viernes, 7 de octubre de 2016

La historia de un poema de María del Carmen Marengo

María del Carmen Marengo.


por María del Carmen Marengo (*)
Especial para El Desaguadero

Mi hijo nació prematuro, luego de un embarazo que, de muy placentero en los primeros meses se transformó sorpresivamente en uno de riesgo. Así supe que la experiencia de la maternidad y el nacimiento pueden estar muy lejos de la versión idealizada y edulcorada que concebimos socialmente.

Siendo sietemesino, nacido con un kilo y cuatrocientos gramos, mi niño pasó inmediatamente, en sus primeros minutos de vida, a incubadora. La sala de incubadoras corresponde a la terapia intensiva de los bebés, por eso los padres generalmente cuentan con un horario restringido de visita, que en nuestro caso era de unas dos horas al mediodía y de hora y media al atardecer. Algo tienen esas visitas de ritual, y de peregrinación: primero madres y padres formábamos una cola frente a la puerta del recinto (que nunca se abría a la misma hora), luego, una vez que ingresábamos, nos colocábamos las batas obligatorias, luego hacíamos otra fila para el lavabo y esperábamos pacientemente el turno para lavarnos las manos, así hasta que por fin cada uno accedía a su pequeño en su caja de cristal. Quienes han pasado por esa experiencia saben que los minutos que se comparten con un hijo en esa circunstancia están fuera del tiempo y que la actitud de recogimiento que uno ve en los otros padres es absolutamente conmovedora. Pero el tiempo se hace presente implacablemente y hay que retirarse y dejar a las criaturas en ese templo ajeno, en el que las luces no se apagan y la actividad no cesa.

Todo el que ha tenido un familiar, un ser querido en terapia intensiva, sabe lo doloroso que es tener que retirarse y dejarlo aunque solo sea por unas horas hasta el día siguiente. Esas horas son un vórtice que solo se viven a contrarreloj para llegar nuevamente al momento del día en que se pueda volver a verlo con vida. Porque, como me decía un amigo hace unos años, uno no quiere irse porque en el fondo de esa resistencia está el terror de que nuestro ser querido se nos muera en esas horas de ausencia. Ese desgarramiento, creo, es aun más fuerte en el caso de nuestros recién nacidos, que han sido esperados por meses para que estén con nosotros, a nuestro cuidado, y que son la encarnación misma de la fragilidad.

Allí quedan en manos de médicos y enfermeras. Ellas, estas últimas, son las «manos sabias» a las que alude el poema, las que realmente saben cómo mover a los pequeños con una pericia admirable. Son también las que utilizan el verbo «guardar» para referirse al hecho de volver a ponerlo en la incubadora (ya que, salvo en casos de gravedad los niños pasan el rato en brazos de sus padres). Terminado el tiempo, preguntan «¿lo guardamos?».

Luego de veintiséis días, nuestro bebé llegó por fin a casa. Tuve la suerte de tener una licencia de tres meses a partir del nacimiento, en los que estuve dedicada exclusivamente a su cuidado y a escribir mientras él dormía. En esos meses surgieron este poema y los que lo acompañan en la sección correspondiente del libro La vida numerosa. Fueron de los meses más lindos de mi vida.



El calor de nuestras manos...

El calor de nuestras manos
no alcanza
para protegerte.

Venimos hasta vos
a diario
para que tu cuerpo pequeñito
nos dé la vida
que nos falta,
y que nos concedas la gracia
de que el día,
que recién comienza
y ya termina,
vuelva a nacer
mañana.

Manos sabias
vuelven a guardarte.

Nos vamos
y el corazón
será una tierra de nadie
hasta que volvamos.
  

(del libro La vida numerosa) 


(*) María del Carmen Marengo nació en Balnearia (Prov. de Córdoba) en 1968. Ha publicado los libros de poemas El fuego invisible (Alción, 2001), El camino de los ángeles (Alción, 2003), El libro de los jardines y los abismos (Recoveco, 2007) y La vida numerosa (Cartografías, 2014), la nouvelle El legado (Alción, 2010) y los ensayos Geografías de la poesía: representación del espacio y formación del campo de la poesía argentina en la década del cincuenta (Municipalidad de Córdoba, 2006), por el que obtuvo el Premio Municipal Luis José de Tejeda en 2005, y Curiosos habitantes. La obra de Bustos Domecq y B. Suárez Lynch como discusión estética y cultural (Facultad de Filosofía y Humanidades, 2014). Poemas suyos han sido publicados en revistas nacionales e internacionales. Recibió el doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Maryland y es Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Se desempeña como profesora en la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Córdoba y en nivel terciario.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Devenir animal

La piel de la oruga, de Melisa Mauriño.
Viajero Insomne Editora. Buenos Aires, 66 pág.


por Diego Roel (*)

La piel de la oruga está dedicado a 82 orugas de Eacles imperialis opaca, un género muy particular de lepidóptero. Durante su corto período de vida, la oruga de polilla imperial realiza una metamorfosis completa. Pasa por cuatro estadios bien distintos: huevo, oruga o ninfa, crisálida o pupa, y adulto o imago. Cuando alcanza su máximo tamaño la oruga busca un lugar donde enterrarse. Bajo la tierra construye una especie de cápsula ovoidal, una cámara de aire, y cambia, varias veces, de piel. Ya no se alimenta. Los órganos se reabsorben y el cuerpo adopta una estructura totalmente distinta. Durante esta etapa desarrolla, progresivamente, patas y alas. Finalmente, después de transformaciones sucesivas, la pupa se abre y la polilla asciende hasta la superficie. Será su misión reproducirse y garantizar la continuidad de la especie.

«colgado del límite
de todo lo que existe sin decirse
encontré
el último capullo dorado
ahora se abre y yo
tengo que cerrar los ojos
para no ver esa luz
que nos parte»

En su primer libro Melisa Mauriño asume un riesgo, describe su propio proceso de transformación. Como las orugas de polilla imperial, se crea y recrea a sí misma. Retoma y resignifica la afirmación de Rimbaud y declara que ella es, siempre, otra. Sí, estamos ante un yo que asume un deslizamiento perpetuo, una permanente metamorfosis. ¿Quién nos mira desde adentro? Uno puede transformarse en otra cosa, devenir animal y seguir siendo, esencialmente, el que era. No hay una diferencia insalvable entre lo humano y lo animal. No se trata de una semejanza corporal, ni de sostener una concepción antropomorfizante de la animalidad. Se trata de una caída en lo abierto. Como sostiene Deleuze: «Devenir animal consiste precisamente en hacer el movimiento, trazar la línea de fuga en toda su positividad, traspasar un umbral, alcanzar un continuo de intensidades que no valen ya por sí mismas, encontrar un mundo de intensidades puras en donde se deshacen todas las formas, y todas las significaciones, significantes y significados, para que pueda aparecer una materia no formada, flujos desterritorializados, signos asignificantes».
Este proceso nos recuerda el ciclo de las transformaciones nietzscheanas: «El espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño». La transformación consistiría, entonces, en la posibilidad de acceder a un lugar anterior a cualquier escisión. De ese lugar habla Melisa.

«Enredada en los hilos del otro mundo
ese del pensamiento, anguloso
atemporal
tejiendo con mis dedos la crisálida de aire
falta poco, ¿quién me mira desde adentro?
yo misma, quizás
yo otra»

El mundo de La piel de la oruga es un mundo inestable. Nada ofrece resguardo contra la incesante mutación. Se busca, se nombra algo que está constantemente en fuga. El libro nos muestra las sucesivas etapas de un duelo, habla de un ausente. Porque los poemas de amor, como afirmaba Martine Broda, casi nunca se dirigen a un destinatario real, físico, sino que aluden a una figura perdida, inaccesible, a esa cosa imaginaria de la que hablaba Lacan. Del amante apenas queda una imagen borrada por el mismo acto de su nominación. Una imagen que es a la vez señal y ausencia, que se muestra para callar, para ocultarse. A través del deseo el sujeto accede a su carencia de ser fundamental: lo que se busca es lo que falta siempre, lo que se espera.

«Duele
en un lugar oscuro
que borro con mi dedo: señala
el vacío donde cae
por su peso
el faldón de la noche.
Nunca pude hacer entrar
el beso
dentro del beso»

Melisa Mauriño y Diego Roel en la presentación de
La piel de la oruga.
El realismo urbano, el noventismo prosaico y antilírico, intentó relegar el lirismo al terreno de lo anacrónico. El mandato objetivista que imperó en las décadas pasadas consistía, fundamentalmente, en la prohibición de la metáfora y en la instauración de una mirada cínica y distanciada. El tratamiento metonímico exigía presentar la cosa tal como es. La falta de pulimento, la banalidad a ultranza, la ausencia de cualquier tipo de alusión a la experiencia subjetiva, el hiperrealismo y la propensión a la trivialidad, fueron las notas principales de una corriente que pretendió decretar la muerte de la lírica. Ya no había lugar, en el poema, para un tratamiento emotivo del mundo y de las cosas. En una entrevista de 2013, Mark Strand menciona a los poetas que toman «un trozo de la vida para representar la totalidad de la vida». Los poetas metonímicos llevan a cabo una operación mimética, una mera proyección de lo real: para ellos las bellotas son bellotas. No reconocen que todo ojo lleva en sí una mancha, ignoran que, necesariamente, algo nos mira cuando vemos. Frente a esta tendencia, Strand contrapone la visión de los poetas metafóricos, aquellos que transfiguran lo que ven, que crean un mundo alternativo con sus propias reglas y regulaciones. Melisa Mauriño pertenece, sin lugar a dudas, a este último grupo. En La piel de la oruga crea un mundo, un universo personal. Teje una constelación de sentidos múltiples. Se crea, sale de sí, hace eclosión a través del lenguaje. Busca su verdadera identidad, se reconoce otra. Siempre otra.

«yo vi el deseo en los ojos de un hombre
arder como el insecto
que aplastado por la luz
siente estallar
en su vientre
una molécula de sangre.
me quema el sol
los órganos que escondo
del aire
y su escalpelo»

Libro del duelo, del desamor, de lo que sobrevive, los poemas de La piel de la oruga presentan una temporalidad abierta. El presente es continuamente modificado por el pasado. El pasado es un territorio en permanente mutación. Por eso, hay que cerrar los ojos para no ver esa luz que nos parte: la memoria es una carta que se arruga como un puño cerrado. La poeta podría hacer suyas las palabras de Adrianne Rich: «Soy un instrumento con forma / de mujer, que intenta traducir latidos / en imágenes para alivio del cuerpo / y reconstrucción de la mente» . O las de Luis Cernuda: «Cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros».

«Me pregunto qué es de la suerte
de la polilla cuando cae
como el ángel y rueda
He visto al viento leer en sus alas
cierta súplica como si hojeara
un libro a la intemperie»

Los animales de la oscuridad no deben buscar la luz. Siempre duele en un lugar oscuro, que se borra con el dedo: la herida señala un vacío donde cae el faldón de la noche. Los amantes se deshojan en silencio, a oscuras, a puertas cerradas.

(*) Texto leído en la presentación de La piel de la oruga.

domingo, 7 de agosto de 2016

¿Vos hacés poesía?





IV Festival VaPoesía Argentina – Semana en Mendoza, 20/06 – 24/06

Organizadores: Marta Miranda, Ricardo Rojas Ayrala y Noelia Andia
Poetas extranjeros:
 
Otoniel Guevara - El Salvador
Balam Rodrigo - México
Irina Henríquez - Colombia
Felipe Javier Moncada – Chile

Poetas mendocinos:
 
Sergio Pereyra
Facundo López
Paula Seufferheld



En una entrevista reciente, Ricardo Rojas Ayrala, organizador del IV Festival VaPoesía,  se refería a los objetivos del mismo:  «nuestra idea es hacer énfasis en la inclusión social, desarrollar nuestro festival en centros de detención de mujeres, de menores, escuelas rurales, comunidades nativas, centros culturales en villas de emergencia, sindicatos, barriadas populares, refugios de gente de la calle, centrarnos en acceder a un público al que jamás le llegan estas voces, estas situaciones dialógicas ni estos discursos de respeto e intercambio entre pares, donde nadie viene a adoctrinar a nadie y nadie es una tabula rasa que se debe llenar de contenidos; solo pretendemos  generar una simple conversación de iguales».

En cada encuentro del que participé durante la semana que VaPoesía pasó por nuestra provincia, vivencié desde el descubrimiento y la emoción, esta «conversación de iguales» a la que alude Ricardo en su respuesta. Lejos del recital de poesía convencional, cada espacio visitado se convertía en una rueda de palabras: poetas, alumnos, profesores, personas en situación de reclusión tejíamos una red de poemas, historias y anécdotas que nos sacudían desde la risa, el silencio reflexivo o el llanto. En este intercambio, todas las etiquetas caían y al mirarnos nos reconocíamos como simples seres humanos. 

20 de junio – día 1
Espacio de Inclusión Social «Vengo a proponerles un sueño». Palmira, San Martín.


A pocas cuadras del centro de Palmira, se encuentra «Vengo a proponerles un sueño».  Es muy fácil confundir este espacio con un comedor comunitario más. Pero es una primera impresión. Y engañosa como suelen serlo. Bastó compartir una tarde con sus integrantes para ver en sus caras que allí había un hogar, para algunos, el único posible.
«¿Vos hacés poesía, ¿me decís unos versos?», me espetó un nene inquieto apenas llegué. «No, ahora no, cuando vengan los demás poetas», contesté. «¿De dónde vienen?, ¿son muchos?», siguió interrogando. No pude contestarle, porque yo misma me hacía esas preguntas. A los pocos minutos, llegaron, o mejor dicho, irrumpieron con alegría los organizadores y parte del grupo de poetas extranjeros. Ricardo tomó contacto inmediatamente con los niños. Con algunos poemas les demostró  que  la poesía muchas veces es un juego nada solemne y puede apelar tanto a palabras bellas como a onomatopeyas graciosas en forma indistinta. Luego de su merienda,  los niños se despidieron de Cristian Bassin, gestor de este proyecto, y quedaron las mujeres que día a día dan vida a este espacio con su trabajo solidario. Balam Rodrigo y Otoniel Guevara mezclaron la lectura de sus textos con historias de sus respectivos países. Para muchas, fue fácil ver que tanto en El Salvador como en México hay chicos que sufren y sortean el desamparo igual que sus hijos en alguna calle de Palmira. Esta identificación hizo que pronto fueran ellas las portadoras de historias. Cada una tenía marcada la mirada y la voz por el dolor de pérdidas, adicciones, hambre y golpes recibidos en silencio. Al final del relato de cada una, estaba un presente esperanzador y  el «gracias» a Cristian que, sin querer, las había unido en este lugar que las contenía y las hacía sentirse útiles. Juntas y abrazadas, en la foto final del encuentro, se las veía fuertes, ¿quién podrá con ellas?

22 de junio - Día 2
Comunidad El Borbollón: Centro Integrador Comunitario. Compartimos con adultos y adolescentes en proceso de alfabetización del CIC y el CEBJA 3-230



Nunca había ido a El Borbollón. Mejor dicho, había pasado de largo por este pueblo. Miraba  el basural cuando viajaba a San Juan. No pensaba en la gente que ahí vivía y cómo lo hacía. Siempre, a los pocos minutos, se imponía el desierto y mis pensamientos se desplazaban en otra dirección. En el  marco de VaPoesía conocí este  lugar y a parte de sus habitantes: los alumnos del CEBJA 3-230; de nuevo comprobé que el paisaje humano es mucho más bello y conmovedor que el que propone la geografía. Adolescentes en el fondo del salón, un grupo de madres jóvenes con sus niños pequeños y en el centro, en torno de una rueda de mate, las estudiantes abuelas. Me tocó a mí comenzar a leer; primero, tímidamente, sentada, concentrada en el papel y después parada, en el centro de la sala. Elegí una serie de poemas que aludían a mi niñez y no pude evitar quebrarme y llorar un poco cuando evoqué con mis versos a mi abuelo materno. Fue difícil, pero hermoso, levantar la cabeza y enfrentar la mirada de las abuelas presentes. En esos ojos recuperé un poco a ese ser amado y las palabras se volvieron recuerdo vivo. Sergio Pereyra aportó con sus textos la gracia y el ingenio suficiente para levantar un poco el ánimo y despertar literalmente a una asistente que dormía. Finalmente, Irina Henriquez, nos sumergió en su Colombia caribe, en su mundo rodeado de aguas y muchos de nosotros, baqueanos del desierto y de la sed, escuchamos atentos como si se refiriera a otro planeta. Sin embargo, logró que nos identificáramos con uno de sus poemas («Para beber no»). En este texto, el agua se urdía y filtraba en el sonido, era palabra:

[…]Partiré para inclinarme ante otros ríos,
los de palabras, los de silencios.
Partiré al filo de la tarde con el corazón en mano
porque en mi espalda ya no caben más miradas opresoras,
porque mis ojos vuelan lejos de este cuerpo
en busca de las olas verdes de los días
y de las olas negras de otros ojos. […]

La lectura terminó solo para preludiar el diálogo con los estudiantes. Nos enteramos de que algunos chicos escribían y muy bien según la apreciación de sus propios compañeros. Luego la conversación giró hacia la historia personal de algunas abuelas. La vida de una de ellas, recorrida por el dolor, el sacrificio y alguna que otra satisfacción como la de poder estudiar ahora, nos conmovió a todos. Uno de los alumnos adolescentes no pudo contener una afirmación que resumía todo: «ella es un héroe».


domingo, 26 de junio de 2016

La historia de un poema de Lucas Soares



por Lucas Soares
(Especial para El Desaguadero)


 
Mi padre acaba de morir a los 55 años. Yo tengo 25. Velatorio en Parque Centenario. En una pausa del desfile interminable de «lo siento mucho», paso por la escalera mecánica del velatorio y me veo reflejado en el espejo que la enmarca. Mientras me miro escucho la voz de mi padre decir «no vinimos a hablar de mí», una frase que él solía repetirme ofuscado cuando íbamos a cenar y yo le sacaba el tema de mi preocupación porque estuviera tomando tanto. 

Corte. 

Cinco años después de su muerte, leo de casualidad, en una sección perdida del diario Clarín, este breve texto anónimo: 

En un país que tiene pasión por conmemorar las victorias bélicas, la batalla de 1373 a menudo es pasada por alto. No es de extrañarse. Fue cuando los rusos estaban tan ebrios que fueron vencidos por sus enemigos, los tártaros. Los alcoholizados rusos fueron arrojados sin gloria alguna a un río cercano, que desde entonces recibe el nombre de Reka Pianaya, «El río Ebrio»

La confabulación inconsciente entre la lectura de ese texto y aquella imagen-frase del velatorio fue lo que gatilló el poema que transcribo abajo, y cuya escritura fue el puntapié de un largo poema-río cristalizado en mi primer libro, El río ebrio.

Visto en perspectiva, sigue siendo para mí fuertemente simbólico el hecho de sentir que recién pude dar con mi voz al escribir un libro sobre un río que todavía arrastra y confunde los restos de la escritura de mi padre con la mía. 

en el reflejo
del espejo que enmarca 
una escalera mecánica
detenida
donde me veo
caminando.
El reflejo de la muerte
en la escalera
de un velatorio
y el sueño mecánico de tu rostro
de tu hablar y de tu caminar
detenido
donde me veo
caminando

 
(*) Lucas Soares nació en Buenos Aires en 1974. Publicó los libros de poesía: El río ebrio (Paradiso, 2005), El sueño de las puertas (Alción, 2006), Mudanza (Paradiso, 2009), Roña (VOX, 2013), El sueño de ellas (Bajo la luna, 2014) y La sorda y el pudor (Mansalva, 2016). Recibió la Beca Nacional de Creación Literaria (2013) y el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes (2015). Poemas suyos aparecieron en diversas antologías y publicaciones impresas y virtuales. Sitio: http://lucas-soares.com/




martes, 7 de junio de 2016

La historia de un poema de Ana Guillot

Ana Guillot (foto de Marité Malaspina).


por Ana Guillot (*)
Especial para El Desaguadero

¿Alguna de tus abuelas fue viuda joven? La pregunta llega con aparente mansedumbre. Sí, la madre de mi padre. La respuesta hace mella, pero aún esquiva la arista principal. Pues entonces estás acá para superar su historia, su tristeza; hay un coro de mujeres que está esperando que hables por ellas. Daniel Dancourt había llegado para que lo ayudara a corregir uno de sus libros. Peruano de nacimiento, astrólogo, dedicado al análisis de la psicogenealogía, vivía gran parte del año en España; pero en ese momento se encontraba en Buenos Aires. Alguien le habló de mí y ya habíamos tenido dos entrevistas, muy profesionales y asépticas, en las que sencillamente corregimos y replantearnos la estructura de su material. Pero ese día, sabiendo que yo misma había estudiado astrología, me preguntó si tenía mi carta natal a mano. Sí, claro, ahora te la alcanzo (y todo por ocurrir aún). Voy, la busco, me mira y llega la revelación con la sutileza de lo inevitable; una anagnórisis rotunda. Yo había enviudado un año antes: era una viuda joven también. Y eso fue lo que dijo: que el coro y que mi abuela y que los muertos. Adentro un polvorín, y mi cabeza estallando. Una olla a presión, un volcán, la certeza de los orígenes; el mar que se desborda y no cabe en el frasco, en el cuerpo. Puro estupor, puro kairós.

La guerra civil española había sido el tema habitual entre mis abuelos y mis padres. Hija única de familia troncal (vivíamos con mis abuelos maternos), hablaban muchas veces en catalán y contaban. Un letargo que se demoraba en las sobremesas o a la hora de la siesta, entre la galería y el jardín; un murmullo imparable que fue amamantándome a pesar de mí y aunque no me diera cuenta: la pobreza, las traiciones entre hermanos (mayoría republicana y alguno que delató), los fusilamientos, el miedo, la sirena, el refugio, mi abuelo paterno que ya había muerto (de neumonía), mi abuela Agustina que quedó sola con papá. Sola a los veintipico y en medio de tanta desolación y fosa común.

Ya no recuerdo cuál de los poemas llegó primero, pero ya no paré. Algunos los escribí casi de un tirón y casi sin corregir. Otros me dieron mucho trabajo, por supuesto y como es esperable. El libro se armó en diez capítulos. Y entre ellos, este coro que siempre imaginé como un coro griego (aunque también podría ser lorquiano): mujeres girando en un escenario, diciéndose a sí mismas, vociferando sus frustraciones y sus logros. Como Yerma, mujeres de luto. Mujeres del dolor. Pero también mujeres que comenzaban a quebrar el techo de cristal.

La orilla es el punto de llegada, pero también el de partida o un límite. Todo lo que me había molestado de niña, cuando quería jugar o que me contaran cuentos con final feliz, se expandió en los poemas. Espacio y forma para tanta oscuridad. Un caldo de bendición en donde se hirvieron las luchas, los gritos, los gozos y las sombras [1] de mis antepasados queridos.

Mientras escribo, ahora, me conmueve la sincronicidad (¿la magia?) de la vida. Hace tres semanas murió mi padre. Uno de los protagonistas del libro, desde ya. Hace pocos días un amigo mejicano, Roberto Resendiz Carmona, me pidió que le enviara diez poemas para un encuentro que organizará en junio. Decidí que pondría algunos de La orilla familiar y otros de un libro inédito (Taco de reina). Releerlo fue abismal y contundente: esta soy yo, pensé; esta sigo siendo aunque los años pasen. Allí estaban todos ellos, frondosos, carne de mi tesoro (parafraseando a la Lukin) [2]. Mi zona más nodal y feroz. Y aun más: al otro día, exactamente al siguiente, Fernando G. Toledo me escribe y me invita a integrarme entre estas voces que admiro y conozco. Estuve leyendo tu Orilla familiar, dice, y pensé que podrías elegir un poema, etc. etc. Papá anda por ahí, entonces. Lo sé con obstinación. Habla en catalán, vuelve a Montjuic y al colegio del Corazón de María y a la calle Nápoles. «...Lo que es frágil y pura carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un núcleo sólido de piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y permanece», dice Juan José Saer en Sombras sobre un libro esmerilado. Por eso Dancourt sigue a mi lado también, abriendo sin reservas el dique de las palabras.

Todas las orillas se asemejan. Pienso en Troya (un tema que me obsesiona también y sobre el que trabajo actualmente). Pienso en cada holocausto. Cada fusilamiento es una guerra, decido. Mi orilla familiar subyace. Siempre estarán ellos conmigo.

[1] Novela de Gonzalo Torrente Ballester
[2] Lukin, Liliana. Carne de tesoro. (Ed. Sudamericana)



mujer 2
 a Guadalupe Wernicke

la baba de ese beso
la saliva en la espalda
en la vagina
la yerma lasitud
de haberse equivocado
de hombre
los corpiños al borde
de la cama
las enaguas que retienen la seda
no hay canto primoroso
no hay gemido grito rasguño gutural
espasmo
no hay nada
hay la pared y su humedad
como un augurio
el olor hueco de sus crines
sobre el desaguadero
ella tensa las manos
en el hierro
se sujeta de la cabecera
él empuja la queja más dolida
ella hace silencio
los corpiños al borde de la cama
una ladera montañosa
la roca de por medio
(haberse equivocado de hombre)
el hueco de las crines
no hay roce caricia extremaunción
no hay nada de nada
se encoge frugal ella
él avanza las crines y el quejido
taladra la madera del abdomen
los músculos más tiesos
se agigantan
las noches
pesadillas del aire la baba en los pezones
nada de nada
en el vejamen sólido
en el entretejido de las mantas
ella reza para que pase pronto
él oscila las crines
las masa de su cuerpo
no hay más techo no hay sigilo
no hay ternura
no hay nada de nada
ni acaso rebelión
habría
él se come la zarza en ese grito
ella detiene el rezo
él bosteza
ella gira en la cama
el pueblo es un espectro
una calavera amenazante



(*) Ana Guillot nació en Buenos Aires en 1953. Profesora de Letras, coordina talleres literarios y dicta seminarios de mitología y literatura en su país y el exterior. Ha publicado los libros sobre docencia El taller de escritura en el ámbito escolar (1987) y  ¿Querés que te cuente un cuento?(1989). En poesía publicó: Curva de mujer (1994), Abrir las puertas (para ir a jugar) (1997), Mientras duerme el inocente (1999), Los posibles espacios (2004) y La orilla familiar (2009). También es autora de la novela Chacana (2012).

jueves, 19 de mayo de 2016

Con la artillería pesada de la lírica

Para salir a matar, de Dionisio Salas Astorga. 
Ediciones de Luna Roja, 2015.



Acaso sin proponérselo, simplemente llevado por la pulsión de su propia voracidad poética, Dionisio Salas Astorga ha completado, con la edición de Para salir a matar, una trilogía de obras de notable coherencia, potencia y, sobre todo, presencia. Presencia, digo, en un sentido etimológico: aquello que está aquí, delante de nuestros ojos.

A quien pueda acusar sorpresa ante la prolífica producción poética de Dionisio en los últimos años tal vez le sirva de explicación el repaso por el contenido temático de los poemas que han conformado sus últimos tres libros, aquellos que integran la que podríamos llamar su «trilogía cínica», autorizados por el nombre de uno de sus libros.

Después de un libro de temática amorosa que rompe con diez años de silencio poético (Como en las películas), Salas Astorga comienza con su trilogía de manera extraña: edita Últimas oraciones (2013), que incluye poemas acunados durante 30 años de escritura silenciosa, a los que acompaña de otros poemas a los que llamaríamos «urgentes», esos que son como la respuesta a una provocación, la provocación de los días que pasan su lengua amarga sobre nuestros rostros asustados.

Ese mecanismo poético, el que se ataba a las cosas presentes, motorizó en su integridad el contenido del siguiente libro, Crónicas cínicas (2015). Sobre ese libro escribí en su momento que allí el cinismo no era «una postura filosófica que sustente los poemas sino, acaso y más bien, dos cosas muy distintas: un mecanismo de defensa y una pátina estética». Y es que en ese libro, el poeta parecía anteponer sus textos como un escudo invisible ante el espectáculo decadente del mundo, al mismo tiempo que con el pincel del cinismo coloreaba el estilo, el tono de los poemas con su toque irónico y desencantado.

Para salir a matar no es más que la consecuencia, o mejor dicho, la conclusión de una secuencia cínica que Dionisio parece haber escrito no tanto porque quiere, sino porque no puede hacer otra cosa.

Aunque podría pensarse en una hipotética reunión de los tres libros en uno solo, lo que une a los títulos mencionados no es la uniformidad sino, como decíamos antes, la coherencia. Porque si bien es cierto que en ellos hay una voz muy declarada, la del propio poeta, que se asume como un «cronista», al mismo tiempo hay modulaciones diferentes que aportan libro a libro y, dentro de cada uno, capítulo a capítulo, matices que permiten al lector realizar un recorrido que no los hunda en una mera repetición.

No sería arriesgado decir que Para salir a matar, aunque pareciera (ya desde el título), el más furioso de los poemarios, es también el más lírico de los tres. Utilizo el término de una manera clásica. Si en los dos libros anteriores, el poeta se permitía largos momentos en los que cierto objetivismo, cierto coloquialismo se hacía presente, aquí esos tonos parecen estar siempre usados por contraste para con el lirismo dominante. Esto se aprecia mejor en la primera parte del libro, pero continúa en todas las demás. Aparece en el ácido capítulo titulado Barriendo las hojas de Parra (en la que Dionisio toma la figura del centenario poeta chileno para reflexionar sobre la poesía en general), pero también en otros capítulos, como Terapia intensiva o el que da título al libro.

Dionisio Salas Astorga.

Vemos la pátina lírica en poemas de todo el libro. Por ejemplo, en estos versos dolientes: «[Un 0800] nos deja esperando de pie desnudo con nosotros / entre las cuatro paredes de un mundo / al que nadie le contesta». O en estos otros: «estamos esperando que se les rebalse el vaso (…) / que no sea un vaso de papel confort donde se toman / únicamente uds / el agua el vino y hasta nuestra sed». O, más adelante: «se calla para escapar / morir no morir en la batalla (…) / y no hay caricatura / ni mano que se detenga en ese punto invisible que seremos».

Esa nota lírica, que creemos domina (como la tonalidad de una sinfonía) este libro, nos parece la conclusión natural del recorrido poético que viene proponiendo Dionisio y parece concluir en este vértice bibliográfico que representa Para salir a matar. Dionisio no oculta sus influencias (Teillier, Ernesto Cardenal, pero también Huidobro o Juarroz), ni deja de animarse a experimentos tipográficos y de relieve (versos en cursiva, citas textuales, aparición de direcciones de sitios de internet), ni tampoco resigna el humor irónico, pero esta vez elige que el lirismo module definitivamente sus versos.

Los tiempos actuales exigen para su relato un cronista cínico, cree Salas Astorga. Por eso se calza su escudo lírico y sale. A matar o morir. En cualquier caso, con la artillería pesada de la poesía, esa arma cargada de presente, que es lo que nos hace falta.


Un poema de
Para salir a matar
de Dionisio Salas Astorga


un 0800 para consultar
nuestra verdadera identidad

si somos hijos de nuestros padres
si los abuelos eran los lobos del cuento
si sus abrazos estaban manchados de sangre

si en cada cumpleaños era absurdo pedir un deseo
porque a otro buscaría el destino


II

un 0800 nos rescata de ser vendidos enteros
o por trozos
a países limítrofes las provincias hermanas


denunciar
al que nos viola
al amor que golpea
al vecino que ata a sus niños en el fondo del patio
a los hijos que atan a sus padres en el fondo del patio

al que abandona en una carretera a su mascota enferma

la desaparición de los que amamos


III

un 0800 atiende para consuelo de robos reiterados abusos
relativos al trabajo salud e higiene

el silencio
de miles de 0800

propone vacunas
ve el cáncer cérvicouterino (opción 2)
las drogas (opción 4)
infecciones de transmisión sexual (opción 6)

un 0800 nos aleja de la tentación del suicidio
nos obliga a aceptar la miseria propia y la ajena

nos deja esperando de pie desnudos con nosotros
entre las cuatro paredes de un mundo
al que nadie le contesta.

lunes, 25 de abril de 2016

La historia de un poema de Carlos J. Aldazábal



por Carlos J. Aldazábal*
-Especial para El Desaguadero-


Escribí Por qué queremos ser Quevedo y La soberbia del monje entre 1993 y 1996. Ambos poemarios nacieron con la pretensión de ser los cimientos de una obra. El esbozo de una respuesta a la pregunta del por qué de este oficio, junto con un recetario personal de poéticas, fue la excusa para unificar vivencias inconfesables con lecturas olvidadas en el tejido de los versos.

En cierta época llegué a pensar que no se puede crear obras de arte sin padecer algún tipo de dolor existencial. Esta creencia radical hoy está más atemperada, aunque en principio sigue operando en mis intentos literarios. En verdad, tenía la sensación de que sólo se escribe desde las pérdidas, desde las carencias, completando con el lenguaje los vacíos que la realidad va remarcando. Una escritura traumática, irremediablemente pesimista. La necesidad de releer los poemas para preparar este libro me hizo reconsiderar mi «teoría del trauma» al advertir salpicones de optimismo que deshacían la hipótesis. Como complemento, la palabra «aura», utilizada alguna vez por Walter Benjamin para dar cuenta de esa «manifestación irrepetible de una lejanía» que develan algunas obras de arte, me sirvió para redondear mi reflexión.

Hoy estoy casi seguro de que el arte tiene esos dos elementos, lo traumático y lo aurático: escribir poemas para evocar la magia de ciertos personajes, momentos y sitios, hechizos irrepetibles que uno desearía habitar para siempre, y denunciar, al mismo tiempo, la terrible experiencia de la vida.

Es lo que traté de hacer en estos poemarios.

(Epílogo a Por qué queremos ser Quevedo, bajo la luna, 1998)





La higuera
Cuando el argumento lo exigía
yo era el que despertaba a los fantasmas
   y llamaba a los ovnis
para viajar en el torrente sanguíneo
        de lo absurdo.
Las runas se trazaban
sobre las axilas,
                las esquinas de los barrios
         que escondían duendes ostrogodos,
y así la invocación surtía efecto.

La higuera era el buque pirata
             que conducía a la selva del fondo,
     la máquina del tiempo que me acercaba
               al dinosaurio perro
           que me mordió una tarde
       y terminó ahorcado por el vecino,
                                  el malo de la jungla
                                  al que yo bombardeaba
                                  con piedras de Hiroshima
                      para reírme de la radioactividad
                                   que se elevaba
                      sobre el tejado de sus cejas.

Cierto día el buque se hundió:
                    mamá decidió parquizar el fondo
                    y eliminar las malezas
                    que afeaban las fuentes de las ninfas,
                                              seres de yeso
                             que se comieron la tierra de las parras
                             y confabularon con el vecino
                             para terminar con mi reinado
                                                 sobre la higuera.


de Por qué queremos ser Quevedo

*Carlos J. Aldazábal (Provincia de Salta, 1974) es un poeta y escritor argentino. Publicó los poemarios La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás la tierra (2007), El banco está cerrado (2010), Hain, el mundo selk´nam en poesía e historieta (2012, con ilustraciones de Eleonora Kortsarz), Piedra al pecho (2013) y Las visitas de siempre (2014).