![]() |
Jorge Smerling. |
Neuquén, enero de 2020
![]() |
Jorge Smerling. |
Neuquén, enero de 2020
por Susana Slednew*
Especial para El Desaguadero
La historia de También me ensucié las manos con cal y barrí
la arena se relaciona con las muchas veces que me he preguntado por qué la
poesía en mi vida; por qué la escritura de poesía; de dónde o de quiénes extraía
yo la emoción, el pensamiento y la palabra para la poesía.
Provengo de una familia de clase trabajadora y mi numeroso núcleo familiar era gente de oficios de inmigrantes, de tareas del hogar, que sólo habían pisado una escuela primaria. Sin embargo, la lectura era un valor presente en algunos miembros y éramos socios de la Biblioteca Pública de Suárez, el lugar donde nací. Pero hasta el día de hoy no supe de ningún integrante del árbol que escribiera o disfrutara de leer particularmente poesía. Yo parecía ser el único ser absorto frente al espacio de cualquier papel que pudiéramos tener en la casa y en el que quedara algún verso copiado o trazado débilmente por mí.
Básicamente, cada vez que yo me preguntaba –ya adulta- «por qué escribo poesía», «por qué la poesía en mi vida», lo más claro era mi propia familia, las imágenes de aquella casa familiar, ellos con sus maneras de hablarme a través de sus ocupaciones, sus oficios, sus tareas domésticas. Lo más claro era la poesía de esas formas, su lenguaje.
El día que escribí También me ensucié las manos con cal y barrí la arena pensaba en mi padre, entonces cobró mucha fuerza para mí la imagen de su trabajo, la emoción que me causaba verlo desde aquella mezcla entre la admiración por su fortaleza o capacidad de trabajo y el amor filial que yo sentía por él. Así apareció la primera línea del poema como dictada por esa escena de la historia familiar, por lo pensado tantas veces acerca de ella, por el conocimiento del oficio de constructor albañil del que yo sabía detalles por haberlo observado. Tomé –sin ser plenamente consciente de ello- la construcción de la casa como forma de construir los días de la vida, y a la vez la construcción del poema como parte de los días de la vida.
Recuerdo que me mantuve atenta a ese dictado, a ese impulso inicial que me llevó a escribir el poema completo. Desde esa primera línea que quedó casi con fuerza de título no me detuve hasta no escribir la que sentí que era la última palabra: extremo.
Puedo afirmar que sentí una emoción similar a la vivida en aquellos años, que al menos evoqué aspectos de aquella emoción que fueron valiosos para el poema. Sentí aquel affectus que describe en La emoción en el poema la poeta y ensayista Alicia Genovese. Sentí que echaba raíz en este poema de alguna manera parecida a como ella lo describe cuando dice que esa emoción «conforma en el poema una línea de fuerza invisible que lo impulsa, lo sostiene y alimenta su sentido». Además, sentí una gran alegría al escribirlo, una sensación de satisfacción por esa forma de la lucidez que resulta ser para mí la escritura de poesía.
También me ensucié las manos con cal y barrí la arena quedó prácticamente como lo escribí aquella tarde. Le hice apenas dos o tres ajustes menores.
Es un poema que siempre me emocionó mucho leer en público. La primera vez que se lo leí a mis amigas poetas se me anudó la garganta, tanto que alguna de ellas terminó su lectura. Y durante muchas lecturas posteriores a su publicación sentí esa conmoción. Es uno de los poemas que más ha gustado. Es uno de mis poemas más queridos.
Pertenece al libro Los bordes del azar, editado por Ediciones en Danza en 2017 que contiene una serie de poemas cruzados por una poética del viaje, del desplazamiento, real y simbólico, en el que solemos estar inmersos. Y También me ensucié las manos con cal y barrí la arena es un viaje al origen de mi placer por escribir poesía a través del oficio de mi padre.
***
También me ensucié las manos con cal y barrí la arena
Cuando pienso en las palabras
recuerdo a mi padre con una cuchara de albañil
quitando restos de cemento entre ladrillos
lo veo repasar con ternura de obrero
la piel rugosa de la mezcla
Recuerdo que lo miraba transformar el espacio
guiado por la claridad de un sencillo piolín
de extremo a extremo de la obra
con la misma sencillez con que transformaba la vida
No se borra de mí esa dicha
la tarea fina del fratacho
pasando dulcemente por la cara de la casa
como si fuera el rostro de la infancia
como si fuera un poeta
buscando el mejor poema para dar
Él logró con su manera de estar
volver dichosa la mía
logró
mejor dolerme los ladrillos
la mezcla la cuchara
el hilo que tensa esta vida mía
entre extremo y extremo
*Susana Slednew nació en Coronel Suárez, Buenos Aires, en 1958. Es poeta y docente. Publicó: Los bordes del azar (Ediciones en Danza, 2017), Lavar la vida (Ediciones en Danza, 2018), Mapa oscuro (Ediciones del Dock, 2019), #HastagParaElAmor (Ediciones Arroyo, 2020), Porcelana rota, Premio Poesía Fondo Editorial Pampeano 2019 (Edición del FEP, 2021). Publicó sus poemas en tres ediciones conjuntas con el Grupo de poesía Desguace y Pertenencia: El hilo invisible (2012); Donde el viento (2016); Hoja de ruta (2019). Participó de antologías nacionales e internacionales. Sus poemas fueron publicados en revistas, páginas y blogs de poesía. Participó en dos ocasiones de clínicas de obra poética como becaria del Fondo Nacional de las Artes, a cargo de Alicia Genovese y de Irene Gruss. Participa con sus lecturas en festivales, ferias, jornadas y encuentros de poesía. Ofrece cursos, talleres y clínicas de poesía.
Publicado en 2019 por Fundíbulo Ediciones, Fiebre para saciar viene a ser la confirmación de lo que todo lector de poemas en Mendoza sabe: que Mercedes Gobbi es una de las voces más personales de los últimos cuarenta años. Los poemarios Ya no míos, En mitad de una vigilia, Flor mutante y el mencionado en el Certamen Vendimia 2001, Fiebre para saciar, son hitos en un camino de compromiso con la escritura y la libertad creadora. Para esta edición, Gobbi se rodeó artísticamente de sus hijos Melisa Benacot (en el diseño gráfico) y Holubii (en las ilustraciones). El resultado es una familia de palabras, tipografías y dibujos que corren los bordes hasta una zona impensada y feliz: «Afirmar que la frontera solamente es límite es detener la sangre y acotarla a ser solo un río que transmuta el oxígeno. Es frontera cuando se vuelve insensata, cuando desafina...», avisa en la contratapa la autora.
LUCHA
la telaraña es el tatuaje que la escarcha fabrica dentro
del sueño
y el hielo no alcanza a vaciar tu fiebre de noche
en el día a día que se desarma contra el humo del
cigarro y apaga la luz del hambre y encuentra
nuevas maneras de comprarse por si acaso
en el supermercado una gota
gotísima
de esperanza
*
DESOBEDIENCIA
la única manera de salvarme de la muerte es viviendo
POR QUÉ debo pedir disculpas por no moverme
delntro del pentagrama según órbitas previstas
por no quedarme tejiendo en una hamaca
si todavía
me queda un resto de nervio y arrebato
*
VENGANZA
es extraño el silencio que disuelve las gotas del
instante
una adivinanza terca
un laberinto que atrasa las ganas que desgaja el
puente donde no hay margaritas en el
remolino del juego
y esta ácida alegría de saberte lejano y arrojado
detrás de los malvones con disfraz de babosa
*
AÑORANZAS
he llorado esta mañana por todas las localidades de
la casa
en la cocina fue un llanto de café y pan tostado y
ausencia de pucheros
como cuando eran niños los hijos y había que correr
para que los delantales estuvieran planchados y no
se hiciera verdad el pánico recurrente que me hacía
vociferar cerca de las doce cuando descubría
que eran las doce y todos los guardapolvos estaban
en el cesto de la ropa sucia
o peor aún
estaban todavía en el dormitorio hechos un bollo
amorfo ganándole una batalla a los papeles
![]() |
Flores a mis muertos, de Paula Novoa. Cave Librum Editorial, Buenos Aires, 2021, 54 pág. |
Por Carlos Battilana
Los poemas de Paula Novoa se preguntan por la existencia de los muertos. Parece extraño este interrogante que sobrevuela el libro. Pero sí. ¿Cómo es que alguien con el que se ha tenido tanta intimidad, con el que se ha compartido intensamente una experiencia afectiva, de repente ya no está y, sin embargo, aún exista? Los poemas de Novoa responden que esos seres a quienes hemos acariciado, sentido y amado, con quienes hemos dialogado y nos hemos reído, siguen viviendo a la manera de la memoria proustiana. No es que estos poemas apelen a una visión sobrenatural ni tampoco a ninguna teoría de la trascendencia religiosa. Las acciones cotidianas -mínimas, microscópicas- se convierten en signos imperecederos que conectan la ausencia del ser amado con el presente, como si lo vivido se prolongara en el hecho mínimo de oler una fruta, de regar una planta o simplemente de cuidar unos gajos en una lata de duraznos. En su fragilidad, el universo botánico es un modo de convocar las formas efímeras del pasado: “Tomé un fruto, / padre, / lo acerqué a mi boca / y tu memoria se acuñó / en mi memoria”.
Uno de los poemas de Flores a mis muertos narra el instante previo a la expiración. El texto está dedicado a un amigo al que se ha querido mucho y refiere un ritual que la poeta denomina «la ceremonia de la muerte». No se trata de ninguna liturgia sobrecogedora ni de una congoja explícita. Los dos amigos sostienen los momentos finales hablando de cualquier cosa, estando en silencio, mirándose y compartiendo un cigarrillo. El silencio abrasa cada segundo como si fueran horas doradas. Esos hechos exiguos son los únicos posibles y se experimentan no como una tragedia sino como un don arrojado a la pequeña posteridad. Sin palabras grandilocuentes, sin pretender siquiera descifrar el secreto mejor guardado, sin decir necedades acerca de lo impensable, los amigos aguardan juntos el fin. Ese tiempo compartido postula la única certeza, la de que se intentó -como se pudo- honrar las horas de cada día.
Ya que la poeta no suele llevar «flores» a sus difuntos, nos preguntamos por la inclusión de ese vocablo en el título del libro. Las flores, transfiguradas en pequeñas miniaturas textuales, son un regalo para todos aquellos a quienes se evoca. Hay una analogía entre las flores y los poemas, como si escribirlos fuera un ramito depositado en la tumba del muerto. Y también hay otra analogía entre los seres extintos y la experiencia del amor trunco («la medida del amor»). La poeta -que narra una infancia tenazmente silenciosa- no gritó ni gritará su dolor hacia afuera. Aun así trata de meditar cada domingo, luego del trajín semanal, acerca del origen y la naturaleza del tormento. Las ausencias se agrandan pero se constata, como pequeñas materias del mundo -plantitas, racimos, tierra mojada- que lo bello fue posible, y quizás aún, en su súbita suspensión, pueda suceder otra vez: «Dormía la siesta / y vos leías en el comedor, / la puerta estaba entreabierta por el humo. // Me avisaste que nevaba, / nos quedamos en silencio / y por un rato olvidamos / el daño que nos habíamos hecho / la noche anterior».
Los poemas de Paula Novoa son breves; sus versos se escriben en un muro de piedra con un estilete y buscan decir lo necesario, reservándose a la manera de los icebergs una parte que debemos completar. Dos tipos de poemas componen este libro: por un lado, los poemas literales, que cuentan los hechos acontecidos con delicada precisión; por otro, los poemas que interrogan al misterio y se exponen a la incertidumbre. Este bello libro de Paula Novoa nos convence de que la poesía es una manera de situarse en el mundo. Y también nos persuade de que el cuerpo, en su caso, más que durar un periodo biológico determinado, prefiere verse afectado amorosamente por los días. De ese modo, vivir empieza a tener sentido.
***
Tres poemas de
Flores a mis muertos,
de Paula Novoa
Flores a mis muertos
Aunque no lleve flores a mis muertos,
intento recordar sus voces,
la textura de sus pieles,
busco los olores
que dejaron en mis cosas.
Olvidé en dónde están sus huesos,
qué parte de mí tocó sus carnes.
No sé quiénes habitan hoy sus casas.
Aunque no lleve flores a mis muertos,
hago rituales cotidianos,
como brotar gajos
en una lata de duraznos
y esperar.
*
Un fruto como la magdalena
Tomé un fruto, padre,
lo acerqué a mi boca
y tu memoria se acuñó
en mi memoria.
Tomé un fruto,
padre,
y su dulzor
me llevó a tu infancia.
Ahí,
en tu casa,
me senté a la mesa junto a tus hermanos,
probé el alimento de tu madre muerta,
y volví para ser tu hija.
*
Cementerio de animales
Debajo del nogal está
el cementerio de animales.
Dos niñas construyen
lápidas y coronas.
En un banquito
frente a las tumbas
rezan.
Ahí, aprenden
que la materia perece
y rezan.
Con las manitos juntas
y los ojos cerrados
rezan.
¿Esto es la muerte?
preguntan.
Sí, la muerte:
decenas de pequeñas tumbas al pie del nogal
y una plegaria.
![]() |
Flores para no regar, Valeria Pariso. Ediciones AqL, Buenos Aires, 2021, 62 págs. |
por Diego Roel
Dueña de un lenguaje diáfano, alusivo, reticente, Valeria Pariso se expresa con mesura y delicadeza. Sabe que un gesto levísimo puede demoler un jardín. Armada de una ardiente lucidez, emprende la alabanza de lo pequeño y de lo grande. Para ella el mundo y las cosas del mundo son un espejo. Todo puede ser amparado dentro del espacio del poema: la angustia, la tristeza, el amor, el miedo, la furia.
En Flores para no regar el enunciado poético va tejiendo, como si se tratara de la delicada trama del ñandutí, un andamiaje que sostiene los vestigios del cuerpo, la belleza de lo que resiste.
Si no fuera tanta la belleza,
teniendo que cruzar el río
yo me hubiese quitado
el tapado de lana
para ser la perra muerta de esa noche.
Pero la belleza es amable y tenebrosa.
Al leer el conjunto de la obra de Pariso advertimos la consolidación de un estilo límpido y preciso, de gran concisión. Sus poemas, como acertadamente señalara Dolores Etchecopar, ofrecen el destello de una presencia, el prodigio de un instante. Pero no nos engañemos, detrás de una aparente atmósfera de simplicidad, debajo de la rigurosa transparencia de los textos, se esconde una inagotable capacidad reflexiva. Así, en Flores para no regar, cierta austeridad en la expresión no impide el desborde de imágenes de inusitada belleza.
Igual que un ciervo que come geranios
bajo el cielo azul del mediodía.
……….
Podrías poner ahí tu corazón,
dormirlo como un pájaro en un nido blanco.
……….
Cada latido mueve el aire.
……….
Árbol del misterio, no voy a devolverte las camelias
blancas.
……….
Mi pureza salvaje se cubrirá de nieve.
……….
La memoria es una hélice adentro del viento.
La ceremonia del té es una de las manifestaciones más originales del arte japonés. Su mención en Flores para no regar no es azarosa. Corresponde al simbolismo ascensional del árbol. La alusión a este ritual le permite a la poeta introducirnos en un arduo y paciente aprendizaje: el de la intermitente emergencia de la luz en la memoria. No olvidemos que el té era considerado en Japón un antídoto contra los venenos, un remedio para permanecer en estado de alerta. Y hacia eso apuntan los poemas de este libro, hacia una cura profunda, hacia el rescate, mediante un proceso de anamnesis, de todo aquello que vive en el fondo.
¿El té?
Compré poco.
Cuando me di cuenta
volví por más.
Junté nieve,
la nieve derretida es agua perfecta para el té.
Respiré araucarias,
respiré sus hojas verdes de 150 millones de años,
las oí cantar adentro de las piedras.
La noción china y japonesa, que Jorge Luis Borges nos
recuerda refiriéndose a la obra de Henri Michaux, de que los ideogramas de un
poema no se componen sólo para el oído sino también para la vista, parece haber
imbuido la escritura de este libro. En Flores para no regar no hay un solo
verso que no haya sido vigilado y limado, trabajado con tenacidad, con el cuidado
amoroso de un calígrafo.
Cierta vez le preguntaron a la poeta griega Kikí Dimulá: «¿Cómo se escribe un poema? –De tantas formas como poetas existen en este mundo. ¿Cómo se escribe un buen poema? –Con trabajo duro y hemorragias internas. Con una desconfianza alerta del poeta frente a lo que está escribiendo. Con generosa autocrítica. Rompiendo».
Valeria Pariso escribió Flores para no regar aplicando al pie de la letra la preceptiva poética de Dimulá.
Si en cada cicatriz me apoyaran
un tallo
con su flor silvestre,
manzanillas, verbenas,
malvas,
dientes de león,
tréboles blancos,
nadie vería la belleza
de este cuerpo roto
que resiste.
Como dijimos anteriormente, estamos ante una poética sutil que sabiamente aúna sobriedad expresiva y capacidad de reflexión.
Yo tuve que cruzar
de lado a lado el río
como se cruza un límite, un diagnóstico.
Sí, es la percepción de la belleza la que rompe el muro de la opacidad de lo real.
Ah, si no fuera tanta la belleza
ya me habría cansado de juntar
las gasas estériles del miedo,
habría perdido el paso, el hambre.
La poeta conoce la naturaleza inasible y aviesa de la palabra, sabe que el lenguaje usual, como afirmaba Alberto Girri, adolece de precario en todas sus circunstancias. Por eso huye del fantasma de la repetición. Por eso le ruega al viento de los desesperados, al lobo de la madrugada. Pronuncia la sombra del canto.
Colofón
Podemos leer Flores para no regar como un único poema dividido en cuarenta partes. La elección de esta cifra no es casual, esconde una pequeña clave. En japonés la palabra que se usa para el cuatro (四) se pronuncia de la misma manera que la palabra muerte (死). En la tradición judía el número cuarenta indica cambio o transición, renovación, pasaje, nuevo comienzo. El baño ritual (mikvé) debe llenarse, según el Talmud, con cuarenta seas (medidas) de agua. De cuarenta proviene el vocablo cuarentena, práctica utilizada en la antigüedad para evitar que se extienda una enfermedad o una plaga. En el calendario cristiano la cuaresma designa los cuarenta días de purificación antes de la celebración de la Pascua.
Los cuarenta poemas de este libro invitan al lector a una experiencia contemplativa. Con una lengua tersa, dúctil, austera, celebran la aparición de la luz en la memoria.
Cuarenta poemas breves, incisivos, radiantes. Cuarenta poemas para escandir en voz alta.
Tres poemas de
Flores para no regar
de Valeria Pariso
4
Del amor recuerdo su belleza
y el peligro de extinción,
igual que un ciervo que come geranios
bajo el cielo azul del mediodía.
*
8
Fue inútil el tapado, el alumbrado público encendido,
el agua del río Brenta bajo el puente.
Cuando me tocó pasar
todo era
una sola oscuridad cerrada.
Yo tuve que cruzar
de lado a lado el río
como se cruza un límite, un diagnóstico.
Ah, si no fuera tanta la belleza
ya me habría cansado de juntar
las gasas estériles del miedo,
habría perdido el paso, el hambre.
Si no fuera tanta la belleza,
teniendo que cruzar el río
yo me hubiese quitado
el tapado de lana
para ser la perra muerta de esa noche.
Pero la belleza es amable y tenebrosa.
Nos ve el hambre.
Nos prepara el arroz blanco de la niebla.
*
10
Haz un pozo en la nieve.
Con la punta del zapato, haz un pozo en la nieve.
Hunde con fuerza el pie.
Siente la forma en que la nieve
cede
frente al peso firme de tu cuerpo.
Quita el zapato del pozo.
Sacúdete la nieve del pantalón frío.
Mira el pozo.
Mira la nieve que rodea el pozo.
Mira el pozo.
Algo de pasto vive en el fondo.
Mira el pozo.
Podrías poner ahí tu corazón,
dormirlo como un pájaro en un nido blanco.
Dormir tu corazón en un nido blanco,
sobre todo el invierno.
Mira el pozo.
Mira toda la nieve que lo rodea.
Mira la nieve que rodea el pasto
que vive en el fondo del pozo.
Tu coraje se parece al pasto
y eso es bueno.
Tu ilusión se parece al pasto
y eso es alentador.
Tu corazón se parece al pasto.
¿Qué hace tu corazón verde
en un nido blanco?
Libros del Zorzal publicó en la Colección El Aura Y el mundo está ahí, del reconocido poeta y ensayista nacido en La Plata, Rafael Felipe Oteriño. De larga trayectoria, miembro de número de la Academia Argentina de Letras y con una obra que lo instala entre los autores ineludibles del mapa poético de nuestro país. Reflexivo, certero, íntimo, observador; el poemario de 2019 se divide en cuatro partes: «Más de un amanecer», «Citas no concertadas», «Para una biografía» y «Postales». El propio autor en el prólogo (se) define: «Este no es un libro confesional, aunque contiene algunas confesiones. Fue motivado por atisbos y visiones más que por certidumbres. Lecturas, una palabra retenida al azar, el devenir de un hecho, algún recuerdo que se negaba a desaparecer, operaron como desencadenantes del verso...».
*
En la laguna
De espaldas, a orillas de la laguna,
oigo el paso lento y ronco de un avión.
Como un rey en marcha hacia el exilio,
pesa menos que el sueño de una herida.
Pobre él, no tiene asilo en el cielo
ni en la tierra ni en la boca de un pez.
Buscando altura, como todas las cosas,
vuela sin saber que ha llegado.
*
Para una biografía
Arroyos, lagos, troncos suspendidos,
viento fuerte del sur y del oeste
arremolinado en el pelo y la cara;
un pez solitario en el estanque,
inventando el ahogo y la oscuridad;
sal y estrías de sal en los labios;
palmatorias, fósforos, cabos de vela:
guardianes en la casa, de voz apagada.
Porque la vigilia era larga y no había,
hasta el día siguiente, otra claridad.
Satélites en la noche, a cielo abierto;
la llamarada del sol, bien temprano,
y con el primer rayo, el primer altar
(y nadie lo ha advertido todavía).
Un aniversario, un cuaderno escolar,
un barco de madera, lejos del agua;
cornisas, grúas, puentes levadizos,
glorificando el instante. Y ese hombre
de pie, absorto en la contemplación,
tratando de descifrar todo.
*
Gracias
26. Antes los versos eran cortos,
casi aforísticos, apenas una línea o dos.
Ahora se pueblan de imágenes
y llegan a ocupar más de una página.
¿Será porque el poeta ha aprendido
el singular arte de la palabra?
¿O porque la vida ha descargado sobre él
ayes, voces entrecortadas, cantos de sirena,
de los que se alimenta la poesía?
por Hernán Schillagi
¿Para qué leer? En un mundo taimado y mercantilista, la
pregunta encierra una verdad y una afrenta, porque nos obliga a otro
interrogante algo más incómodo: ¿para qué escribir? Sin embargo, leer y
escribir son dos felicidades poderosas que adquirimos con bastante esfuerzo al
comienzo, aunque a tan temprana edad que se nos borra el sentido, la
orientación cabal de entrenar la mirada ante unos dibujos caprichosos y
repetitivos. La activación en simultáneo de la parte frontal del cerebro y del
hipocampo podría ser una réplica tan cierta como insuficiente.
Por eso, cuando los signos de interrogación se abren filosos, son anzuelos para extraer en lo profundo de las dudas: ¿para qué leer poesía, entonces? «Varían los tiempos, las formas y la centralidad de la palabra, pero la poesía siempre tiene algo para decir…», avisa Rafael Felipe Oteriño; para rematar más adelante: «Reacia a cualquier encasillamiento, musical o lacónica, invita a un ejercicio de atención para una mente sobrecargada de mensajes…». Por lo tanto, esta práctica excéntrica, ya sería una cuestión que no tiene lugar en la realidad actual. O sí.
Cuando nos tocaba viajar en el asiento trasero del Ami 8 con mi hermano, durante la niñez de los 80, para pasar el aburrimiento inventábamos varios juegos durante el camino: descubrir quién veía primero el espejismo de agua en el medio de la ruta, encontrar horneros en los palos del tendido eléctrico, sacarle la lengua a todos los niños que pasaban, saludar a los camioneros con gesto de complicidad para que tocaran bocina y, si justo llegábamos a las vías y la barrera estaba baja, surgía la ruleta del tren; el triunfo era para el que adivinaba el número del último vagón. Todos esos entretenimientos salidos de nuestras cabecitas analógicas, en verdad eran un adiestramiento solapado para otro juego: el de cazar con la mirada. Pero no dependía de nosotros, sino del azar. Zorros, cuyis, serpientes, lagartijas, vizcachas y cuanto bicho de la fauna cuyana se atreviera a cruzar por el asfalto voraz. Entonces, atrapar ese flash viviente, con sus pelos, escamas o colmillos, te hacía ganar todas las jugadas. Es cierto que los juegos de niños estimulan la imaginación, aunque hay algunos que te definen para siempre.
En la película Animales fantásticos y dónde encontrarlos, de 2016, guionada por la famosa J. K. Rowling, el mago Newt Scamander porta una misteriosa maleta con una docena de criaturas tan irreales como asombrosas. Así, atraviesa la ciudad de Nueva York sin poder dominar del todo a estas extrañas bestias que quieren colarse en un mundo sin magia, el nuestro. Con este muestrario particular, el protagonista es capaz de abrir cualquier cerradura, repeler maleficios, provocar tormentas, desaparecer para huir del peligro y aparecer cuando sea conveniente. Es decir, una persona con un aspecto similar al de un primo lejano, puede sorprenderte de un momento a otro con artilugios reconocibles y verdaderos.
Juegos y magia, diversión y maravilla. Quiero pensar que, del mismo modo, quizás un poeta sea un mago arrepentido que se olvidó de sus poderes, o un niño tardío que no se resigna a dejar de jugar. María Negroni nos revela en el precioso Pequeño mundo ilustrado: «Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje…». Esta zoología de la mente, por tanto, se traduce con los años en delgados y potentes libros de poemas, armas no solo cargadas de futuro —como quería Celaya—, sino de tiempo, uno que merece perderse sin consecuencias. Así como no hay discursos políticos para niños (aunque traten de engañarnos con puerilidades), tampoco existen libros de poemas enteramente para adultos. Escondidos en zonas infames y oscuras de las librerías comerciales, apretados hasta la invisibilidad en nuestras bibliotecas entre pesadas enciclopedias y novelas de éxito, recibidos con cierto desaire por lectores incautos en una presentación; estos especímenes de papel, tinta y sueños nos salen al encuentro en el momento que más los necesitamos: cuando una puerta se traba, cuando una nube negra no se aparta de nosotros, cuando el peligro de crecer en un mundo demasiado serio es un maleficio insoportable. Cuando, finalmente, nos olvidamos que ser niños y leer libros de poemas no deja de ser otra cosa que la búsqueda de algo vivo que se nos atraviese en el camino.
MENCIONES
-Oteriño, Rafael Felipe. Continuidad de la poesía, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2020.
-Negroni, María. Pequeño mundo ilustrado, Caja Negra, Buenos Aires, 2012.