domingo, 26 de agosto de 2012

El libro del duelo




Pirsin, de Débora Benacot. Ediciones Culturales de Mendoza, 2012.



No es azaroso que aristas, aritos, espina, anzuelo, garfios, colmillos y, por supuesto, «pirsin» (castellanización juguetona del inglés piercing); pero también, insertar, perforar, punzar, agujerear se sucedan en estas páginas. Porque Pirsin (Gran Premio Vendimia de Poesía 2011) de Débora Benacot, es un libro acerca del dolor.

Ya desde el primer (y hermoso) poema, cuya anécdota gira en torno a una criatura nacida a poco de una muerte prematura, el dolor se hace presente. Porque:

(…)
de todo lo que alcance
a cuestionar su rebeldía
el mito del abuelo
será la única herida
que todavía sangre.


Sin embargo, no es la muerte el único motivo de pesar. Hay otros. Entre ellos: la tenacidad del miedo:

(…)
para qué
si te dejaron
adulto
solitario
los miedos en ayunas
en medio de la jungla.


El paso del tiempo y la consecuente pérdida de la inocencia:

(…)
Habrá que hacer el duelo
de aquello que ya nunca
vuelve a ser lo de antes (…)


Las imposturas:

Es mentira que un escritor
que se precie
deba fumar
beber alcohol con frecuencia
posar frente a su biblioteca
mientras acaricia un gato (…)


Pero hay momentos en que no hay anécdota donde apoyarse, la anécdota es el dolor mismo. Entonces, tal vez porque aprendió con Bodoc «(que la poesía) es un gran atajo porque se puede decir en cinco palabras lo que llevaría varias páginas narrativas. Además, dice con una espesura que ningún otro registro consigue», Benacot apela a la concisión, y en uno de los textos más logrados afirma:

Para asomarme a explicar
lo que esto duele
tendría que escribir
el resumen
más largo
del mundo.


Líneas que se clavan en la mente y el corazón del lector, y recuerdan que la poesía puede ser una experiencia intensa y transformadora, aunque también (o por eso mismo) muy difícil. Más en un poemario como este, donde, texto a texto, se configura una voz que, amén de dar unidad al conjunto, expresa una visión de un pesimismo, a nuestro entender, apenas morigerado por cuatro circunstancias. La primera, el horror a la muerte, que nos coloca frente a la paradoja expuesta por un personaje de Woody Allen: «Pues básicamente así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza. Y sin embargo… se acaba demasiado deprisa». La segunda, la postura crítica del yo que enuncia los poemas hacia ciertas conductas, porque esta, en mayor o menor medida, implica siempre una posibilidad de cambio y, por ende, de mejora. Finalmente, y siguiendo el razonamiento de Allen, el amor y la escritura, que abiertamente provocan el lamento por el final abrupto de todo.

En cuanto al tratamiento formal de estos temas, y si como apunta María Negroni: «escribir es la simple percepción de algo que solo puede captarse con esas palabras, ese tono, esa sintaxis, esa dicción y no de otro modo», Benacot ha encontrado en la austeridad sintáctica y el medio tono su manera, que contrasta con la inclinación a los adornos retóricos de su primer opus (Ácaros al sol, 2011), y, fundamentalmente, con el título del volumen que venimos analizando, ya que la connotación decorativa de la palabra pirsin está casi ausente. Exceptuamos el ¿dibujo? que ilustra la portada, que nos permite suponer que su diseñador no leyó el libro, ya que a este, quizá, le hubiera sentado mejor una imagen más sobria. En cualquier caso, vale aclarar que esta austeridad es engañosa, como suele serlo todo lo que a primera vista parece simple, y no debe por tanto confundirse con desidia, pues un análisis minucioso revela el uso genuino de variados recursos poéticos. Entre otros: anáfora, aliteración, encabalgamiento, metáfora y comparación; que la pericia de la autora ha tornado casi imperceptibles.

Pero aunque en Pirsin, como acabamos de ver, la voz de la poeta se haya despojado, hay un estilo reconocible, configurado por la persistencia de ciertos rasgos presentes en su libro anterior. Concretamente: la mirada extrañada, como de recién venida al mundo:

Descubrió que su cuaderno
de espiral
también tenía un pirsin (…)

guardián de aquellas
ochenta hojas rayadas
papel obra
industria argentina.


Y el humor (ciertamente menos risueño y más melancólico):

La mariposa de una bicicleta ajena
incrustada en la pierna
de la hermana

y desde entonces
cada vez que llaman a la puerta

uh, lo que le hiciste
al vehículo de ese pobre hombre
escuchá el timbre
es la policía
que viene a buscarte

pero los niños
no son crueles
solo siembran
en cada familia
las anécdotas.


En una entrevista concedida a esta misma revista meses atrás, Benacot señalaba que: «Cuando el mecanismo (el poema) queda oportunamente ensamblado en su unicidad y extrañeza (…), solo es cuestión de tiempo para que el lector se acerque, toque, se pinche, sangre (…)».  Declaración que funciona como una suerte de arte poética del libro, pues sospechamos que el lector que se arrime a este Pirsin, como quien apoya su mano en el tallo de una rosa, seguro se pinchará, seguro sangrará. Pero asimismo, que no habrá queja alguna en ello, porque pese a que con el correr de los poemas pierda en ingenuidad y gane en escepticismo, la punzante lucidez de estos poemas no desanima, muy por el contrario, espolea a vivir una vida si no más intensa, acaso sí más auténtica.


Débora Benacot



ALGUNOS POEMAS DE PIRSIN




A la recién nacida
pronto van a ponerle
los aritos abridores.

Nadie la ha preguntado
si está de acuerdo con eso
pero
pensándolo bien
tampoco
si quería aterrizar
en este mundo indispuesto
si estaba de acuerdo con su nombre
si esperaba compartir habitación con el hermano
si soportaría el mito de un abuelo extraordinario
muerto
justo un mes antes de su nacimiento.

En todo caso
cuando crezca,
hará muchas cosas
sin consultar a nadie.

Sin embargo
de todo lo que alcance
a cuestionar su rebeldía
el mito del abuelo
será la única herida
que todavía sangre.


*

 

Recién cuando contempla
a esas mujeres
que no usan adornos
ni otro maquillaje
que una sonrisa bien puesta

entiende entonces
cuánto hay de accesorio
en este mundo
y cuánto tiempo perdemos
a diario
en camuflar con placebos
la belleza.

 *
 

Quien sospecha de cada uno
de tus entusiasmos
y te mira de reojo
y frunce la boca
cuando escucha tus verdades

seguro es de esas personas
que de todo se quejan,
que provocan de costado,
pisan en sólido
nunca mezclan el vino con sandía
y solo hacen el amor
con cubiertos.

 *
 

El pájaro espino
sabe
que un solo canto
vale la pena
si se nos vuelca
en él
toda la sangre.

 *

De las redes del olvido
te salva
el anzuelo oxidado
que la memoria clava
a tu paladar anfibio.

*


Y acá me ves
los nervios perforados
de tanto esperarte.

Aparecé pronto

no me dejés esta angustia
como un pirsin inefable.

Nunca confié en la soledad
la vida me queda grande
y además
como te dije aquella vez
vos sos mi cábala.

 *
 

Lo que el perdedor
no vislumbra

                el ego agujereado
                la bronca en el destino

es que el premio
ya es
haber escrito.

*

Las comas son
en el texto
un pirsin.

Los puntos
en cambio
son queloides
de un final (absurdo)
que a duras penas
cicatriza.

martes, 14 de agosto de 2012

La historia de Dinastías bajo agua, de Roberto D. Malatesta





LA CULPA LA TUVO LI PO



            Por Roberto D. Malatesta

(Exclusivo para El Desaguadero)


            A Por encima de los techos lo comencé a escribir en mi mente, luego cuando conté con papel, a la luz de la vela. Cuando al fin hubo luz eléctrica y traje mi computadora -que se había salvado dada mi previsión- la mandé al service, el cual no se inundó, pude enviar por mail a mis contactos ese grupo de poemas que constituyó el libro. El efecto expansivo me azoró. Además de Internet, los poemas se comenzaron a oír en la radio.  Finalmente, mi amigo Alejandro Álvarez que publica la revista «El arca del sur» -que ya va por su número 171- me sorprendió editando un número especial que incluyó todo el libro, la tirada fue de otro mundo: 3000 ejemplares, gran parte de ellos se distribuyeron en la ciudad de Santa Fe.

            Entre los daños de la inundación, uno de los golpes más duros, fueron la cantidad de libros irrecuperables. A salvo quedaron sólo aquellos que reposaban en los estantes más altos, mi casa tuvo un metro y medio de agua, algunos de los inundados, dada la calidad del papel, pudieron recuperarse. Establecí un «secadero» en mi patio, sobre mesas, sillas, árboles; otros, los más queridos, los dejaba junto al horno de la cocina, entre ellos estuvo un libro entrañable: Poetas Chinos de la Dinastía T’ang, de la editorial Hachette. La cuidadosa edición pasó la prueba del calor (y la del río). Hoy, a pesar de los daños, sin tapa y con algunas marcas de moho, sigue conmigo.

El poeta chino, Li Po.
            Así es como «Dinastías bajo el agua» nació, un poema tan cierto como todos los que integran Por encima de los techos. El juego con Li Po como con Dante y Virgilio en «Visitas»  no invalidan el dato real; pero hay otra historia posterior. Por aquellos días  hallándome en la cola para cobrar las ayudas a los inundados, colas que daban vuelta una manzana, hacían un nudo y seguían. En esas circunstancias, alguien tocó mi hombro, era una mujer, pobremente vestida, como todos los que estábamos allí, una desconocida para mí, me dijo: «Vio, Malatesta, la culpa la tuvo Li Po».  Supe entonces que toda posible teoría sobre la relativa importancia del lector quedaba, al menos para mí, desbaratada. No  había dudas de que el poema debe buscar su lector.

            Luego, entablando conversación, la mujer me contó que tenía en su casa un par de libros míos, además de la revistita del Arca del Sur. En realidad, la revista era lo único que le quedaba de mi poesía, ya que los otros libros ya no estaban más, en su barrio el agua había llegado por encima de los techos. Le di mi dirección, me visitó, le repuse los libros perdidos (mis ejemplares por suerte sobrevivieron en una caja encima del ropero) y alguno más. Nunca más la vi. Con cuántos he hablado tanto y hoy no los recuerdo, ni ellos a mí.

                                                                                 


Dinastías bajo agua



Tengo junto al horno
a los poetas chinos de la dinastía T’ang.
Secan sus páginas junto al calor mientras
numerosas son las dinastías
que esperan su turno,
y vastas también
aquellas que han perdido totalmente su esperanza
bajo el agua enlodada.
Li Po, se decía de él, escribía poemas
que con tinta fresca aún
arrojaba al río.
Alguien, ¿tal vez Li Po desde su luna?
arrojó un río sobre mi casa,
sobre mis libros y papeles,
para enseñarme tal vez
el valor perecedero
de todo papel.
Y todavía se ríe.


                                                        
Roberto Malatesta, en Por encima de los techos (Leviatán 2004)

viernes, 3 de agosto de 2012

Ozymandias, una obra maestra de Shelley

Ozymandias, según Michael Fairchild.



El poeta y el poema. Percy Bysse Shelley imagina el encuentro con un viajero. Hay un personaje que nos lo cuenta por él. Entre verso y verso sentimos que la arena del desierto nos salpica, el sol nos cae sobre las cabezas ardientes. El poeta pronto desaparece de escena, y deja que hable su interlocutor. 

Lo que nos cuenta es la descripción de un monumento caído, gigantesco, descomunal, que parece traer a cualquiera que lo mira la presencia de aquel soberano magnífico, déspota y poderoso. Es una enorme virtud la del escultor, reflexiona el viajero, la de tallar sobre la piedra la gelidez de un tirano impiadoso y soberbio como aquel, que ya forma parte del pasado pero cuya voz parece resonar todavía. Ese rey ya no está, ha caído tal como ahora su efigie, pero lo que parece un retrato de la magnífica obra de arte, acaba siendo, en el final del soneto de Shelley, una reflexión moral sobre la fugacidad de la vida y la muerte, igualadora e imperturbable. Basta leer lo que dice el pedestal de esa estatua destruida para caer en la cuenta de que toda la magnificencia que representó es cosa de nada, al fin y al cabo.

Ozymandias, el soneto en cuestión, es tan sólo una de las obras maestras de Shelley (1792-1822), aquel poeta de cuya muerte se cumplieron 190 años el pasado 4 de julio de 2012.

Polemista temible (muy pronto declaró su ateísmo y publicó notables y valientes libelos en los que criticaba la religión y la superstición), escandaloso (propugnaba el amor libre, aunque estaba casado con la también notable Mary Wollstonecraft Godwin, autora de Frankestein) y precoz (fue pilar del romanticismo inglés y murió antes de cumplir los 30), su poesía contradice a su poema mayor: todo será una ruina, pero sus versos aún brillan, no han podido ser enterrados.

Percy B. Shelley en una pintura de Alfred Clint.
La traducción. El poema Ozymandias es un verdadero prodigio, una verdadera maquinaria yámbica de perfección musical, pero también notable por su capacidad para tocar un viejo gran tema con la novedad de la obra maestra. En este caso, de lo que habla Shelley a través de la escultura de un rey es de cómo todo lo magnífico es nimio ante la descomunal estatura de la muerte y el fluir irrefrenable del tiempo. 

Desde su publicación, en 1818 (surgida a partir de una compulsa de Shelley con un amigo, a quien lo desafió a escribir un poema sobre una estatua de Ramsés que había llegado a Londres), el poema ha ejercido una notable influencia. La dificultad de su traslación a otra lengua explica, en parte, la abundancia de traducciones literales que esquivan toda métrica y rima. Entre los primeros que se atrevieron fueron Vicente Gaos y Manuel Altolaguirre. Miguel Sánchez Pesquera, en tanto, eligió olvidar el formato del soneto y lo convirtió en su traducción en un poema de 20 versos, lo cual es buena muestra de la riqueza conceptual que supo condensar Shelley en apenas 14.

A continuación presento mi propia versión, en la que he trabajado a partir de una traducción previa que publiqué en 2008 y en la que me permitía cierta libertad musical. En este caso he avanzado sobre aquel esbozo, en un doloroso trabajo con las rimas y los acentos, para intentar reflejar en un endecasílabo clásico castellano la magnífica musicalidad conseguida por Shelley en sus pentámetros ingleses.


Manuscrito de la primera versión del soneto.

Ozymandias

by Percy Bysse Shelley

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desart. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed:
And on the pedestal these words appear:
«My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!»
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away.


Ozymandias

de Percy Bysse Shelley
Traducción de Fernando G. Toledo

Vi a un viajero de tierras muy remotas.
«Hay dos piernas —me dijo— en el desierto,
Son de piedra y sin tronco. Un rostro yerto
Sobre la arena yace: la faz rota,
El frío de esos labios de tirano,
Hablan del escultor que ha conseguido
Reflejar la pasión, y ha trascendido
Al que pudo tallarla con su mano.
Hay algo escrito en ese pedestal:
“Soy Ozymandias, el gran rey. ¡Mirad 
Mi obra, hombres de poder! ¡Desesperad!”.
La ruina es de un naufragio colosal.
A su lado, infinita y legendaria
Sólo queda la arena solitaria».


Versión: 2008-2012.

martes, 24 de julio de 2012

El abandono salvaje


      

            La isla, de Mercedes Araujo. Bajo la luna, 2010.

            por Hernán Schillagi

            La visitada metáfora de «la isla» para referirse a la soledad o al abandono más extremo recorre gran parte del imaginario de todo lector. El Robinson Crusoe, de Daniel Dafoe, funciona como el paradigma ineludible de cómo mantener la civilización a ultranza en tierras tan solitarias como extrañas. Así también, los personajes de Julio Verne se encuentran «aislados» como castigo ante la desobediencia (Los hijos del Capitán Grant), como el aprendizaje forzoso (Dos años de vacaciones) o el confinamiento personal e inolvidable del Capitán Nemo (La isla misteriosa). Aunque es cierto que toda isla puede contener un tesoro oculto, como nos proponía Stevenson. Por lo tanto, Mercedes Araujo (Mendoza, 1972) parte desde esos supuestos literarios para describir y narrar (los verbos son los correctos) un inquietante proceso de abandono.
Mercedes Araujo

            En La isla (Bajo la Luna, 2010) [1], Araujo recala en la naturaleza luego de un camino poético que empezó con Ásperos esmeros (2003), pasando por el compartido Duelo (2005) junto a Cecilia Romana y Carolina Esses; pero fundamentalmente, el intenso recorrido que realiza en Viajar sola (2009), libro que describe sus experiencias subjetivas en el continente africano, que la llevó a reflexionar: «Nací entre montañas, persigo la hierba / y ansío el desierto…». Pues ese trayecto, arduo y  sinuoso, tiene su  asidero en las costas poéticas de esta obra.

            El tópico de la naturaleza moviliza y justifica cada palabra de La isla. Como en los Poemas de animales de Ted Hughes, Mercedes Araujo encuentra en el recurso de la animalización (lo contrario de la prosopopeya, y no tanto) el medio alambicado para decir que su refugio último es lo «natural», ya que el abandono al que se ve forzada (¿por qué?, ¿por quién?) resulta ser lo «antinatural», lo imposible de relatar: «Al abandono salvaje le ofrendo la herida prometida…» (p. 23). Sin melodrama ni autocompasión, la poeta nos anuncia que su cuerpo es el que fue echado a un pozo.

            Por eso es que los poemas resultan desde los recuerdos, pero es a través del dolor que el yo lírico va mutando y encuentra en sus diferentes metamorfosis (lagartija, pez, pájaro) un modo de confundirse con el paisaje y mirar hacia delante, ya que  nos avisa: «entre el pasado abigarrado y el futuro deshabitado, lo que hay es poesía…», para reforzarlo   luego con la voz de Emily Dickinson: «La retrospección es la mitad de la prospección / Y a veces más». En uno de los poemas, Araujo también dice: «hoy el cuerpo ha tomado la forma de un tipo de culebra, / parda, oscura, con llagas por todo el cuero…» (p. 26). Es la misma voz que testifica las transformaciones como si fueran lejanas, pero no ajenas.

            El lector que ingrese efectivamente a La isla se va a encontrar con un grupo de poemas sin título ni numeración secuencial. Es decir, la propuesta de lectura es la suma de fragmentos o textos breves, pero con versos de amplio período, donde la voz -que persigue un destino o una revelación- narra una experiencia tan devastadora como sutil. La figura tonal propia de la narrativa intenta dar unidad al poemario; aunque, es cierto, hay veces que las descripciones de la naturaleza circundante distraen y empantanan el fluir del «relato»: «Esta mañana descubrí un animal que tiene el cuerpo negro / muy liso y en cada pata tres dedos, / pasa sus días en compañía de un pájaro de pico agudo y plumaje blanco mezclado de pardo…» (p. 34). Los poemas, entonces, ganan en voluptuosidad, pero pierden en precisión: «Tengo plumas de muchos colores y también un rosario / hecho de huesos de pescado, piedras blancas y verdes / incrustadas en los labios y las orejas…» (p. 30)

            No obstante, la musicalidad de los poemas está garantizada. La conexión vital con la naturaleza y el paisaje van creando una respiración proteica, un decir ondulante a veces, sumado a una sintaxis dislocada que atrapa. Marcelo Leites en La música de la poesía sugiere: «La música de la poesía actual puede equipararse a la música de la prosa; la prosa y la poesía ya han dejado de ser dos extremos que nunca se tocan. Y en esa música tal vez haya menos verbos (es decir menos acciones) y más descripciones…» [2] Por lo tanto, no es casualidad que Araujo sea también narradora [3] y sepa manejar momentos de cierta tensión y diálogos expectantes hacia un destinatario -una segunda persona, un «vos»- que tal vez resulte ser el factor que ha provocado este aislamiento y además una «voz otra» que no responde al llamado: «O también podría decirte estoy algo cambiada / si me vieras: vigilo, espero, aguardo el regreso del azul…» (p. 45).

            El paso del tiempo es el tiempo de la espera solitaria, sin embargo existen algunos hitos como cuando se convierte en pájaro; ya que allí observamos que se ha cumplido un ciclo completo de las estaciones: «Te contaría que los pájaros que se habían ido, han vuelto…» Para decir más adelante: «el desconsuelo se ha vuelto mayor, / una cobardía que recién ahora conozco…» (p. 27). Sigue siendo el hábitat salvaje el que marca el ritmo y la ausencia, aunque deviene en cobijo, madriguera o cueva ante el desamparo. El estado de ánimo se manifiesta en las metamorfosis constantes, pero hacia el final, la conciencia de los miedos se hace palpable y comienza un descubrimiento del ser a pesar del dolor: «de todos los miedos sólo uno persiste, / convertirme en un lagarto verdadero…» (p. 45). En consecuencia repasa todas las mutaciones e, indefectiblemente, la mirada ha cambiado; el llanto en la más pasmosa soledad ha logrado «enjuagar», limpiar el dolor y mirar de nuevo el ambiente que la rodea.

            Con La isla, la mendocina Mercedes Araujo se instala con firmeza en un grupo interesante de mujeres poetas como Claudia Masin (Chaco), Paula Jiménez (Buenos Aires), Bettina Ballarini (Mendoza) y Claudia Prado (Chubut); que han sabido sostener, desde hace más de una década, un lirismo cimarrón que se permite «impurezas» prosaicas o genéricas. Como así también llevar adelante esa «doble voz» de la que hablaba Alicia Genovese: «La primera voz, respondiendo a las exigencias de una crítica […] que se preocupará por el entramado del texto, por su trabajo con los procedimientos. La segunda voz, dejando en la superficie textual las marcas de un sujeto que disuelve una identidad social sobrecargada de mandatos y deberes para proyectarse en otra distinta que es básicamente la reformulación…» [4] Así, la isla de la poesía, finalmente, cada vez se va habitando más de nuevas miradas y voces notables.

     
           
Tres poemas de La isla


Hay días en los que me hundo en el agua y no sé
si por influjo de la luna o por un simple movimiento del sol
puedo deslizarme sobre la tierra tan sinuosamente
como una serpiente con aros de color azul intenso
desde la cola a la boca, pero ese cuerpo de serpiente
pálido y embozado no soy yo,
quisiera poder aclarar cerca de tus oídos
algunas de estas cosas, me has dicho
que no es posible por ahora,
ya que las nuevas ocupaciones te llevan todo el día
y también que tu vida es mejor, más sólida.
no me hagas caso, simplemente, podrías decirme
si es verdad que las escamas de mi cuero
siguen brillando a pesar de haber sido
arrancadas una por una, y que aún así
el cuerpo está contento con esta pequeña vida.

*

En cada oscuridad la luna elige
sólo una de sus caras y es aquella alumbrada por el sol
mientras la otra vive en penumbras,
esto seguramente ya lo sabrás,
de nada sirve esperar –como la flor que duerme
vuelta mineral en una roca ínfima–
algunas respuestas que se revelan
como ranitas quietas en medio de la noche,
las descubrís a punto de pisarlas,
o a veces demasiado tarde.

*

Lo que ocurre tiene que ver con el clima,
en días como hoy, cálidos y tormentosos,
el aire se llena de recuerdos
que dejan el cuerpo desnudo, sobrevenido
como un accidente, en estos días el aire
es dominante y triste el destello
que por la noche, en medio de una emboscada,
se escribe sobre la copa de unos árboles
a los que sólo el movimiento permite adivinar.


***


[1] El libro obtuvo el Tercer Premio en poesía del Fondo Nacional de las Artes en 2009.
[2] Foguet y otros (2011), La música de la poesía, Buenos Aires, Ediciones del Dock.
[3] Es autora de la novela La hija de la Cabra que ganó en 2011 el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. 
[4] Genovese, Alicia (1998), La voz doble. Poetas argentinas contemporáneas, Buenos Aires, Biblos.

martes, 17 de julio de 2012

Aquel poeta que ardió en la plaza

Víctor Hugo Cúneo, según un dibujo de Carlos Alonso.


por Fernando G. Toledo 


El hombre pone el pie en la plaza Independencia como quien sube a un altar. Es el monje que va a celebrar el rito, el dios al que está dedicado y la víctima a sacrificar: se ve en sus ojos.

Este hombre llegó hace años desde San Juan pero se mezcló entre los mendocinos y no como uno más.
Era delgado y desprolijo, de bigotes que crecían por descuido y andaba de aquí para allá con papeles, libros y frases provocadoras, destinadas, incluso, a sus amigos. Era poeta y librero, y (como ha contado uno de sus evocadores, el periodista Rodolfo Braceli) tosía mucho porque «padeció la tuberculosis por años hasta que un día la tuberculosis se cansó de él».

Al hombre de la plaza Independencia, parece, no lo distrae el día. Hay sol, pero ese calor es poco para una mirada que ya no titubea.

Víctor Hugo Cúneo, que así se llamaba y había nacido en 1925, quiso en Mendoza vivir, en todo sentido, de las palabras. Las puso a andar pero también pensó que podían darle de comer. Por eso vendía libros usados. Tuvo un puesto en la calle Las Heras a la altura del 400 y luego lo llevó a otro lugar, que a la postre sería emblemático: la avenida San Martín, frente al edificio de Turismo. Cúneo instaló su puesto allí, pero se lo quemaron. ¿Por qué? Quién sabe: por vandalismo, por rencillas, por el puro gusto de ver el humo del papel correr por las calles. Cúneo volvió a levantar su modesta librería. Pero volvieron a quemarla. Ese puesto aún pervive y fue quemado más de una vez. Es la historia del fuego.

El hombre de la plaza lleva un traje raído y un bote de querosén en las manos. Camina tranquilo, «como un faquir», como dirá el cuidacoches que lo ve pasar, igual a una alucinación.

Cúneo puso palabras en papeles que llenaba largamente en los cafés, aunque su obra fue breve: publicó sólo un libro, El nacimiento del ciudadano, que le editó el gran Gildo D’Accurzio hace justamente 60 años y en el que mira a la ciudad (Mendoza) como un extraño ser que no acaba de formarse. Por eso ese libro también es una mezcla sin fronteras entre la prosa y el verso, entre la traza mitológica, el retrato sociológico y la mirada existencial. Publicó también, Cúneo, dos plaquetas: una, La campana, dedicada a su entrañable amigo Fernando Lorenzo; la otra, Poema a Vincent van Gogh, dedicada a un artista demasiado afín: «Yo sé como él / que a veces enloquecen los astros, / enloquece el sol / y conducen a los hombres creyentes / a espantosas soledades».

El hombre ha llegado a la plaza después de un extraño diálogo con la dueña de la pensión donde pasa sus días, un diálogo que los diarios de la época reproducirán. Ha pedido solvente para limpiar su traje. ¿Habla sólo de «limpiar»? ¿Habla sólo de su chaqueta y su pantalón?

Cúneo rehízo su puesto de libros hasta donde pudo soportar el derrumbe del fuego. Escribió hasta el último suspiro (dictó un poema en su lecho agónico) y, como dijo de él su discípulo Carlos Levy: «Fue como aquellos que convocaron la muerte llevando como única compañera de viaje la dignidad de los héroes».

Es el domingo 19 de octubre de 1969 y el hombre mira una ciudad última. Parece estar, ahora, pidiéndole a ella eso que una vez escribió: «Muéstrame tus plazas como se contempla un lago / y ábreme ventanas como se suelta un pájaro». El hombre, el poeta Cúneo, se vuelca el querosén sobre el cuerpo y enciende su propio fuego.


Poemas de Víctor Hugo Cúneo



La sed

Sueña enjaular una cascada,
rondar sus peces de frescura
y sus ráfagas aguadas.
Fogata del deseo, llegará el agua
jeroglífica, relámpago del aire.
Familia de tranquilidad,
cántaro, pájaro aljibe
en mis labios de delirio.

Pendiente, acequia de los cantos,
recodo de la voz; por mi boca,
panorámica de silbos y canciones,
se empoza el agua en mis ansias.
El placer se despeña del vaso.
El agua es el arribo, la mano
de frescura en mi bolsillo de sed.
Algas de dicha, flora
de mis arenales de delirio,
yo canto, oh agua de imágenes.


Canción a la ciudad

Los vuelos de la primavera llegaban año a año a la montaña
y asentaban en el valle los panes que traían del sol
y las tierras lejanas mostraban su rostro de otoño
porque la habían visto partir tras el pájaro de albas
que volvía a cantar su viejo canto de trigales.
Mi padre cultivaba las orillas del río y los nidales
y cuidaba las palomas que sostenían nuestra sangre.
Entre muchas otras cosas del amor del sol y la tierra
recuerdo la capa espumosa del bosque y yo ya no sé…


Canción al mundo

Tú eres el que existe, el que lleva el viento adentro.
Te contemplo desde un hombre.
Todo mi cuerpo es un ojo abierto hacia ti.
Te vuelan pájaros de tu ser, ríos de ti mismo,
te tocas con muchachos, te recorres con viajeros,
te miro cruzar los puentes vestido de peregrino
y desembocar niños de las madres de ti.
Familias de tu amor se hacen de tu cuerpo de montaña una casa.

Para mi querer levantar los techos
cuéntame tus vidas como se escucha un río,
muéstrame tus plazas como se contempla un lago
y ábreme ventanas como se suelta un pájaro.

 (de El nacimiento del ciudadano)


Poema a Vincent van Gogh

Os traeré el recuerdo de Van Gogh.
Sabed que quiso ser como los campesinos agachados
como circunferencias estremecidas por los trigales,
con su paleta de girasol,
león de las flores,
como un sombrero caído del sol
con antorchas de piel
y fogatas de estampas espesas
entre pinceles despeinándose
las pequeñas melenas
en colores cuajados.

Van Gogh,
una gota de sol en los pinceles,
girasol del amarillo,
infancia del sol,
la paloma de las lámparas
que amamos en las cosas,
despegándola con los ojos.

Yo sé como él
que a veces enloquecen los astros,
enloquece el sol
y conduce a los hombres creyentes
a espantosas soledades
donde sólo hay un girasol amaneciendo
como un baño de alazanes.

Nombre espeso,
de óleo.
Un nombre que gotea
como cuajada de trigales.

Anduvo por la ternura del mundo
una muchacha llamada Provenza
y fue como la bondad del mundo.
Tal vez buscando a Dios
y lo encontró en el sol,
cuando se derrumbaron los misales de la infancia
con un ruido feudal,
porque Dios no podía ser otra cosa que lámpara,
después de una ciudad con apellido de monasterio,
Amsterdam:
espigas de imprenta
con granos de campanas
para misales escritos gota a gota
entre las flechas de la lámpara
con pájaros de cuchillos
y lanzas idiomáticas
con golondrinas
como alabrados de tinta.

Y ahora sus cuadros iluminan.
Amaneceres.
Cuadros de sol.
En esas ventanas sin casas,
ventanas viajeras
que llegan con amaneceres pegados
a las galerías de ciudades ahumadas
donde hay que vivir,
vivir espesamente
como si el mundo fuera un gran caldo,
la sopa de la humanidad
con la capital del amor,
la ciudad del hombre,
donde hay que empaparse de jugos
que tienen gusto a mujer de la vida,
a campesino de Provenza,
como una muchacha rubia
con cielos azules en los ojos.



La luna 
(último poema)

Yo y la poesía
Ramponi y el drama religioso

Es inútil primavera que golpees la luna,
deja ya el monje maduro
en el convento del páramo,
por el deshielo de plumas y pieles de las migraciones.

Nadie cruzará esta frontera de truenos afelpados.
¿Qué estarás cantando eremita de las piedras
y de las ciudades náufragas,
para decir amor, amor,
con los buques rosados
en el duraznero femenino?