheld arremete: «Temo tu silencio. Mi habilidad/para descubrirte se gasta como los días/en la punta de los zapatos…»


Diagnóstico reservado

Los poetas siguen desmadejando el ovillo y suenan las palabras: «[…]soy para las ventanas iluminadas ‘la que anda sola’ ‘la loca/ de la bicicleta’ me gusta pensar que por mí los niños/corren a refugiarse bajo las sábanas y esperan historias/ que les cierren los ojos a la verdad/donde el amarillo sucio de mi pelo/corone el rostro de sus brujas y madastras…». Hernán ha terminado y de pronto la luz titilante se apaga, la espectación de los oyentes tensa la corta oscuridad. Luego vuelve a encenderse como un efecto especial del show, todos festejan la ocurrencia. Pero yo sé la verdad, nadie la ha apagado, o tal vez sí.

Mejoría en aumento

El final se acerca, la guitarra vuelve y con ella el agradecimiento de los aplausos. Schillagi anuncia: «[…] la lectura de poesía permite que lo cuestionemos todo para que, sin notarlo, las defensas se nos vayan subiendo y seamos más difíciles a de atrapar. Ante la menor duda, ya saben, consulten con su poeta de confianza[…]». Me inclino hacia mi mesa para compartir un brindis, todos estamos emocionados. Una mirada húmeda nos delata, la cura a llegado al fin, y esta sala de primeros auxilios se llena de abrazos y felicitaciones.

Por la puerta abierta hacia al parque, un viento fresco me trae el aroma de la lluvia, suena un jazz de los cincuenta. Ya no somos diez: somos más, resistiendo a la gripe, a la malaria, a la asfixia que causa el silencio.




Poesía de primeros auxilios


20


El abismo es el punto de partida
¿Y si el más grande error fuera moverse?
Ya no quiero equivocarme No quiero
Cederle más terreno a la distancia
En este viaje de intensa parálisis
Con rumbo al ojo de un rostro vacío
Moverse es como alentar un encuentro
Un encuentro imposible como todos
Puesto que todo encuentro es imposible
«La gente siempre se muere esperando»
Oí decir una vez Y el error
Es un hilo que se enreda en las horas
Nadie después de que ha partido puede
Regresar Ya no quiero equivocarme.

Fernando G. Toledo, en Viajero inmóvil (Libros de Piedra Infinita,2009)

*

rosa de los vientos



quisiera trasladarme como todo el mundo
con una orientación fija
sólo la circulación de mi sangre permite
que la velocidad haga entrar por la caladura
de mis sandalias el poco viento de las noches de verano pedaleo
y mis piernas son como una brújula en el polo norte
que ha perdido su compás magnético
soy para las ventanas iluminadas «la que anda sola» «la loca
de la bicicleta» me gusta pensar que por mí los niños
corren a refugiarse bajo las sábanas y esperan historias
que les cierren los ojos ante la verdad
donde el amarillo sucio de mi pelo
corone el rostro de sus brujas y madrastras

por eso el cielo áspero es otro asfalto gris por eso
la lluvia se convierte en brea y mi viaje sin orillas
entra en un pantano viscoso para morderle el cuello
a la bestia que grita mi nombre por los aires

Hernán Schillagi (inédito)

*

Al cielo por elevación


«El mejor momento es cuando forma un globo por encima de tu cabeza, ahí te metés». Entrás a la soga tensa de la infancia con tu amiga. Picante, picante, más rápido. La cuerda te peina el flequillo haciéndote cosquillas. Saltás en la tierra dura de un patio. El de tu escuela, entre el jardincito y la dirección. Picante, picante, más rápido. Ahora la soga baja para que brinqués agachada. Tu ritmo es perfecto y, antes de elevarte, oís el látigo de la cuerda en el piso. Mirás a tu compañera: sincronía ajustada del arriba y abajo. A veces es ella; otras, sos vos. Siempre alguna se agita, se ríe como disculpándose y pisa la soga. Ya no te acordás si corren a tomar agua o se arreglan el pelo. Están fuera de juego. Y el recuerdo se vuelve este cuaderno con tachones, esta pena de pies atados a la tierra.

Paula Seufferheld (inédito)

miércoles, 28 de abril de 2010

Historia del poema Puentes de Alicia Genovese




Cómo escribí Puentes








por Alicia Genovese
(Especial para El Desaguadero)

Puentes es un poema largo que se convirtió en libro. Reconocer que era un libro me llevó todo el camino de tránsito por su escritura, un tiempo que me hizo volver a cruzar introspectivamente ciertas vivencias y a reconocerme en ellas, un tiempo de búsqueda formal para darle espacio a su poderosa insistencia. Este poema, y creo que por eso lo elijo, ha sido el que más dificultades me impuso, el que más preguntas me trajo, en buena medida por su caudal de escritura, que me iba llevando por desvíos y accesos impensados, y me iba abriendo zonas que yo reconocía conectadas, pero que lo volvían poco manejable. Era un poema descontrolado aunque lograba sostenerse en un único tono, ese tono de monólogo que me resulta todavía hoy tan cercano. Cada escena que recorría por la vía de un puente, y que intuía iba a sumarse y a ser absorbida en el agua del poema, me devolvía a su inicio, a la imagen icónica y reflexiva del puente. «Puentes» parecía una masa inagotable, como si se reservase siempre algo más, que la escritura, o cada intento fragmentario de escritura, no terminaba de desmadejar.

Puentes empezó con una anotación en un momento clave de mi vida. Volvía de Estados Unidos donde había vivido cinco años y desde donde había decidido retornar, sin tener demasiado claras las razones. Sin embargo, aquí estaba de regreso, con una panza enorme, a poco de parir. Mi infancia y mi adolescencia las viví en la zona sur de Buenos Aires, en Lomas de Zamora, en Llavallol, hice la secundaria en Bánfield. El cruce de los puentes para llegar desde el conurbano a la Capital Federal fue algo habitual desde mi infancia, pero no tan cotidiano como para que perdiese su aura de acontecimiento cada vez que ocurría. Puente Alsina, fue el primero, para ir a la casa de mi abuela materna en Pompeya, Puente Vélez Sarsfield después, por donde mi papá me llevaba a veces, al taller en el que trabajaba. Puente Pueyrredón, ya más grande, cuando conocí el Centro de Buenos Aires. El cruce de los puentes durante años había sido una divisoria, entre el lugar propio y el menos conocido, como si después del puente estuviera el mundo, un mundo que todavía no había recorrido y que me parecía fascinante. Su paisaje era lo que siempre había visto, pero al cruzarlo después de tanto tiempo de haber vivido en otros paisajes y en otra cultura, más ordenada, más prolija, significó una experiencia nueva. Fue una especie de fogonazo, de atardecer repentino que me hizo reconocerme atada a un lugar como no sabía que lo estaba. Cruzar otra vez uno de esos puentes, ver el Riachuelo con su agua pesada y brillosa al ras del sol, tomar por la avenida Pavón hacia el sur para ir a la casa de mis padres, era como entender sin poder explicarlo por qué estaba allí. Por qué desaparecía y se aclaraba esa molestia que me había acompañado (aunque intentara ignorarla) durante los años afuera. Una molestia que tenía relación con sentirme extranjera, con la inquietud que me generaba viviendo fuera de Argentina, pensar que, por más atención que pusiera en lo que me rodeaba, no comprendía del todo los códigos de ese otro lugar y de esa otra cultura, que algo siempre se me estaba escapando.

Puentes fue primero una imagen que anoté en una libreta y no pude seguir. La retomé mucho después cuando escribí toda la primera parte del poema que se produjo de un tirón y fue decisiva para el tono del poema. Pensé entonces que iba a ser eso solo, un poema medio largón que no podía relacionar con otros poemas que venía escribiendo, más líricos digamos, menos narrativos, y que luego formaron parte de El borde es un río. Pero Puentes siguió haciendo sus propias conexiones que me llevaban a seguir escribiendo y seguía así, planteándome obstáculos: ¿Lo cortaba en poemas breves cada uno con un título? ¿Los numeraba como partes de un todo? Hacer eso era bastante fácil y todo quedaba muy organizado, muy armado en pequeñas escenas independientes, cada una con su peso. Pero no me conformaba, el poema perdía fluidez y esa sensación de recurrencia, de eterno retorno que yo vivía con su escritura. Así me fui planteando unir todo el material (que todavía no era todo), usé breves engarces de dos o tres versos que incluían la imagen del puente y que generaban una especie de ritornello, sin la regularidad ni la repetición literal clásica. Otras veces, usé un blanco simple, que conectaba un momento y otro a través de una asociación más o menos libre.

En algún momento del proceso, con mucho escrito me trabé. No podía darle un cierre y tal como estaba, no me convencía. Entonces comencé a sacar fotos. Iba a los lugares que ya había nombrado y a otros que recordaba menos, con una cámara manual, con películas en blanco y negro, con rudimentarios conocimientos de fotografía y tomaba fotos. Cuando revelaba aparecían cosas maravillosas: fantasmas, texturas, sombras. Incorporé las fotos a la escritura, hablé de ellas y el poema se destrabó. Le puse punto final un verano entre los puentecitos del Delta cruzando nuevos ríos y arroyos.


Puentes
(fragmentos)*



Puente Avellaneda, Pueyrredón
Puente Alsina cambiado el nombre
en los mapas,
por el mismo zanjón del Riachuelo
Puente La Noria. Pasajes
al otro lado de la ciudad;

no son postales congeladas
mis idas y vueltas
sino pigmentos tornadizos
como la capa de asfalto
El paso capturado y la mirada
en la misma
agua grasosa que no absorbe
el desecho químico. Amargor
que queda flotando en la superficie
como en el cuerpo
lo inasimilable

Hay un pozo imantador
en este cruce
de puentes suburbanos
que en cada pasada
me desvía
hacia tiempos suspendidos
como hacia un carril
de detención
Petróleo muerto, desgastes
erosión obsesiva
que no ha logrado disolver
cierta hora de niebla temprana
y cielo opaco para llegar
al sitio de los comienzos
Más allá, del otro lado
el viento para en los oídos
y empieza la gravedad, la filigrana
de pequeños actos perecederos
y su trazo enmarañado
Pero aún sobre el puente, suspensa
puedo asir del trayecto
el goce a futuro
de la expectativa,
ese rocío ensoñado que fue
siempre a escondidas, una forma
instantánea de felicidad

***

El puente es el lugar del nómade
la única construcción que se permite
su fuga, su visa
su salvoconducto

De Colorado recuerdo
un pueblito fantasma
abandonado al correrse
la frontera del oro:
mecedoras quietas en los porches
sin peso, sin cuerpos;

carril de detención,
en tu zona de baja velocidad
tu pueblito fantasma,
espacio sobrecargado
y nadie, lugares
de mala combustión
Retardo, retorno
al paisaje ausente,
sustancia que no termina
de entenderse con el agua
ni se deja dócil traspasar

Pasos del Riachuelo,
garganta de agua pesada
que me vuelve
costosamente a mí

***

A la pensión de San Cristóbal fueron
de civil, de casualidad
no estaba y ese mismo día
me mudé, dormí
en casas de amigos
que después fui perdiendo
Alrededor se deshacía
el espacio urbano
en centros y campos inhallables
de detención
Lo poco que nacía
parecía deshecho
en cada esquina, un patrullero

***

Avellaneda, antesala o salida
mugrosa de Constitución por el ramal
ferroviario general Roca
Galpones de chapa de aluminio
y manchas onduladas de óxido
siguiendo en el acanalado
la inclinación de las lluvias
Cementerio de trenes, hierros
amontonados en los carriles secundarios
y el mismo letargo
el mismo súbito entristecimiento
cada vez que se cruza;
preguntas, proyectos
sin conseguir pasaje

Le digo a mi hija
que me gustaba viajar
en los escalones altos del tren
al lado de las puertas,
un día
que la línea electrificada no funciona
y subimos a un adicional
de vagones en ruinas
¿Es a vapor? pregunta
y la locomotora se convierte
en una ilustración de enciclopedia

Herrumbre de vigas inclinadas
cuarenta y cinco grados, remaches
en los puentecitos,
tallas ásperas del ferrocarril
sur. La voz de Manal
en los setenta interrumpiendo
el triste descampado;

algo me anuda
a mí
como una caricia

Alicia Genovese, en Puentes (Libros de Tierra Firme, 2000)

*La obra es un poema de unas 45 páginas y se nos hizo imposible reproducirla por completo, como estaba en el ánimo de la autora y los redactores.

El español Francisco Brines gana el premio Reina de Sofía




Madrid, 28 abr (EFE).- El escritor y académico español Francisco Brines ganó hoy el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, por ser, en opinión del jurado, «un gran poeta metafísico, cuya obra nos enseña a vivir» y está marcada por «el tiempo y la resignación ante el paso del mismo».
El galardón, fallado en el Palacio Real de Madrid y dotado con 42.100 euros (casi 55.500 dólares), reconoce una aportación literaria relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España realizada por un autor vivo a través del conjunto de su obra.
El premio ha sido otorgado a Brines tras un debate «muy reñido», dada la alta calidad de la obra de los candidatos, según revelaron varios miembros del jurado en la rueda de prensa en la que anunciaron el fallo.
Entre los candidatos a la XIX edición del Premio, uno de los más prestigiosos de este género en el ámbito iberoamericano, figuraban el nicaragüense Ernesto Cardenal, la uruguaya Cristina Peri Rossi y el portugués Antonio Ramos Rosa, así como los españoles María Victoria Atencia, Julia Uceda y Carlos Edmundo de Ory.
El poeta Jaime Siles definió al ganador como «un gran poeta metafísico», alguna de cuyas obras, como El otoño de las rosas constituye «una de las cimas» de la poesía española.
Académico de la Lengua desde 2001 y perteneciente a la denominada Generación del 50, Brines (Oliva, Valencia, este de España, 1932) ha defendido siempre la poesía «como ejercicio de tolerancia».
Su trayectoria ha merecido también premios como el Adonais, el de la Crítica, el Internacional García Lorca y el Nacional de las Letras de España al conjunto de su obra.
Brines publicó en 1959 su primer libro de poesía, Las brasas -con el que obtuvo el Adonis-, al que siguieron títulos como El santo inocente (1965), Aún no (1971), Insistencias en Luzbel (1977), Musa joven (1982), El otoño de las rosas (1986) y Catorce poemas (1987).


Dos poemas de Francisco Brines


Con quién haré el amor

En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.

Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.

Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.



El ángel del poema

A César Simón

Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la aparición del ángel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.
Después oír, saliendo del silencio y en tanta soledad,
su voz sin traducción, que es sólo un fiel entendimiento sin palabras.
Y el ángel hace, cerrándose en mis párpados y cobijado en ellos, su
aparición postrera:
con su espada de fuego expulsa el mundo hostil, que gira afuera,
a oscuras.
Y no hay Dios para él, ni para mí.

domingo, 25 de abril de 2010

El Desaguadero / Número 6



ENTREVISTAS


Entrevista a Luis Villalba
«Los poetas me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales»

por Fernando G. Toledo

NOTAS Y ENSAYOS

La revolución cotidiana

por Damián López

Muñecas rusas de la literatura: El microrrelato en la poesía

por Hernán Schillagi

Los ´90 en la poesía de Mendoza: Las malas Lenguas

Por Marta Castellino


EL REPORTAJE HAIKU

Reportaje haiku: Un viaje con Yvan Conna
por Hernán Schillagi


LA HISTORIA DE UN POEMA

Historia del poema «Esta mujer…»

por Bettina Ballarini

BIBLIOTECA

Pájaros de tierra de Hernán Schillagi

Presentación por Cecilia Restiffo


NOTICIAS Y ADELANTOS

Perdido: Borges rima con copyright

por Hernán Casciari


RESEÑAS CRÍTICAS


La ciudad de la poesía: «Ciudad Gótica» de María Negroni

por Sergio Pereyra

Bajo el amparo de las palabras: «El refugio» de Victoria Schcolnik

por Paula Seufferheld

Una mirada desde abajo: «Ni jota» de Paula Jiménez

por Cecilia Restiffo

sábado, 17 de abril de 2010

Entrevista a Luis Villalba

«Los poetas me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales»




por Fernando G. Toledo

Juan, su hijo, lo tenía claro desde el principio: «Los homenajes se hacen en vida». Por eso, desde principios de 2009, trazaba sesudamente lo que iba a ser en setiembre el homenaje a su padre. Y lo consiguió: Luis Villalba celebró así, junto a los suyos y otros colegas-artistas, sus «Setenta vueltas alrededor del sol», en una fecha de número sugerente (09-09-09), en el teatro Quintanilla.
Luis Villalba, quien entre muchos calificativos elige considerarse como un «activista del arte», recibió en la sala de plaza Independencia el tributo no sólo de sus hijos Juan, Gonzalo y Ramiro, sino también de artistas como Gladys Ravalle, Mariú Carreras, Jorge Sosa, Daniel Talquenca, Julio Rudman, Roberto Chediack, Susana Dragotta, el grupo de folclore Va de Nuevo y el guitarrista Karim Villalba.
Por ese entonces, a días de tal celebración por sus 70 años, el autor de La muchacha del café accedió a una entrevista en las que repasó algunas de esas tantas vueltas solares.

–Me gustaría ayudar a los lectores y preguntarte cómo te gustaría que te presentara. ¿Con algún adjetivo, como «poeta», «narrador», «cineasta», «activista del arte» o algo así?
–Cualquiera estaría bien si se le agregara un proverbio que alguna vez leí: «El pez que va a favor de la corriente es porque está muerto». Entonces, por eso, podría definirme «activista del arte». El arte, junto con la religión, la ciencia y la filosofía son las barreras ontológicas que hemos levantado para soportar la certeza de la nada. No tengo sentimientos religiosos y mis intereses son amplios en los otros aspectos.

–Si uno se llama «poeta» le preguntan, «¿pero de qué vivís?». ¿De qué ha vivido, subsistido económicamente, Luis Villalba?
–De todo un poco: profesor de guitarra, vendedor de galletitas, empleado público, guionista, docente… Siempre con ganas de encontrarme con los otros de turno. Los otros que me dan sentido, que no son un espejo sino un bello enigma, una pregunta sin respuesta que me ayuda a seguir. He vivido de lo que otros me han dado.

–Mediabas la treintena cuando llegó el golpe de Estado del Proceso. ¿Pensaste en irte del país?
–No. En parte porque era sólo medio conciente de lo que ocurría, a pesar de que me echaron de la Universidad y me pusieron en las listas negras de los medios de difusión. Mis hijos estaban acá y eran chicos. Fue una lotería tenebrosa. Cerca de mí desaparecían compañeros de trabajo, eran chupados delegados del sindicato con los que yo militaba. ¿Por qué a ellos sí y a mí no? No sé. El terror se trata de eso, de la falta de lógica., del capricho asesino, de la cobardía encubierta.

–Un poema tuyo, Conciencia de clase, pareciera un retrato de cierto sector del pueblo de ese entonces. ¿Es así?
–Pertenece al libro La muchacha del café. Es una pregunta que no me puedo contestar sobre la subjetividad desmembrada de un pueblo que se contradice y que a veces pienso que se anula. Decía Sartre: «No siempre somos libres para hacer, pero siempre somos responsables de lo que hacemos». Creo que un sector amplio de nuestro pueblo construye éticas a posteriori, acomodaticias. Sin embargo, también creo que cada momento trae una nueva oportunidad para crecer y muchos lo demuestran en acciones comunitarias.

–¿Has tenido alguna posición política declarada?
–He militado en el Socialismo Auténtico, en el Partido Intransigente, en el Socialismo Popular… y siempre he terminado chocando con la obediencia. No la entiendo, no me gusta. Desde hace un tiempo me acerco a todo aquello que favorece la empatía, la solidaridad, el reconocimiento de los otros, la democracia. Todo lo contrario al capitalismo que siempre es salvaje, siempre es un robo. Y la república en la que vivimos es una fachada bastante poco disimulada de la lucha entre sectores capitalistas, donde la plusvalía persiste aunque quiera negarse. Me preocupa la subjetividad enajenada y trato de resistir desde la cultura.

–Si bien estás festejando tus 70 años, falta poquísimo para que se cumpla medio siglo de la aparición de tu primer libro de poemas, Justificación de la piedra. ¿Qué intereses poéticos te movilizaban hace 50 años para ese libro y cuáles te impulsan ahora?
–La política, el amor, el sentido de la vida, forman parte insoslayable de todos mis libros, en mayor o menor medida. Justificación de la piedra es un nombre que remite al enojo, a la ira frente a las injusticias. Uno de los poemas está dedicado a Patrice Lummumba, el revolucionario africano. Mis intereses básicamente no han cambiado, aunque los expreso en la búsqueda cinematográfica experimental y en la narración literaria.

–¿Hay lecturas, autores, que te hayan acompañado desde entonces hasta ahora?
–En general he ido cambiando de gustos y necesidades. Aunque hay autores a los que vuelvo, que echaron raíces. García Lorca, Miguel Hernández, Olga Orozco, Enrique Molina, en poesía. Cervantes, Voltaire, Asturias, Joyce, Sartre, Simone de Beauvoir, Di Benedetto, Virginia Wolf, en prosa. Y también Galileo, Spinoza, Freud, Bakunin, Marx…

–Tu último libro de poemas data de 1999 y se llamó Hoteles baratos, que salió al poco tiempo de otro libro anterior, La muchacha del café. ¿Estás preparando algún nuevo trabajo?
–Sigo escribiendo poesía pero sin continuidad, hay sonidos nuevos que no termino de plasmar. Mientras tanto, estoy avanzando en una novela satírica que continúa las búsquedas de mi libro de cuentos Los cuerpos, que salió en 2005. También estoy volcando mi experiencia como docente de cine en Pedagogía del cine de autor, donde cuestiono la monoforma hollywodense y su consecuente método de enseñanza. Y en marzo (N. de la R: se ha retrasado la edición) sale un libro de cuentos para niños. Además tengo listo un guión de largometraje, que dirigirá Juan Carlos Araya.

–¿Conocés la poesía que se escribe actualmente en Mendoza? ¿Qué autores te interesan y por qué?
–Conozco poco de los jóvenes, aunque en 2008 estuve como jurado en el Certamen Vendimia de Poesía y leí libros excelentes, y me quedé con ganas de conocer sus nombres… Aprecio los trabajos de Jorge Reynals, Bibiana Poveda, Claudia Bertini… Me interesan por el humor, el desparpajo, los hallazgos formales. Aunque insisto en que estoy desactualizado. Entre los veteranos me sigue sorprendiendo la vitalidad de Carlos Levy, José Luis Menéndez y Julio González, y disfruto de algunos poetas de la generación intermedia, como Andrés Oliver, Luis Ábrego, Rubén Valle y vos mismo, con una subjetividad que oscila entre la exposición y el ocultamiento.

–También has sido jurado del Certamen Vendimia. ¿Qué opinión te merece ese concurso, que pasa por ser el más importante de la provincia?
–Tiene varios problemas: los cambios en la normativa, la discontinuidad tanto en el concurso como en la publicación, y una deficiente distribución. Una lástima, porque en general los trabajos premiados son buenos y merecerían ser mejor conocidos por lectores de ésta y otras latitudes. Pero, bueno, las políticas culturales no existen.

–Hace ya más de una década, al entrevistarte, te quejaste y nos quejábamos de la manera en que se hacía la Fiesta de la Vendimia por entonces. ¿Ha cambiado algo en todo este tiempo?
–Para peor. Los funcionarios no conocen el tema y los artistas cada vez arriesgan menos. Se hace porque está en el calendario turístico, y no hay mucho más que decir.

–¿Qué podés decirme del homenaje que recibiste, sobre todo a instancias de tus hijos, en el Quintanilla? ¿A quiénes les falta un homenaje así que vos tendrás la suerte de presenciar?
–Es algo que me emociona por supuesto y lo recibí con todo cariño. Más que un homenaje lo siento como un regalo de la vida que me ha permitido hacer lo que me gusta y tener tan buenos amigos. Aunque tal vez el mejor homenaje que se le podría rendir a un artista sería el de apoyar sus creaciones y divulgarlas. En Mendoza, un lugar notable por la cantidad y calidad de creadores, persistentes y comprometidos, existe un divorcio con la sociedad y con los gobiernos. ¡Hay tantos que merecen un reconocimiento, un estímulo, un aplauso generoso por todo lo que nos hacen disfrutar!

Poemas de Luis Villalba


Conciencia de clase

Aunque ustedes imaginen la inflación
imaginen la desocupación
imaginen
las perversiones, la censura, los buenos modales
imaginen la templanza, los nihil obstat, las venéreas
el doblez del destape
y las encuestas tan familiares del hogar
el pueblo seguirá haciendo el amor sin discreción ni miramiento
atendiendo sólo a argumentos no muy serios
como los de tener ganas o muchas ganas

lo que demuestra que el pueblo tiene conciencia de clase
y/o
que no tiene ninguna clase de conciencia.

(de La muchacha del café, Libros de Tierra Firme, 1996)


Valparaíso

I
¿Cuál es el tema? se pregunta
mientras mordisquea un cigarro en la playa.
Debe haber un tema, insiste
y guarda el cigarro en el bolsillo de la camisa a cuadros.
Un amor quiero decir un miedo una rabieta
te lleva a otro sucesivamente el árbol se ramifica.

La memoria juega a recordar.
La memoria es un periodista en busca de noticias
otros le encontrarán el título.

La historia se concluye con un pisco a fondo blanco,
con un plácido suspiro y frases al estilo de no lo hice tan mal.

II
Cuando no era el vestidito eran las tías,
el cura en el espejo o las muñecas.
Bajo la sombra fresca de un desván
ella apilaba los dibujos infantiles, les prendía fuego,
el de una mujer sobre todo
que apretaba en las sienes el mundo a punto de estallar.

Acribilladas por los pequeños sonidos del verano
las caricias prefirieron los límites de su cuerpo desnudo.


III
Metió los dedos en el enchufe, en el ventilador,
en la garganta anudó un trozo de carne equina,
le estalló una arteria en la cabeza y el agua de la pileta lo asfixió.
Como epílogo se estrelló contra un monumento de bronce pintado.
El mensaje estuvo claro pero lo ignoró,
hasta el final persistió en su tesis sobre los límites y la transgresión.


IV
Ella volvía, una y otra vez a la playa ella volvía
para vigilar del mundo y de la noche una ola en la oscuridad.
A su izquierda Valparaíso escondía secretos en la carne de los caballos.
Los poetas se escondían en trabajos honrados y otras desgracias.
A la derecha concurrían las dentaduras impecables
sin hilachas en sus almas duras.
Ellos también vigilaban las olas
por aquello de que los cadáveres vuelven siempre al lugar del crimen.
Alguien le dijo
Miss, es una playa privada y usted no puede andar por aquí.
Nadie se atrevió a preguntarle el nombre que estaba escrito en las olas.


V
Entre la luz de arriba y la luz de la mesita de luz
elige la penumbra del ventanal para mirarla.
Con desenfreno le espía dulcemente el sueño,
los globitos que la respiración le forma en las comisuras.
Se aprieta el contorno espeso y la mano
en su oreja nuca espalda cadera humedad
le transmite noticias universales.


VI
Llegar, deslizarse, invadir,
escapar, escurrirse, partir,
correr, deambular, merodear,
andar por ahí, entre el escote y los zapatos.


VII
La adicción trae más inconvenientes que la sanputa.
Todo lo que no se dice
se transforma en detritus radioactivo.
Cuando uno quiere acordar la gastritis no se anda con chiquitas
y al momento siguiente la dentadura se estrella contra el piso.
Por eso, el que dice primero, come dos veces.


VIII
Las mujeres esperan con sus largos vestidos grises
para llorar a los muertos.


IX
No hay cosa más parecida a la muerte
que una mujer pariendo.


X
La buena locura de entonces
la locura cuerda
la locura sana
la locura
cura.

(de Hoteles baratos, editorial Diógenes, 1999)

domingo, 4 de abril de 2010

La revolución cotidiana


(algunos conceptos subjetivos sobre poesía y escritura programática, y una pequeña ética del escritor, escrita por alguien que no se atreve a decir que lo es)










por Damián López*
(Colaboración especial para El Desaguadero)

Me permito empezar estas palabras con un acto simultáneo de soberbia y honestidad: un dato autobiográfico.

En 2008 escribí (convendría decir «se escribió») un poema-libro llamado loqueporandarentrejuarrozygirondo.

Venía de terminar la otra cara de la almohada y experimenté algo que tal vez muchos hayan sentido: vacío. Ya no tenía nada más para decir. El libro estaba cerrado, y de este lado no quedaban demasiadas palabras (tampoco quedaban residuos, no soy un escritor muy prolífico, y todo lo que había escrito hasta ese momento iba al libro).

Entonces tuve la necesidad de escribir sobre no escribir. Sobre el momento en el que un escritor se define a través de su carencia: He-Man fue siempre mejor sin su espada, un arma todopoderosa esgrimida por un estúpido sólo conduce a estupideces. Y atravesado como estaba por las dos enormes figuras de Juarroz y Girondo, por su poesía, por sus reflexiones sobre la poesía (que en algún punto, son siempre lo mismo), la idea de la imposibilidad de escribir (falaz en sí misma) evolucionó hacia el espacio de la no-escritura, la antiescritura, la poesía tal y como la entiendo por estos días.



¿Cómo puede escribirse sin escribir, o mejor dicho, cómo se puede aniquilar algo por medio de sí mismo? Ensayo una respuesta, a riesgo de crear una ensalada irreconocible de Barthes, Juarroz, Foucault y Girondo.

Toda escritura, todo lenguaje, se encuentra al servicio de un poder. Todo lenguaje se define más por lo que prohíbe que por lo que permite. El lenguaje, vehículo por antonomasia, emana un halo de restricciones ideológicas que apuntan al sujeto oyente con la atracción de «lo natural», «lo dado», «lo que va de suyo», «el sentido común».

Para el ser humano, no existe lo exterior al lenguaje, estamos fatalmente atados a su mecanismo. Sin embargo, el lenguaje puede ser vulnerado, puesto en jaque, llevado a su propio margen, desde dentro de sí mismo. El lenguaje puede alcanzar un estado de continua renovación crítica, saltando constantemente ante el menor indicio de petrificación: la escritura (la materialización del lenguaje, entendida como una práctica social sujetante) encuentra su antinomia en la literatura, y más específicamente en la poesía.

La poesía, antes que una escritura, es un HECHO DE LENGUAJE.

La diferencia radica, creo, en que la escritura es un acto de recopilación (con cierto grado de conciencia) de retazos ideológicos siempre ajenos que han sido representados en el lenguaje. Ejemplo evidente: un adolescente habla del firmamento, apenas entendiendo qué es, pero poderosamente sujetado por la idea (ajena) de que las palabras poseen un «índice de poeticidad» que les es natural. Y ni hablar de palabras tan rebalsadas de significaciones superpuestas como «gorila», «metafísica» o «belleza».

La poesía en cambio, es un proceso contrario. No es un acto de liberación stricto sensu, en tanto no nos liberamos del lenguaje, pero sí involucra liberarnos de una mirada, de una significación histórica y aparentemente inmutable de las palabras, que se nos viene susurrando desde generaciones.

Me animaría a decir que la poesía no es creación (tenemos negada la condición adánica), sino resurrección, invención por medio del despojo, un hermoso estado de pánico ante el pesado compromiso de nombrarlo todo nuevamente, pero sin disponer de una manera o materia distinta. Atrapado entre el sacro imperio del significado y la novedosa dictadura del significante, el escritor propone el carnaval, la subversión de todo lo establecido: el poema es un universo en el que cada elemento se define por sí mismo en virtud de ese instante en el que existe.

Confieso que después de la palabra «universo» venía un adjetivo, aunque finalmente no pude decidirme por ninguno.

¿Universo cerrado? La poesía es permeable por propia elección: se deja andar, no se molesta con interpretaciones despegadas de la germinal, porque la libertad es-en-ella, y la subversión abarca la interpretación (concuerdo con Eco que la interpretación es una parte del proceso generativo de la poesía, en tanto enunciado). El carnaval de los lenguajes rompe con el camino unívoco que el lector debe desandar hacia el sentido único, como una especie de Hansel/Gretel siguiendo las migas del banquete del autor omnipotente.

¿Universo estable? Sin duda que no: la inestabilidad de la poesía da cuenta de su carácter continuamente experimental, marginal, outsider. Lo poético pende de un hilo extraño y polimorfo, inasible e indestructible, esquivo pero no utópico. En constante mutación, abdicando de sí misma ahí donde algún poder la ha enrolado a su discurso, la poesía «desequilibra», en el sentido más futbolero de la palabra, aun cuando mi nulo interés por los deportes no me permita comprenderlo del todo.

¿Universo sólido? La solidez es algo que reclamo más que la belleza: un poema no merece la salvación por uno sólo de sus versos. Un libro de poesía no debería ser un conjunto caprichoso de poemas. Creo en que el poema es un cuerpo vivo, un organismo que no puede subsistir si no es entero, en su plenitud. Y esto no pasa por la belleza, sino por la solidez: un poema que pierde su peor verso y pierde su sentido, es un poema bien logrado (un poema como una casa de naipes, diría un poeta amigo). Es más, creo que no hay versos buenos y malos en un poema, sino momentos de mayor o menor crisis y goce, pero ese vaivén no es otra cosa que obviedad. Y si muchos autoproclamados escritores pudieran entender que no toda frase debe ser escrita para ir al bronce o a la portada del diario, la poesía gozaría de una existencia un poco más saludable.

Y en este momento empieza a tallar el concepto de escritura programática.

Estoy casi seguro de que todos los escritores escriben por alguna necesidad: necesidad de expresar sus sentimientos, o de resultar intelectualmente interesantes, de salvarse de la locura, o simplemente necesidad de arrogarse una chapa que les provoca un placer escondido, morboso y húmedo. Y en la medida en la que esa necesidad es atendida, evoluciona y se manifiesta, nos vamos incorporando a ciertos “tipos” de escritor: el escritor compulsivo, libreta en mano/mundo adelante, el que cuenta sus poemas y se alegra estrictamente de que el número crezca, el que publica compulsivamente, el tímido que no lee, el snob que confunde incomunicación con hermetismo, el ingenioso, el imitador, el tipo laburante, el que ama su oficio de palabrero.

Obviamente, las pretensiones y las ideologías que sustentan a cada uno de estos dizques arquetipos se encuentran a universos de distancia. Sin embargo, creo que el concepto del “programa de escritura” nos une a todos, aunque a simple vista parezca una hermosa estupidez.

Un programa (en el sentido de lo estipulado, lo por venir) es algo así como aquello que regula, encauza, el desarrollo poético durante cierto tiempo. Resulta, sin dudas, un concepto demasiado ambiguo, que tal vez puede definirse mejor por ahora por lo que NO es: no es una pulsión (ya sea escribir como forma de lucha social, o por el mero objetivo de acumular textos); no es una intención (conmover, deleitar, shockear, «elevar el espíritu»); puede no ser una decisión en tanto alguien puede desarrollar un programa sin proponérselo, tal como me pasó a mí con lo que posteriormente se convirtió en mi primer libro. La sensación de vacío que comentaba anteriormente no era respecto de la escritura en general, sino del programa de escritura específico del libro: yo no tenía nada más para decir, respecto de ese tema y en los términos estéticos en los que lo había hecho.

Un programa de escritura vendría a ser entonces una serie más o menos consciente de premisas que permite encauzar el quehacer poético hacia un producto sólido, estable. Premisas que pueden abarcar lo temático, lo estético, lo lingüístico, lo gráfico, etc. [1]

Ya van a saltar los fundamentalistas a decirme que muchos poetas escriben siempre sobre los mismos temas y más o menos con el mismo estilo (Juarroz como uno de los principales exponentes). Estamos de acuerdo, pero no del todo.

Tal vez me encuentre demasiado imbuido de una cierta mirada sobre la literatura sanjuanina, pero debo plantear aquí un doble riesgo que corre la poesía por estos días. Por un lado, existe una peligrosa cantidad de «escritores» y «poetas» que dedican su tiempo exclusivamente a la producción de obra, abandonando la reflexión estética, el debate, la lectura (teórica y literaria), el análisis, la crítica; escudados en que «escriben lo que sienten» (los más pacatos) o en que «el arte no se explica» (los snob-herméticos), o simplemente acostumbrados al ritmo impuesto por ciertos encuentros de escritores, donde hay 5 minutos por autor, 40 autores, felicitaciones automáticas, aplauso de foca y, con suerte, alguna charla interesante de trasnoche.

Por otro lado, existen criticólogos crónicos que se dedican a ejercer el tirabombismo impune (y muchas veces cobardemente anónimo). Estos especímenes también abundan: practican la bohemia desde la comodidad de su ropa, libros y tranquilidad compradas por papá y mamá; vapulean los espacios académicos a los que no son capaces de sobrevivir, o a los que no son capaces de interpelar de manera legítima por pura cobardía; todo lo que no se amolde a su nihilismo adolescente es tratado de «establishment», mientras que su producción se reduce a unos cuantos versos incomprensibles salvo para dos o tres allegados, entre los cuales no falta el que halaga sin comprender, por no correr el riesgo de resultar descastado.

Entre estos dos polos, el oficio de la poesía se ve seriamente vulnerado, y pierde dos de sus factores troncales: auto-reflexión y comunicabilidad.

Y tal vez la escritura programática, tal como la entiendo (apenas) sea un punto de fuga posible para esta dicotomía: experimentar libremente, pero sobre la base del conocimiento y la claridad conceptual; componer un libro de poesía y no producir un amontonamiento de poemas; mantener vivo el debate, pero sustentarlo con una obra coherente con nuestros postulados; producir constantemente, pero prestando atención a cada paso dado; entender la estética y el estilo como procesos mutantes, poblados de capítulos que se cierran sobre sí mismos para dar lugar a otros más o menos distintos; pensar el oficio de la poesía no como una escritura «por deporte», sino como el desarrollo de un cuerpo orgánico; ¡leernos! ¡Entablar el diálogo! Animarnos a ser una comunidad que se hace cargo de su tiempo y de su lugar en la historia de la poesía. Ser capaces de pararnos en la fisura, animarnos a no negar nuestro perfil delirante ni nuestro perfil seriote, ser burgueses bohemios, docentes anarquistas, poetas que desean tener un plasma de 50 pulgadas para ver el mundial.

Por eso la poesía es para mí una revolución cotidiana. Porque implica pararse frente a la vida de una manera específica, militando por el valor del lenguaje, por una mirada que permita observar el revés de las cosas, donde reside su cara más perversa. Creyendo en la omnipresencia de la poesía, buscándola en todas las voces, devolviéndole a la gente el derecho a ejercerla y a consumirla, pero planteando siempre las responsabilidades que es necesario asumir.

En la actualidad, corremos el peligro de convertir la poesía en un ejercicio de escribir para escritores. No existe UNA manera de ensayar una salida, pero es necesario que todos los que decidimos esgrimir la palabra como medio de conocimiento, de comunicación y de transformación del mundo, reflexionemos sobre cómo convertir poesía en acción, acción en vida misma.


*Nació en Rosario (dentro y fuera de Santa Fe) en 1983. Desde 2003 reside, por razones hormonales, en San Juan, donde cursa la carrera Licenciatura en Letras (aunque en realidad no cursa, le faltan 2 materias, entonces va sólo cuando es estrictamente necesario), y ejerce como padre, amo de casa, sonidista, músico, corrector, yerno y otras yerbas, no por jactancia de la variedad, sino por redonda obligación.
Ha publicado la otra cara de la almohada (poemas, elandamio ediciones, 2008).
Actualmente trabaja, con fiaca admirable, en un libro consistente en tres poemarios en serie:
loqueporandarentrejuarrozygirondo/ loqueporvolvercaminando/ loqueavecesperonotanto.
Como músico, se encuentra en pleno desarrollo de "músicaparaeltrance", un proyecto antojadizo y sin propósito, del cual algunos fragmentos ya han salido a la luz.
Parte de su material (el que todavía no puede ser vendido) puede encontrarse en su blog, desconfianzacrónica, en los blogs de amigos compasivos que tal vez lo publican, o en blogs enemigos donde se infiltra descaradamente.


[1]Reconozco que el concepto de “escritura programática” o “programa de escritura” debería ser más desarrollado, y parece en este escrito un capricho de alguien que se jacta de generar terminologías inútiles. Pero lo cierto es que a medida que se me fue esbozando en la cabeza, pude ir encontrando huellas de circunstancias similares en otros autores, con los que comparto al menos la generación.
Tal vez a través de la lectura de ciertas producciones el concepto pueda explicarse mejor que en estas breves palabras. Por ello sugiero, recomiendo, arrimo, propongo, impongo descaradamente o tiro sobre la mesa como al descuido los siguientes libros:
- «Muñequitachocadora» de Eliana Drajer (Ediciones del Suri Porfiado, 2009)
- «Operación Claridad» de Valeria Zurano (Ediciones Ramos Conspira, 2009, disponible para descarga gratuita en buscandoeltiempoperdido.blogspot.com)
- «Primera persona» de Hernán Schillagi (Ediciones Culturales de Mendoza, 2009)
- «loqueporandarentrejuarrozygirondo» (disponible para descarga gratuita en desconfianzacronica.blogspot.com)

La lista continúa, obviamente
.

miércoles, 24 de marzo de 2010

La ciudad de la poesía



Ciudad Gótica. Ensayos sobre arte y poesía. Nueva York 1985-1994, María Negroni. Bajo la luna, 2007.


por Sergio Pereyra

Antes de comenzar, una advertencia a los lectores ávidos de novedades: el libro de María Negroni del que nos ocuparemos en esta nota fue publicado originalmente en el año ‘94. Entonces, se preguntará el mencionado lector, ¿por qué reseñar un título añejo? Quizás los motivos sean los mismos que obraron su reedición: la vigencia de sus planteos, la calidad de una prosa que hará las delicias, cuando no la envidia, de cualquier poeta [1]. Pero ¿qué es esta Ciudad Gótica? ¿cuáles los temas que la habitan?

En principio, cabría decir que se trata de un libro de ensayos dividido en dos partes. La primera, Melpómene en Manhattan, «incluye crónicas un poco falsas» cuyo «aspecto paseandero esconde mal un ánimo de pelear». Y de eso se trata, de textos que practican el pugilato intelectual contra la pauperización de la poesía en pos de su inclusión dentro del mercado de bienes culturales; contra la reducción en Nueva York (lugar desde el que se enuncia, vale decir, la Ciudad Gótica del título) de lo latinoamericano a lo exótico, a lo político… Y Negroni pelea, vaya si lo hace. Escuchémosla: «Quiero ser aún más clara, ejemplificar: no me opongo a que Neruda, Allende, Ernesto Cardenal sean aplaudidos (cada uno con sus gustos). Pero que exista una industria (una moda) que sintonice a unos en desmedro de otros, que se fomente lo más folklórico de la producción cultural del continente, me parece detestable…». Pero da su pelea sin elevar la voz. Vale decir, esquiva la falacia vulgar del agravio personal (ciertamente muy común en el mundo «poetil») y se concentra, en cambio, en mejorar sus argumentos. Así en algún pasaje afirma: «También los poemas que se escriben apuestan por las superficies, lo trivial, los exteriores (¿el mercado?), como si la heterodoxia propia del medio (donde coexisten entre otras cosas, la poesía del lenguaje, el furor feminista, las urgencias de la poesía negra y homosexual) favoreciera el uso de un registro cuyos rasgos más visibles serían la impronta confesional, el humor y la informalidad, en el marco de una simplicidad sintáctica y léxica muchas veces apabullante» (el resaltado es nuestro).

Si Negroni se refiere, como lo hace, a la producción poética de fines de los ‘80 y principios de los ‘90 en EE.UU, ¿por qué entonces su discurso nos resulta tan familiar? Sospecho que esta familiaridad no se debe sino a su acertado diagnóstico (involuntario, se entiende) de los males padecidos más tarde por cierta poesía argentina que oscila entre el puro juego verbal y la más ramplona narrativa versificada. Diagnóstico que la autora realiza apelando a aspectos muy concretos (sintaxis, léxico) que la alejan también de la corriente dominante dentro de la crítica, que puede extenderse páginas y páginas hablando sobre lo que dice la poesía sin detenerse jamás en ellos. Entiendo que puedan salirme al cruce con aquello de que «poesía es lo que se lee como tal», y aunque no practico ningún tipo de fanatismo formalista, no puedo dejar de preguntarme ¿es poesía todo lo que se lee como tal? O mejor ¿da lo mismo la descolorida enumeración de objetos vistos en la góndola del supermercado que la sencilla delicadeza de Roberta Iannamico cuando dice: «hoy llueve finito/ sin parar/ es un día de invierno en medio del verano/ una lluvia de invierno/ con ese recogimiento/ esa serenidad resignada/ adentro de la casa/ laten las vidas/ de todos los que la habitamos/ late la casa viva/ calentita por dentro/ mojada por fuera/ como una semilla/ que va a germinar»?

En cuanto a la segunda parte, La pasión del exilio, se trata de un conjunto de reflexiones en torno a los trayectos bio/bibliográficos de algunas poetas norteamericanas: Bishop, Moore, H. D., Plath, Sexton, Louise Gluck, entre otras; reflexiones que toman como punto de partida la fábula pergeñada por Virginia Woolf en A room of one's own sobre Judith, la hermana de Shakespeare, y sus dificultades al momento de escribir. Negroni, sin embargo, no se detiene aquí, y, munida de su habilidad como narradora, las pone a vivir frente a nuestros ojos. Presenciamos entonces sus dudas, su urgencia de reconocimiento, su desesperación, su dependencia –y la consiguiente necesidad de liberación- de algunas de las más brillantes próstatas de la poesía del siglo XX (Lowell, Hughes, Pound). [2]

Como cabe suponer el libro está básicamente sustentado en la lectora intensa, atenta y generosa que es Negroni, quien no solo nos presenta nombres y obras no muy conocidas por estos lares del mundo (Lorine Niedecker, Rosmarie Waldrop y Susan Howe), sino que además nos acerca incluso las preguntas que estas poetas le suscitan a ella como hacedora de poesía. Por ejemplo, cuando refiriéndose a las dudas que le ocasiona la obra de Marianne Moore, afirma: «Le reclamo algo más bien congénito…algo que acaso no sé todavía darme».



[1] Para más datos, la autora fue galardonada con el V premio Internacional de Ensayo 2009 por su libro Galería fantástica (Siglo XXI)

[2] En 2007, María Negroni seleccionó, tradujo y prologó una antología llamada «La pasión del exilio. Diez poetas norteamericanas del siglo XX» (Bajo la luna).

martes, 16 de marzo de 2010

Muñecas rusas de la literatura

El microrrelato en la poesía *


por Hernán Schillagi

Hay veces que una pequeña historia nos deja perplejos. El desafío entre comprender sobre la poca tinta escrita y reponer lo que fue omitido nos hace mejores lectores, o hasta quizá, unos escritores de segunda mano. Cuántas veces, también, luego de leer El dinosaurio de Augusto Monterroso y El sueño de la mariposa de Chuang Tzu; la sorpresa ante tanta condensación nos obliga a desandar el camino hasta descubrir que un puñado de palabras nos encuentra meditando sobre los límites entre el sueño y la vigilia en un caso, tanto como sobre la fugacidad de la vida en el otro. Vale la pena releerlos para comprobar:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

(Augusto Monterroso)


«Chuan Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.»

(Chuang Tzu)



Igualmente, llama mucho la atención encontrarse en los últimos años con microrrelatos dentro de un texto mayor. Breves ficciones que circulan perfectas y amenazantes por las arterias de un poema o una canción. Un gran autor e impulsor de estos pequeños textos, Raúl Brasca [1], hace tiempo que los viene estudiando con pasión de entomólogo y reconoce en una entrevista que dio a Ángela Pradelli: «La característica más notoria de la microficción tal como la concebimos en la actualidad es justamente su carácter proteico que se puede traducir también como hibridación o mestizaje. La microficción puede hoy tener un montón de formatos…». Una prueba inicial es este fragmento de una conocida canción de Joaquín Sabina. Al mediar la canción dispara:

«Ayer quiso matarme la mujer de mi vida.
Apretaba el gatillo… cuando se despertó.»

en Siete crisantemos (Esta boca es mía, 1994)



Situación inicial, personajes en conflicto y un final que asombra por la elipsis oscura de un amor destrozado. El caso es emblemático, ya que el tema del cantante de Jaén no es narrativo en su conjunto; sino que es una suma de imágenes donde se permite alguna reflexión. Sin embargo, como una muñeca rusa que se abre por las roscas torcidas de la metáfora surge tumultuosa la historia (breve) detrás de la canción.

Pero la primera en «contaminarse» de los rasgos constitutivos de la poesía fue la misma microficción. Sería ocioso pensar que este nuevo género es solamente un cuento bien podado de malezas. Si estamos distraídos hasta se puede confundir fácilmente uno de estos minicuentos con el haiku japonés: «Lo más curioso del microrrelato es que con tres frases te abre unos mundos enormes…», dice Lidia Blanco, directora del Primer Encuentro de Microficción en la Argentina. Pero si abrimos más los ojos, no tardaremos en darnos cuenta de que son más los aspectos que acercan al microrrelato a la lírica, que los que lo alejan. La rigidez de un soneto y su planteo en la primera estrofa, desarrollo en la segunda cuarteta para elevar la tensión en el primer terceto hasta rematar en el último, nos habla de una estructura «casi» narrativa en una de las formas estróficas consideradas «perfectas». Así como también, las microficciones presentan «algo» del soneto en su trabado grupo de palabras donde si se extrae una, cambia todo el sentido del texto. Pablo de Santis lo confirma: «El microrrelato es una especie del arte del efecto, como pueden serlo la poesía o el humor gráfico. […] La escritura requiere que no haya elementos ni palabras de más…».

Las fronteras limítrofes entre la microficción y el poema en prosa, por caso, son también bastante borrosas, y estallan los muros que las dividen en cada relectura. Basta mirar «hasta pulverizarse los ojos» algunos textos de Alejandra Pizarnik para sentir esa intimidad entre el relato y la poesía:


«Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada.
Sólo vine a ver el jardín donde alguien moría por culpa de algo que no pasó o de alguien que no vino.
Ella es un interior.
Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré.»

En Textos de sombra y últimos poemas, 1982



Entonces no resulta extraño que, sin aviso, historias pequeñas se hayan colado entre los versos para contagiarlos de la potencia de una anécdota turbia o deslumbrante. ¿Aire de una época fragmentaria, estética del twitter o el sms, imperio de la hibridez taxonómica? La aduana paralela que es la literatura ha visto atravesar de un lado a otro –con una descarada felicidad- a muchos autores. Cualquiera que lee la nouvelle de Fabián Casas, Ocio (2000), sabe que muchos de los núcleos narrativos ya habían sido «ensayados» antes en su libro de poemas El salmón (1996). Jorge Aulicino puso un dedo feroz en la llaga del statu quo del estilo: «En saber narrar quizá se concentra la posibilidad actual de hacer poesía […] Del único modo en que puede ser interesante hoy la narración. Como búsqueda de un momento abierto, breve, donde está todo lo necesario para comprender el desconcierto del narrador…» (Saber narrar en poesía, prólogo a El espía de Pablo Chacón, 1997). Por lo tanto, con el tiempo los poemas se han visto intervenidos por astillas de otro palo para asestar el golpe de manera letal:

ANA Y LOS LOBOS


¿Y si esta noche me llamaras desde las callecitas
de nuestro pueblo y tu llamado me alcanzara,
como si fuera un goteo de llovizna tu voz sobre el empedrado
donde resuenan todavía mis pasos, los pasos
de mi madre? ¿pero y si no te escuchara?
A veces llega hasta la casa, desde el bosque cercano,
el canto de los lobos. Puedo distinguir,
entre todos, el llamado del lobo herido, imaginarlo
tendido en soledad bajo la luna,
abandonado tras la cacería de la tarde
para que la muerte lo alcance con mucho más trabajo
que las balas. Tu voz no me dejaría olvidar,
me repito, sería el hilo de luz intermitente que me guiaría
a algún sitio remoto y familiar. Pero quizás el canto
de esos lobos es una red tendida, una trampa
preparada para que la niña caiga, y distraída,
se olvide de escuchar. Recuerdo
una historia que mi madre contaba
sentada en un sillón de mimbre a la sombra
de los cedros. Hubo una noche –decía–
particularmente oscura en que un faro,
en una orilla lejana del océano Atlántico,
se apagó de pronto, como se apaga una vela
bajo el temblor de un soplo, y entonces
todos los barcos se extraviaron: el azar
quiso que los tripulantes de esas naves, marineros
o familias de inmigrantes, recalaran

en un puerto cualquiera, perdidos,

sin dinero ni instrucciones para volver a casa.
Yo misma, muchos años después,
varada en tierra extraña como ellos, imagino
a aquellos navegantes. Me digo:
como ocurre siempre que el azar sostiene
los cimientos de un destino, seguramente
pasaron el resto de sus vidas
soñando cómo sería la ciudad, el puerto aquél
que no tocaron, preguntándose
si sonarían más dulces las palabras
en ese idioma desconocido, si serían
los hombres, las mujeres más dichosos,
más bellos, si habría menos melancolía en las canciones
que se cantan al atardecer, cuando se vuelve
de las fábricas o los buques cargueros, llevando
un bolso raído entre las manos. No puede saberse
qué hay en la otra orilla, excepto la certeza
de la misma niebla y los mismos pájaros,
bajo un cielo distinto que nos ha desairado.

Claudia Masin, en la vista (Visor, 2002)


La propia historia de los barcos extraviados -introducida sin inocencia por la voz de la madre- funciona como el eje para esas dos aspas que conforman el «poema en sí» de la autora. Es que en la mejor poesía escrita en esta última década, los ejemplos se suceden con frecuencia y demuestran que no se resigna lirismo por contar una historia. Toda poesía actual es cimarrona; en caso contrario de pureza (ya sea alta o baja), atrasa. En el espléndido prólogo a Conejos en la nieve de Eugenio Mandrini (Colihue, 2009), Jorge Boccanera dice acerca de los poemas: «De su lado, el lenguaje va, de la vehemencia a una ceñida reflexión […] alternando el tono lírico con pasajes decididamente narrativos. […] Incluso introduce una serie de repujados microrrelatos…»:

«Mi matrimonio con la pesadilla sería intolerable
si no fuera que me despierta para oírme gritar…»

en Voces del hospicio (Conejos en la nieve, 2009)

***

«Se le preguntó qué es el sueño
a una mujer cuyos ojos se gastaban frente al espejo, y
dijo:
-Debería ser un viento que borrara todo lo vivido y
al despertar me quedara intacto aquello que anhelaba…»

en El sueño (Conejos en la nieve, 2009)



Acaso la autonomía de los microrrelatos interpolados en un poema sea fugaz y caprichosa (como también lo es la belleza). Apenas recordamos el texto que los contiene, ya no se puede escindirlos. Sin embargo están allí, expectantes para que alguien atento les pegue el tirón y corte el cordón umbilical de la tradición genérica. El verdadero peligro, entonces, sería descubrir cuánta sangre se pierde en el alumbramiento y con cuánta fuerza lloran después.


*Este ensayo es una intervención y profundización de otro que escribí en el blog Quebrantapájaros en abril de 2008.

[1] Además de Brasca, otros escritores argentinos como Borges, Cortázar, J.R. Wilcock y sobre todo Marco Denevi y Ana María Shua han cultivado maravillosamente el género de la microficción. Hace ya unos años, algunos autores de Mendoza como Emilio Fernández Cordón, Roque Grillo, Leandro Hidalgo, Rubén Valle y quien firma este texto vienen forjando microrrelatos sin pausa.

viernes, 5 de marzo de 2010

Bajo el amparo de las palabras




por Paula Seufferheld


El refugio, Victoria Schcolnik, Abeja reina, 2008, 75 páginas.

Abrir un poemario representa de por sí para el lector de poesía la posibilidad de hallar un refugio. El final de la lectura confirmará si el esperanzado visitante ha quedado desnudo y a la intemperie o ha encontrado la protección de las palabras que buscaba. ¿Qué decir cuando ese refugio poético se llama El refugio? Sin duda, las expectativas se duplican. Victoria Schcolnik, a medida que discurran las páginas de su extenso texto, primero, no defraudará la promesa del título; segundo, irá desplegando un variado tapiz de refugios para que los viajeros-lectores corran a guarecerse. Allí encontrarán la fuerza de sus poemas breves de impronta narrativa en donde las metáforas tienen la contundencia de sentencias y, paradójicamente, la cadencia de las reflexiones que se susurran al oído. También hallarán abrigo en imágenes en las que la naturaleza, reducida a sus elementos esenciales, es una presencia constante.

En el bello y certero prólogo de Claudia Masin, la poeta chaqueña se pregunta si se construye un refugio porque se tiene miedo o para arrebatarle poder a éste. El libro tiene respuestas para ambos interrogantes. De pronto el miedo es padecimiento del que se pretende huir: «llevame del dolor con tu música,/ que se desprenda/ como cuando la humedad aparece en los muros/ y la pintura empieza a abrirse». En otras circunstancias, esta emoción oscura es poder al que se intenta desafiar: «entré allí/ donde la serpiente se enrosca a descansar// quería descubrir cómo se amoldaba a mis formas/ el refugio de un animal/ que se dispone a atacar ante el mínimo peligro».

El poemario está dividido en cuatro secciones. Cada una de ellas se abre con sugestivas fotos en blanco y negro en donde la fotógrafa, Dolores de Torres, capta las sombras que proyectan en la pared botellas o floreros llenos de agua. Lo sabemos: las sombras no tienen contenido ni continente; todo escapa a ellas. Esta afirmación recorre como una verdad el libro entero. No hay refugios que no puedan franquearse o derribarse con el simple roce de una mano, la fuerza directa de una mirada o el golpe de una idea. Los refugios son, en definitiva, sombras, simulacros para huir del miedo o combatirlo.

Primer refugio: el propio cuerpo

No existe cuerpo que no sea máscara protectora también. Detrás de esa carne de yeso, el yo lírico no se siente reconocido: «cada vez que siento una presencia, me doy vuelta/ como si yo fuese/ un objeto al que se le acercan sin tocarlo jamás». El refugio aquí es puerta hacia el conocimiento doloroso de la incomunicación y la soledad.

Otros refugios

Un refugio también se levanta con recuerdos. Una mujer los encuentra en los zapatos de quien fuera su papá. El tiempo, entonces, retrocederá con esa rapidez que no tiene para avanzar: «se los probará, sentirá que le quedan grandes/ y en esa pequeña distancia recordará que es niña/ y que tenía padre». Otras veces, recuerdos menos felices buscarán amparo en la voz poética que los reclama: «me quedo/ concediendo nombres a lo que se desplomó en el empedrado/ y todavía retiene/ la lumbre de haber vivido alzado al viento».

Los refugios no son solo moradas solitarias. Un cuerpo puede buscar a otro para, juntos, resistir: «¿si ocurriera que nos apoyáramos cuerpo contra cuerpo,/ y luego, el resto del tiempo fuera una lucha por no caer?».

A veces adoptan la hechura de construcciones ajenas. Vivir aprisionado es habitar un refugio no elegido: «¿cómo se vive una vida en el lugar errado?».

La palabra, ¿el refugio imposible?

Para cualquier poeta la palabra es cuerda, lanza, puente que se tiende entre el silencio y el abismo de papel. No hay viaje más ambicioso y Schcolnik lo sabe: «es tarde/ y los niños corren por el campo/ buscando el secreto/ que escribo y escribo/ sin encontrar». A pesar de ello, desea hallar ese refugio vedado: «si inventara un lenguaje/ que uniera mi necesidad a la satisfacción, una palabra/ que me diera refugio». Estos versos cierran el libro y el lector se pregunta si este poema no debería ser, en realidad, el primero. Inmediatamente se contesta que no, que fue imprescindible desandar el camino de todos los refugios contemplados: los viejos zapatos que devuelven a una mujer su niñez, el lago frío en el que el yo lírico quiere nadar con los cardúmenes o el cerezo que regala sombra y flores para apretar. En cada caso, la poeta construyó firmes guaridas con el material noble de sus palabras. No sé si cumplió en parte su deseo de inventar un lenguaje. Solo ella podrá decirlo tras su máscara. Lo que puedo afirmar con seguridad es que bajo el techo de sus versos el miedo se vuelve un animal indefenso.



Algunos poemas de «El refugio»

*

de la tierra creció un cerezo
como si las ramas fueran un cielo
que jamás se nubla

el viento acercaba los pájaros

bajo el árbol
buscó una sombra

una flor cayó en su palma
la apretó
hasta que ya no tuvo la fuerza

*

que pasaría si un ejército llegara al lugar de batalla
y los enemigos hubieran muerto,
cómo hace uno cuando aquello
por lo que le ha tocado luchar
ya no existe
y se encuentra haciendo movimientos inútiles
limpiando la escarcha de inviernos pasados
esperando lo que ya no se ama

*

te espero
como se espera la punta de una lanza
aún no clavada en el cuerpo

*

si pudiera darle a las palabras la forma
de las curvas en las hojas

tal vez dejaría de sentir el tirón
de lo que es arrancado antes de caer

Victoria Schcolnik*, en El refugio



*Victoria Schcolnik nació en Buenos Aires, 1984. Es Licenciada en Comunicación y poeta. Editó en tres antologías, incluyendo La última poesía Argentina (Ediciones en Danza, 2008). Fundó junto a las poetas Teresa Arijón, Paula Jiménez, Claudia Masin, Mercedes Araujo y Guadalupe Wernicke la editorial Abeja reina, a través de la cual publicó su primer libro de poemas, El refugio.