domingo, 19 de febrero de 2012

Por un poco más de luz


Entrevista a Pablo Anadón


Pablo Anadón, autor de Estudios de la luz (Pre-Textos, 2010)




Puesta a la luz, «surgente ebria de sol» como diría Montale, la prosa de los días puede tornar en poesía iridiscente. La más cerrada oscuridad no basta para teñirlo todo: siempre habrá quien intente, con la sola ayuda de las palabras, sacar algo de brillo de la más opaca realidad.
Un escenario como ese, de luces y sombras, se despliega, como en un íntimo acto, sobre las páginas de Estudios de la luz, el libro del cordobés Pablo Anadón (1963), publicado por la editorial española Pre-Textos.
Poeta, ensayista, traductor, editor y docente, Anadón es una de las voces que más clara y admirablemente suenan (cantan) en el polifónico coro de la lírica nacional. Cultor de una poesía de gran trabajo formal, reivindicador de la métrica y la rima y pulidor de la cotidianidad a través de sus versos, el también autor de El trabajo de las horas propone en su poesía lo que buscaba Ungaretti: restituir la luz a los «objetos terrenos».
Llevado por cierto mandamiento ético y estético de Goethe («la vida sin amor es como un calidoscopio sin luz»), el autor reúne paisajes solitarios, pensamientos junto a la hoguera, mañanas de café, heridas sin sanar, esperanzas y fracasos, siempre al son de una música de tono menor que semeja la de un murmullo o de un oboe lejano que nos llamara a un suave concierto.
En esta entrevista, que han hecho posible nuestras cuentas de correo electrónico, el director de la revista y la colección Fénix nos muestra ese objeto luminoso que es su último libro y, además, reflexiona (con sabios recaudos) sobre su propia poesía, sobre los caminos que ha proyectado la lírica argentina actual y sobre esa tarea apasionante y llena de secretos que es la traducción poética.

–¿En qué sentido es Estudios de la luz una continuidad y en qué sentido un vuelco con respecto a su libro anterior, El trabajo de las horas? Si es que, claro, se me permite mirar su obra en sentido completo antes que por «episodios». Me refiero a continuidad o vuelco en cuanto a la propuesta estética de su lírica.

–Con la previa aclaración y disculpa de que el autor a menudo no es la persona más indicada para examinar su obra, me parece que Estudios de la luz (2005-2007) continúa la indagación, iniciada en realidad en la última parte del libro Lo que trae y lleva el mar (1978-1993), pero más acentuada en El trabajo de las horas (1994-2004), en las vetas de significación humana general que puede encerrar la más concreta y circunscripta experiencia personal e histórica. No hay vuelco, pues, sino continuidad. La expresión «propuesta estética», sin embargo, perfectamente válida en sí misma, me deja ciertas reservas si la pienso en relación con mi trabajo con los versos: a pesar de que desde muy joven he practicado el ensayo y la crítica, ejercicios que siempre implican una distancia interrogativa sobre el hecho estético, creo que nunca he tenido un programa ni un proyecto definido para mi propia escritura poética, ni pretendo que mi obra constituya propuesta alguna para los demás poetas. Se trata, cada vez, de lograr el poema, lo que cada poema pide para sí. Lo más parecido a una «propuesta estética» que recuerdo haberme planteado en mi vida es haber dicho para mí mismo, luego de leer el poema Resurrección de Vladimir Holan, allá por los veinte años: «Este es el tipo de poesía que quiero escribir un día». No sé si lo habré logrado, pero sigo intentándolo.

–Reconoce usted que hay una tonalidad más bien oscura en los temas tratados en este libro de título, paradójicamente, luminoso. ¿Es una oscuridad que considera proyectada, como una sombra, en los mismos poemas (digamos «en la tonalidad» de los mismos) o más bien es una oscuridad anímica en la que se encuentra el poeta a la hora de trazar sus versos?

En unas palabras preliminares del libro he recordado una frase de Goethe que, desde que la leí en la adolescencia, ha vuelto a mi mente a menudo como una suerte de estribillo: «la vida sin amor es un caleidoscopio sin luz». El título, Estudios de la luz, puede entenderse así tanto en un sentido concreto, pictórico digamos, como en un sentido simbólico. Todo el libro es un intento de explorar y de transfigurar estéticamente las variaciones, refracciones, eclipses de esa luz en la existencia.


La dimensión musical

–El manejo de ciertas formas clásicas (por ejemplo, el soneto), como el cuidado de la métrica y aquí, también, de la rima, se muestra incluso con mayor incidencia que en su libro anterior, en el que predominaban los versos blancos y la combinación de distintas métricas. Justamente esta cuestión ha alimentado una polémica, de la que ha sido uno de los polemistas. ¿Es su interés ahondar definitivamente en el verso medido y evitar el verso libre? ¿Qué reflexión le merece la aludida discusión sobre el cuidado o descuido, el olvido, el desprecio o la reivindicación de las formas rítmicas y de la rima, en la poesía argentina contemporánea?

–Creo que a lo largo de estos libros, en efecto, como usted certeramente observa, puede verificarse una progresiva importancia instrumental acordada a las formas métricas, importancia que quizá no sea más que una mayor familiaridad en su uso, si bien desde que empecé a escribir y leer poesía le presté una demorada atención a la dimensión musical del verso. Podría ahora, sin embargo, aducir un par de hipótesis complementarias sobre la función y el predominio de tales estructuras en mi último libro. Por una parte, si bien no es que me haya propuesto dejar de lado definitivamente la práctica del verso libre (¿quién sabe qué le propondrá a uno el futuro?), me parece que, en un período de laxitud y estandarización masiva de esa forma, el verso medido quizá ofrezca mayores posibilidades de experimentación y de indagación estética. Por otra parte, este último libro nació en los años más difíciles que me ha tocado vivir, años de profunda desorientación y crisis existencial: no es casual, creo, que haya recurrido con asiduidad a las formas métricas, e incluso a una estructura estricta y cerrada como el soneto, por ejemplo, para dar cohesión y tensión poética a experiencias que fácilmente podrían haber derivado en lo informe, lo oscuro o lo inconsistente de la mera confesión personal. Agregaría, incluso, una tercera razón: las formas estrictas son un límite que funciona a la vez como un dique ―contienen y potencian― y como un estímulo generador de nuevos sentidos ―obligan a ir más allá de lo primero que sale―. En cualquier caso, esto que hago ahora son razonamientos a posteriori; cuando escribí esos poemas, no había demasiada opción: ¡llegaban de ese modo!

–Usted suele volcar en sus textos el instante en que comienza a incubarse un poema. Me gustaría conocer cómo se suscita en usted la escritura poética: si sigue ciertas rutinas (otros le llamarían «rituales»), si se refugia en ciertos lugares particulares, si se acompaña de ciertos objetos, o si está continuamente escribiendo, no importa la época ni el lugar. También si sigue ciertos «proyectos», o va coleccionando los poemas que va escribiendo y recién luego piensa en darle una unidad a través de un libro.

–He escrito o pensado poemas en bares, en ómnibus, de espaldas en la cama a cualquier hora del día o de la noche, en la cocina de mi casa, caminando por el campo o por las calles… En fin, como observó Baldomero Fernández Moreno, «el poeta, como el cazador pobre, a lo que salga». A menudo, me resultan propicias las largas horas que suelo transcurrir en un café (soy rutinario, así que suelo ir al mismo lugar) leyendo, tomando notas o simplemente fumando y viendo pasar la gente. Siempre llevo conmigo un bolsito del ejército ruso, que compré hace casi treinta años en un mercado de pulgas de Varsovia, donde guardo el libro que estoy leyendo, el tabaco y la pipa, una libreta, un lápiz para subrayar y una lapicera para escribir apuntes en prosa o poemas. Esos, diría, son mis instrumentos de trabajo y, de algún modo, mis amuletos. Con respecto a la configuración del libro, no, no sigo proyectos demasiado definidos (en torno de un tema, un motivo, etc.): como decía, lo que cuenta para mí, cada vez, es lograr el poema en sí mismo, y si bien vivo a la espera de la poesía, nunca me he propuesto acosarla ni emboscarla: tiene que venir a mí. Ahora bien, llega un momento un momento que puede demorar diez o más años en que percibo que el conjunto de poemas que han sobrevivido en ese lapso de tiempo permite ser organizado en una totalidad. Allí comienza entonces otra tarea, en cierto modo equivalente a la de disponer las palabras del poema: la de encontrar en esos textos un hilo conductor, una especie de diseño, una trama imaginativa. En ese proceso, para mí es muy importante el sopesar las afinidades o contrastes de tono, de léxico, de figuras, de motivos existenciales, de intensidad, de ritmo, etc., así como la mayor o menor necesidad de dividir el desarrollo en capítulos. En fin, entiendo que el libro de poemas, aun a través de textos que tienen su validez autónoma, debe contarle al lector una suerte de historia, como un relato lírico.


Huellas de poetas

–Siempre resulta interesante conocer los meandros de la formación poética a través de las lecturas que, al menos conscientemente, marcaron a un escritor. ¿Cuáles son, en su caso, esas influencias?

–Bueno, en realidad, nuevamente, a esa pregunta la debería responder más un crítico que el escritor. Leo y escribo poesía desde niño, y son muchas las lecturas que a lo largo de ese tiempo ya demasiado dilatado han marcado mi vida. Sin embargo, poniéndome en el dudoso papel de crítico de mi propia obra, puedo decir de algunas predilecciones que tal vez hayan tenido su efecto en mi escritura. Así, por ejemplo, en mi adolescencia, la frecuentación de poetas como Antonio Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Jorge Luis Borges, Cesare Pavese, numerosos poetas argentinos contemporáneos y las primeras traducciones que hice entonces de T. S. Eliot y otros autores de lengua inglesa. Más tarde, fue importante para mí, antes y durante los siete años que viví en Italia, la lectura y la traducción de poetas como Giuseppe Ungaretti, Eugenio Montale, Umberto Saba, Vittorio Sereni y, en general, la llamada «poesía hermética italiana». De regreso al país, en 1994, comencé una lectura sistemática de los poetas postmodernistas argentinos, entre los cuales destaco a Baldomero Fernández Moreno y Enrique Banchs. La traducción de Robert Frost y, recientemente, Boris Pasternak, tal vez haya dejado alguna huella, no lo sé, en mi escritura. Por otro lado, entiendo que ha sido muy valiosa para mi experiencia de la poesía, por evidentes razones, la cercanía familiar de Alejandro Nicotra, «il miglior fabbro» que he conocido en mi vida [nota: Anadón es hijo de A. Nicotra y hermano de Esteban Nicotra], así como la amistad de años con poetas y ensayistas como Alejandro Bekes y Ricardo H. Herrera en la Argentina y Alfonso Berardinelli en Italia, con quienes hemos intercambiado lecturas, críticas, opiniones, y de quienes he aprendido mucho, como suele ocurrir en las amistades más fecundas.
Anadón y su gato Baudelaire.

–¿Cómo se relaciona su labor de traductor con su propia escritura poética?

–La traducción de poesía, que practico desde la adolescencia, ha sido para mí un taller de artesanía estilística muy importante. La traducción quizá cumpla en el presente la función que pudo cumplir la copia o la colaboración con maestros para los pintores de otras épocas. Ayuda a «hacerse la mano». Ayuda, asimismo, a «ver» y «escuchar» con mayor atención, a percibir con mayor claridad y conciencia por qué un verso ejerce su magia en el original e intentar algo semejante en la versión a la propia lengua. En la traslación, por otra parte, si no se limita a ser una traducción literal sin finalidad estética, uno se ejercita en el arte de sopesar palabras, giros y ritmos, variaciones sin fin de un verso o una estrofa en busca de una mayor precisión, una mayor naturalidad expresiva, un mejor empaste musical. Creo que no se puede aconsejar una práctica mejor para un aprendiz de poeta, ese aprendiz que es todo poeta hasta el final. Hablo, por cierto, de la traducción elegida, la que uno hace por admiración al poeta, aunque no siempre el motivo que nos lleve a traducirlo sea la afinidad (también se aprende de autores diferentes de la propia concepción poética). Lo que cuenta, me parece, es el desafío, el intento de confeccionar con las palabras de nuestra lengua un talismán sonoro equivalente a aquel que nos hechiza en la lengua extranjera.


Lo que se quiere decir

–La visión del mundo (Weltanschauung) de cada autor, más allá de la postura puramente estética (si es que hay pureza en tal posición), determina el modo en que se narra ese mundo a través de los textos. No es lo mismo un poeta pesimista que uno idealista, no es lo mismo un poeta existencialista que uno idealista, que uno materialista (en sentido filosófico), un poeta positivista que uno posmodernista, uno religioso que uno ateo, uno socialista que uno conservador, etc. ¿Qué podemos conocer de su propia visión del mundo y cómo se expresa en su poesía?

–Mi visión del mundo, o en cualquier caso una visión del mundo, que no necesariamente coincide con la que me permite vivir, es la que está en mis poemas. En un epígrafe de la «Nota preliminar» a El trabajo de las horas he citado las siguientes palabras de Lawrence Durrell: «Quizá tenía razón, pero su verdadero significado está en otra parte. Aquí, así lo espero, en este papel garabateado que he tejido como una araña con la sustancia de mi vida interior». En efecto, yo comentaba luego, «la labor del poeta se parece a la de la araña, que trama su tela con la baba que extrae de su propio interior: es en el diseño entresoñado de la urdimbre poética que quizá pueda vislumbrarse un significado más real a la experiencia». Quiero decir que si hubiera podido expresar entonces, o pudiera expresar ahora, cuál es mi visión del mundo en otras palabras que las de mis poemas, lo hubiera hecho entonces o lo haría ahora con esas otras palabras. En ese sentido, la poesía, de manera semejante al mito, encarna en metáforas sonoras lo que no podría manifestarse de otra manera. Por eso, si intentara aquí diseñar una suerte de personal Weltanschauung (declarar por ejemplo que soy ateo pero que poseo un ánimo religioso; que considero que la  piedad y la simpatía –en el sentido etimológico del término–  hacia el otro y los otros son la sola posibilidad de crecimiento individual y colectivo; que descreo de un sentido trascendente y universal para la vida humana pero creo que el hombre debe crear y crearse como si lo hiciera para la eternidad; que me conmueve lo que el tiempo hace con los hombres; que detesto los nacionalismos y los totalitarismos de distinto signo; que veo la historia, no como un camino lineal de progreso hacia la perfección y la felicidad, sino como una espiral de construcción y destrucción, etc. etc.), sentiría que de algún modo estoy sobreimprimiendo mis opiniones y creencias al significado más «verdadero», poéticamente verdadero, que quizá pueda encontrarse en los textos. Tal vez sea así porque el poema no expresa lo que el poeta «quiere» decir, sino lo que se quiere decir en el poema, un sentido del cual el autor no siempre es plenamente consciente y que en ocasiones no expresa un sentir estrictamente personal, sino un sentimiento de la época.

Autopistas poéticas


–A la hora de hablar de nuestra literatura, ¿se vislumbra, según usted, un estilo poético, una corriente se diría, que de algún modo predomine entre los nuevos poetas argentinos? O, cuanto menos, ¿hay algunos rasgos estéticos comunes entre ellos? 

–Bueno, si hay que hablar de predominio no podemos desconocer la dimensión cuantitativa, por lo cual me parece claro que la poética más difundida actualmente en la poesía argentina coincide en líneas generales con los rasgos del llamado «objetivismo», que ha hecho escuela, para bien o para mal (me inclino, tutto sommato, por lo segundo), entre los poetas más jóvenes. He dedicado a la cuestión ya demasiados textos críticos, por lo cual yo mismo me aburro un poco del tema, pero entre las notas salientes podríamos identificar las que siguen: léxico de uso corriente, mientras más corriente mejor, purgado de toda reminiscencia literaria, como si los autores temieran ser confundidos con personas medianamente cultas; como causa o consecuencia de lo anterior, reducción de la complejidad de la experiencia indagada en el poema (todo lo complejo exige, a un cierto grado de profundización, una mayor riqueza lexical); reducción al mínimo, asimismo, de los tropos y recursos característicos de la poesía (metáfora, aliteración, hipálage, hipérbaton, etc.), intentando aproximar lo más posible el discurso poético al discurso de la prosa, y a menudo lográndolo; escenario casi exclusivamente urbano o suburbano (Fabián Casas confesaba que le era imposible leer poemas por donde no cruzaran taxis); predilección por términos que recuerden la civilización tecnológica, aunque se introducen con mayor frecuencia en el texto maquinarias que no funcionan demasiado bien, que están un poco corroídas por el óxido, signos, en fin, que demuestren que la composición proviene de un contexto propio de un país venido a menos (probablemente sea la modesta cuota de «denuncia» que esta poesía se permite); carácter epigramático del texto, no necesariamente por su brevedad, sino sobre todo por plantear un juicio, tácito o explícito, sobre el mundo; impersonalidad, elusión del yo, salvo que asome a través de la ironía; exequias del lirismo, despachado con displicente imperturbabilidad (los objetivistas suelen ser, o aparentar, temperamentos más bien flemáticos); imperio indiscutido del verso libre, menos por libre elección (sabemos que es frecuente el llano desconocimiento de los recursos métricos) que por destino, según el extendido prejuicio por el cual la poesía moderna y contemporánea sólo puede ser escrita en ese tipo de verso… Mi mayor disidencia con el objetivismo consiste en la limitación de esa poética, en el empobrecimiento de las posibilidades verbales, formales y espirituales de la poesía, pero eso no impide que dentro de sus límites se pueda hacer un buen poema. Recientemente, sin embargo, se observa la aparición de algunos jóvenes autores que se plantean otros desafíos, aunque es demasiado pronto para saber qué lugar encontrarán entre sus contemporáneos.
 


–En su revista Fénix y en diversas publicaciones, usted ha llamado la atención sobre la existencia de una «autopista poética Buenos Aires-Rosario», una especie de centralismo a la hora de considerar la poesía argentina, que termina siendo muchas veces la poesía porteña, como lo demuestran algunas antologías contemporáneas. Santiago Sylvester ha hablado del «país amputado». ¿Persiste este centralismo? 

–Sí, sin duda, un centralismo bastante explicable en un país política y culturalmente centralista. Ahora bien, no creo que se trate necesariamente de mala voluntad hacia los autores del interior. Creo que consiste más bien en una cuestión de «poética» (justamente la que ha circulado por los carriles de la autopista Buenos Aires-Rosario), cuya afirmación en el medio literario nacional fue practicada casi como una militancia política destinada a derrotar o absorber a las demás poéticas. Se trata, pues, de la característica dificultad argentina para aceptar que puede haber diversas perspectivas, en este caso estéticas, todas igualmente válidas en la medida en que originen buenos poemas, coexistiendo en el mismo período. Así, por ejemplo, que el objetivismo no sea mi poética preferida no me llevaría a excluir a todo poeta objetivista de una selección de la poesía argentina reciente (de hecho, hay varios representantes de esa tendencia en una breve antología que publiqué hace algunos años en España, Señales de la nueva poesía argentina), porque entiendo que hay autores que han trabajado bien en ese estilo. Quienes piensan, en cambio, que su propuesta poética es la única que puede expresar adecuadamente a su tiempo, han considerado justo excluir de sus muestras a las demás. Como lo que perduran no son las escuelas ni las tendencias (salvo para la veneración de las «crédulas universidades»), sino las obras, los lectores futuros decidirán qué poemas, qué libros, qué autores les hablan todavía desde este presente, que será muy pronto un borroso pasado. Para entonces, términos como «objetivismo», «neobarroco», «neorromanticismo», etc., sólo tendrán algún sentido para los historiadores de la literatura. No hay que preocuparse tanto, pues, por quedar adentro o afuera de las redes justas o injustas de promoción, sino por templar la propia obra para que resista lo más posible a la corrosión del tiempo. Igualmente, ese temple no depende del todo del rigor con que el poeta trabaje formalmente sus textos, rigor imprescindible sin embargo: lo mejor de una poesía, lo que a los lectores nos deja grabadas sus palabras y hace que nos las repitamos una y otra vez a solas, a menudo aparece en el horizonte de la conciencia del poeta como un astro inesperado, aunque a propiciar esa aparición el autor le dedique toda una vida de paciente espera.


Tres poemas de
Estudios de la luz
de Pablo Anadón





Hostal Hispania

Es la tarde, en la misma galería
Donde dejaba transcurrir el tiempo
Como un hombre seguro de su día
Y de su noche. Ahora es otro tiempo
El que miden las horas. También yo
Soy otro. Otra es mi vida. Tantos años
Hoy se deshacen como nubes o
Como aves trazan en el aire extraños
Signos: son lo que soy, lo que he dejado
De ser y ya no entiendo. No comprendo
Qué se ha hecho de todo lo que he amado,
Por qué su luz ya no es la que estoy viendo.
Se extingue un tordo entre el cielo y la sierra;
Oscurece también sobre la tierra.



Para el aniversario de mi muerte
(Variación sobre un tema de W. S. Merwin)

Every year without knowing it I have passed the day
When the last fires will wave to me…
W. S. Merwin


Cada año he pasado ya ese día
En que voy a morir: desconocido,
Su dolor me habrá dado o su alegría
Y ahora es una fecha del olvido.
Extraño aniversario, igual que aquel
De la mañana en que empezó mi vida.
Como quien, por el gusto de la miel,
Adivina el panal y la perdida
Flor, así del sabor de lo que ayer
Fue, reconozco lo que aún no ha sido:
La agonía del mundo honda en el ceño,
Los ojos entreabiertos al ensueño
Y en los labios un nombre de mujer.
Moriré de la muerte que he vivido.



Amanece

La luz leve del día en la ventana,
La cama con las sábanas caídas,
Libros, vasos, colillas, desvaídas
Esencias de sahumerio y marihuana.
Lentamente se enciende la mañana
En el espejo: vuelven las perdidas
Formas, desde el cristal, a sus sabidas
Dimensiones; la sombra se hace humana.
La cabellera negra en la blancura
De la almohada, una pierna entrelazada
A otra, el brazo en torno a una cintura
Y dos bocas que alientan cadenciosas…
Calla el mundo. La angustia, arrodillada,
Vela sobre las frentes silenciosas.

martes, 14 de febrero de 2012

Un escritor llamado Spinetta


por Fernando G. Toledo


Cuando un poeta muere hasta las palabras lloran. Y cuando un poeta que cantaba, un enorme poeta como Luis Alberto Spinetta muere, incluso el viento llora.

Con el Flaco, quien murió el miércoles como consecuencia de cáncer de pulmón, ha muerto un escritor como pocos conoce la música popular, sobre todo en la Argentina. Un artista cuya estatura musical iba a la par de su calibre lírico, prueba de lo cual lo muestra el hecho de que puede hacerse con sus letras el curioso ejercicio de quitarles la música, para comprobar que así desnudas, como poemas nada más (nada menos), siguen teniendo el mismo y contundente efecto estético.

Dibujo original de Spinetta
Sin embargo, que a un compositor se lo llame poeta se ha convertido, a veces, en una atribución facilista. Así, a cualquiera que avizora una metáfora, consigue por azar un oxímoron o utiliza algún vocablo más o menos escondido del ancho caudal castellano, a cualquiera, se lo llama poeta. Y, además, a otros cuya lírica se alza con dignidad pero con mucha más eficacia merced a la música que lo acompaña, a ese también se lo llama poeta.

Por eso resulta una verdadera invitación preguntarse qué hacía a Spinetta un poeta cabal, completo y brillante, equiparable acaso a otros grandes nombres de la lírica nacional. Y preguntarse, además, qué tenía su poesía y cuánto hizo ella por convertir a sus oyentes en poetas, que aún hoy están creando.


Dios de la adolescencia. La poeta, docente e investigadora Bettina Ballarini, profesora Adjunta Efectiva de Introducción a la Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo), considera que las letras del ex Almendra se entroncan con la más pura vertiente lírica. Seguidora del músico desde su niñez («reuní lo que costaba el LP Almendra, para escucharlo en el Winco de mis hermanos una y otra vez con la complicidad de mi madre, en los horarios en que ellos estaban en el secundario»). Ballarini asegura que «la metáfora de Spinetta está emparentada con el más delicado trabajo de la poesía lírica: trasladar la imagen a la música de las palabras, o viceversa». Ese ejercicio fundamental es, acaso entonces, lo que hace del Flaco un poeta con todas las letras, ya que «su poesía no resulta inadvertida a pesar de los contextos de percusión, bytes y tribus urbanas que nos musicalizan hoy», analiza la autora de Sin fundación mítica.

En su trabajo de tesis acerca de la relación entre la poética de Artaud y Spinetta (el músico usó el apellido del francés como nombre de uno de sus más célebres discos), la investigadora María Victoria Acebal Mallo resalta como distintivo en el Flaco la asimilación de la poesía culta, clásica, pero especialmente de vanguardia, como influencia para sus obras. «Es interesante destacar el trabajo de reescritura que realiza Spinetta con ciertas obras y ciertos autores. Esta característica es, tal vez, una de las cuales lo distinguen de otros compositores argentinos contemporáneos», escribe Acebal Mallo. Y destaca un gesto posmoderno: «Spinetta utiliza tanto obras literarias como pictóricas como método de inspiración. En este caso (se refiere a Cantata de los puentes amarillos), Spinetta toma las cartas de Vincent van Gogh a su hermano, las ‘digiere’ y la lanza como una nueva obra».

Ese ejercicio de alta poesía podría haber seguido los carriles propios que sigue cualquier libro de versos, destinado a un público cada vez menor, pero ciertamente acotado. Sin embargo, la música de Luis Alberto «vehiculizó» de manera fenomenal esa lírica refinada, a punto tal que podría decirse que la inyectó en un público que se vio compelido a asimilarla y quizá, a familiarizarse con la misma, cosa que tal vez de otro modo no habría sido posible.


La sombra del aliado. En una entrevista con el autor de esta nota, por ejemplo, el fallecido poeta porteño Matías Vernengo se confesaba como víctima feliz de esa «violación poética» que Spinetta ejercía con sus canciones. «Su música y sus palabras, sus canciones, han sido muy importantes para mí, y mostraban en una época oscura de la Argentina, que coincidió con mi adolescencia, que alguien podía crear y buscar el sentido y la belleza y transmitir el dolor y los interrogantes de la existencia a través de un arte posible y presente», contaba el autor de Cuaderno blanco.

Pero la influencia de las canciones de Spinetta (quien también publicó un libro de poemas: Guitarra negra) adquiere una inusitada relevancia, especialmente, en los poetas mendocinos contemporáneos. Ya el poeta Dionisio Salas Astorga apuntaba en el prólogo la antología de poesía mendocina Promiscuos & Promisorios cuáles eran algunas de las señas de formación de algunos de los antologados y el nombre del Flaco surgía naturalmente: «Unos cuantos son hijos no reconocidos del rock argentino (20 años ha), sus poemas saludan a Spinetta desde noches de estricta soledad en compañía».

La marca spinettiana es tan evidente en muchos de los autores que a la investigadora de la UNCuyo Marta Castellino la ha llevado a destacarlo como nota saliente, en su libro Poesía argentina: dos miradas.

En su análisis sobre el rumbo lírico de muchos poetas mendocinos de los ’90, Castellino asevera: «Luis Alberto Spinetta (...) delineará el inicio de una búsqueda literaria para construir una identidad propia para el rock nacional, con un nuevo centro temático: la ruptura de la literalidad y unidireccionalidad de la imagen (como las vanguardias artísticas de principios de siglo y en especial del surrealismo)». Y es Spinetta, para Castellino, quien lleva a los escritores a bucear en otras aguas: «La predilección de nuestros poetas por la obra de Spinetta se explica a partir de lecturas comunes: Rimbaud, Artaud, Foucault».

El mendocino Mauricio Videla también ha destacado la influencia del rockero. Citado por Castellino, dice Videla que es claramente Spinetta el responsable de permitir en nuestros poetas «la creación de un misticismo escéptico generado en nuevos mundos, donde se desenvuelven y recrean ambientes oníricos que poco tienen que ver con las antiguas miradas románticas y con las estéticas simbolistas: la canonización de mundos internos en los que Spinetta encuentra las respuestas a su propia trascendencia».


Marcapiel. Escritores locales como Patricia Rodón, Teny Alós, Luis Ábrego y Rubén Valle son algunos de esos creadores para los que el autor de Kamikaze resulta fundamental. Valle asegura: «Mi primera aproximación a la poesía fue a través de las letras de la canciones del rock nacional, no por vía de los buenos o malos poetas. Y en ese abanico de letras, donde convivían sin problemas Charly García, León Gieco y Luis Alberto Spinetta, entre tantos, la poética del ex Almendra se recortaba con brillo propio, me conmovía más que el resto».

Pero Valle hace una salvedad: recibir una influencia tan crucial no significa convertirse en un epígono de Spinetta: «Su influencia operó más en la definición de una vocación que en reflejar un estilo ‘spinetteano’. Después del impacto inicial, no queda otra que encontrar la propia voz. Por eso es que a simple vista –o audición– no pareciera haber tantos clones de Spinetta, como sí ocurre por ejemplo con Andrés Calamaro. Es decir, muchos –me incluyo– pueden decir que se dedicaron a la música o a la literatura gracias a su influjo, aunque su poética o su música haya decantado en otra cosa».

Hecho este recorrido, al parecer, la respuesta a las preguntas iniciales parecen ya trazadas. Para la lírica argentina posterior a los ’70 y en especial, para la mendocina, la influencia de Spinetta es tan crucial como pueda serlo la de poetas como Borges, Girondo, Gelman, Pizarnik, Juarroz o Giannuzzi. Y si, como Pedro Aznar dijo una vez, «en sus canciones Charly García es un periodista y Spinetta es un poeta», queda claro que no sólo el rock nacional está de luto. También nuestra poesía. Y por eso llora la música, lloran las palabras, llora el silencio.

Publicado originalmente en Diario UNO de Mendoza.



Guitarra negra: el libro de un poeta musical

La belleza lírica de Luis Alberto Spinetta encontró su gran desarrollo en sus varios cientos de canciones, distribuidas en sus casi 40 discos.

Desde la tersa poesía de Muchacha ojos de papel o Plegaria para un niño dormido (grabadas cuando Spinetta tenía solo 18 años) hasta el refinamiento surrealista de Cristálida, Cantata de puentes amarillos y Encadenado al ánima o la tersura visceral de Barro tal vez o Lago de forma mía, Spinetta mostró siempre un nivel lírico altísimo.

Sin embargo, poeta al fin, el Flaco también se permitió ofrecer una muestra de su poesía pura, esto es, despojada de toda música.

Fue en su único libro de versos, titulado Guitarra negra y publicado en 1978. Todo un tesoro aún hoy, cuando ha sido objeto de algunas reediciones, este volumen tiene algunas muestras íntegras del nivel de Luis Alberto como escritor. Aquí, una muestra de su escritura:

I

Hay una locura intensa
que necesita un cuerpo y una fulguración
y se desarrolla lentamente
en el tiempo
o en la eternidad de un tiempo
Y hay otra locura
periódica,
de la sangre y el alma,
que es fugaz como el sol,
que no admite desarrollo ni duración alguna en el tiempo.

Que es un llanto,
instantáneo resoplar del cuerpo,
y que sana, distante,
en un elixir que difícilmente se prueba.



Algunos poemas «spinetteanos»


Óleo

a Luis A. Spinetta

Y fui
el ciego aquel
que apuntó sus ojos
al mar
y cayó
muerto
por última vez


Rubén Valle, en Museo flúo (1996)

*

Tríptico fugaz


«Lo que se ve, se ama se pierde»

Luis A. Spinetta


I- Lo que se ve

No hay escándalos de sorpresa
cuando aparecés por las calles.
Es un flash
con fondo montañés.

II-Se ama

Por momentos
siento la velocidad
de tu carne joven.
Acortándome la vida.
Alargándome la pasión.

III- Se pierde

Hasta la visión del paraíso
termina derrotada
por los disparos del reloj.
Partir.
No tener la certeza
de volver a tejer
crucigramas con tus ojos.


Luis Ábrego, en Letanía beat (1998)

*

Arrorrock

«La vida para los locos
es como la guerra para los cuerdos»

Luis A. Spinetta


Ahí están los viejos dinosaurios muertos
atravesados por los cuchillos de luz
del cataclismo
Ahí están los que alimentaron la boca
de los cementerios
los pequeños secretarios de la muerte eléctrica
con la sombra llena de cenizas y el mantel
y la cama y la conciencia
Los conocemos muy bien
De chicos los veíamos con sus falcon caníbales
apareciendo en tevé envueltos en la bandera
con su mundial su papa de plástico
y sus estúpidas guerras
Su torpeza era como una jaula llena de ratas
Al principio no sabíamos qué hacer
Íbamos de la bronca al asco de la pena al silencio
Estábamos como con un amigo recién muerto
y todo el tiempo teníamos un grito dentro
que caía como cae un piano desde el último piso
Ahora sabemos que no importa
porque maldecimos
sus firmas sus estómagos sus maletas
porque arrojamos caras en sus sueños
golpeamos sus corazones con un lápiz
despreciamos el triste olor de sus roperos
y nos burlamos de sus confusos naufragios en inglés
No importa que estén ahí con sus ojos fanáticos
No importa
porque el mal no tiene paz ni tregua ni gloria ni mañana
Nosotros continuaremos mirando el universo
desde una terraza
continuaremos paseando el alma por plazas
que nunca llevarán sus nombres
continuaremos festejando cumpleaños
perfumando sábanas
y buscando vida bajo el cielo
estropeado de las ciudades.


Patricia Rodón, en Tango rock (1998)

*

Vapor

«Te hallaré en mí
como un jarrón
lago de forma mía…»

Luis A. Spinetta


Una mañana soy lago
una gota se filtra en mi forma.

Una mañana soy gota
y ansío deformarme.


Hernán Schillagi, en Mundo ventana (2002)

miércoles, 8 de febrero de 2012

Spinetta y el zarpazo de la muerte

Luis Alberto Spinetta (1950-2012)




No era uno más. Una figura entre otras más, entre las que podían disputarse el lugar propio desde el que la luz brillaba más fuerte. Era él, Luis Alberto Spinetta, el astro central de las constelaciones pioneras del rock nacional. Que esa luz se haya apagado es como si un eclipse furioso se desplegara sobre el resplandor de una tarde apacible. 

Pero, ¿qué hacía de Spinetta ese Febo magnífico? No era necesario el peso artero de su muerte para saberlo. Desde hacía mucho, siguiera o no creando nuevos discos, El Flaco tenía bien ganado su puesto de espina dorsal de nuestro rock.

El lugar empezó a ganarlo cuando a fines de los ’60 (en 1968, para ser más exactos), Spinetta dio a luz una serie de singles de una calidad inusitada y un álbum que todavía puede ser oído como si acabara de grabarse. Era al mando de la banda Almendra, cuando a través de canciones como Tema de Pototo, El mundo entre las manos, Ana no duerme, Plegaria para un niño dormido o, por supuesto, Muchacha ojos de papel, Spinetta se reveló como un Rimbaud inesperado. Un joven apenas que traía, para siempre, una poesía que marcaría la medida a todo rockero nacional que quisiera pasar por poeta. Una poesía, la suya, que, además, moldearía para siempre nuestro rock, y enhebraría su estela a lo largo de todo el recorrido vital que el corazón del Flaco permitió, latido por latido.

Entonces El Flaco fue Almendra, y fue esas canciones en las que la furia y la paz convivían en armonía, a través de las máscaras de un blues o de un rocanrol, de una canción etérea o de una guitarra desnuda salida desde lo hondo y dirigida hacia lo más hondo.

Y fue, El Flaco, Spinettalandia y sus amigos. Luego fue Pescado Rabioso, otro proyecto en el la poesía tampoco iba a claudicar, pero en la que se permitía, Spinetta, un acuerdo con el delirio creativo propio del surrealismo. No por nada, la coronación de ese proyecto fue un simulacro del mismo, que dio en llamarse Artaud. El disco de ese nombre, y que invocaba el del atormentado y genial poeta y teórico surrealista, iba a ser un disco grabado en soledad, aunque bajo el rótulo de la banda bautizada como un pez hidrofóbico (cuestiones de contrato, por supuesto).  Artaud sería, sin dudarlo, un disco emblema de cualquier historia del rock universal si no fuera porque a Spinetta le tocó nacer en este Sur, donde «todas las hojas son del viento».

Insaciable o dador impenitente, El Flaco siguió siendo. Así fue Invisible, es decir, otra muestra del ansia creadora de este artista, que pondría en el firmamento musical, como trozos arrancados de su propio brillo, una suerte de Tres Marías musicales que aún ahora, cuando uno se encuentra por vez primera con ellas, no dejan de provocar el pasmo propio que produce aquello que sueña con lo perfecto. Invisible, Durazno sangrando y El jardín de los presentes eran y son todavía una tríada difícil de igualar, un imán musical semejante al canto de unas sirenas ante las que no deseamos otra cosa que quitarnos las cuerdas para dejarnos devorar.

Y, como no podía ser de otro modo, la fuerza diamantina del Flaco siguió siendo, y fue Spinetta Jade, aquel otro proyecto nacido a unos diez años de la irrupción del músico en el rock y que seguí llevando con su timón el rock hacia donde nadie lo había navegado en las aguas del Río de la Plata. Con Jade, con Alma de diamante, por ejemplo, Spinetta inauguraría los ’80 después de la oscuridad reinante («con tanta sangre alrededor») y se soltaría definitivamente hacia un viaje que seguiría encandilando aunque la criatura aquella de la que era en gran parte responsable (el rock nacional) ya se animara a dar sus pasos sin la guía regia de su mano.


Desde ese entonces llegarían discos iconoclastas como Kamikaze, oscuros como Téster de violencia, transidos de euforia como Pelusón of milk, compartidos como La la la (junto a Fito Páez). Y volvería el gusto del Flaco por seguir siendo más y distinto, a reunir una banda estable aunque fuera en el más arisco páramo. Fueron, así, Los Socios del Desierto, con los que Spinetta se proponía hacer su poética desde un trío otra vez (como en Invisible), pero en la que la crudeza sonora prevaleciera. 

Y otra vez volvió a ser Spinetta el solo Spinetta en Los ojos, y a echar raíz y brotar en Para los árboles, en repartir el Pan de su música como si recién tomara por primera vez su pluma y su guitarra y quisiera decir, una vez más, que tenía algo para decir. Algo que cantar como quien abona un jardín de gente aunque ya se lo escuchara menos. 

Atravesar el haz de luz que representa la historia musical es, ahora que Luis ha muerto, observar con microscopio la soledad que se cierne en tiempos en que algunas de las voces más imponentes del rock nacional han decidido callar. Que haya callado Spinetta, sin embargo, es también una invitación, un pasaje hacia todas las palabras y la música que dejó y que tienen una presencia tan sólida como la de una piedra que hace sombra en un mediodía abrasador. 

Sí, se ha hecho la tarde y el sol de Spinetta es sólo un recuerdo. Ha muerto El Flaco y decirlo o, peor, escribirlo, no lo hace más verosímil. Aunque hayamos estado preparados. Aunque él, en dos versos inolvidables, nos lo hubiera advertido, nos hubiera prevenido de este dolor al cantar: «la distancia es un caudal de eternidad / agazapada sobre la espalda de un león».


Publicado en Diario UNO de Mendoza.


Dos canciones del poeta del rock


Los libros de la buena memoria


El vino entibia sueños al jadear,
desde su boca de verdeado dulzor.
Y entre los libros de la buena memoria
se queda oyendo como un ciego frente al mar.
Mi voz le llegará,
mi boca también.
Tal vez le confiaré
que eras el vestigio del futuro.

Rojas y verdes luces del amor
prestidigitan bajo un halo de rouge.
¿Qué sombra extraña te ocultó de mi guiño
que nunca oíste la hojarasca crepitar?

Pues yo te escribiré,
yo te haré llorar.
Mi boca besará
toda la ternura de tu acuario.

Mas si la luna enrojeciera en sed
o las impalas recorrieran tu estanque
¿no volverías a triunfar en tu alma?
Yo sé que harías largos viajes por llegar.

Parado estoy aquí,
esperándote:
todo se oscureció, 
ya no se si el mar descansará...

Habrá crecido un tallo en el nogal,
la luz habrá tiznado gente sin fe.
Esta botella se ha vaciado tan bien
que ni los sueños se cobijan del rumor.

Licor, no vuelvas ya
Deja de reír,
no es necesario más
ya se ven los tigres en la lluvia. 

Del disco de Invisible El jardín de los presentes (1976).


Norte de nada

Suben y suben las aguas
hacia el fuego
voy a buscar los astros
para siempre
las sombras esta vez
se olvidarán

Leve la bruma, triste de las grietas
se encontrará con vidas
que han quedado
las aguas esta vez
no bajarán
¡Oh! Voy al Norte de nada
donde sopla el viento mortal
donde las cenizas vuelven al alma

En torno al fondo intacto
están las nubes
lejos de aquellos mundos
de codicia
eterno es el retorno y el final

¡Oh! voy al norte de nada…
Hoy se endulzan los cuerpos
como se hace el agua fatal
y si no comprendes las piel se marcha

Ilústrame
distribúyeme
¿no ves que el sol
se metió en su vaina?

¡Oh! voy al norte de nada…

Lúcrame
amenízame
¿no ves que el sol
se metió en su vaina?

¡Oh! voy al norte de nada…
Ve y endulza los cuerpos
como lo hace el agua fatal
y si no comprendes la piel estalla

Voy al norte de nada
donde sopla el viento mortal
donde las cenizas vuelven al alma…

Del disco Fuego gris (1993) 

domingo, 18 de diciembre de 2011

El último de los molinos de viento

Enseñar poesía en las escuelas




por Cecilia Restiffo

1.
En el intento diario de romper el cerco entre el lector «de hoy» y la palabra, andamos por carreteras a veces principales y otras por caminos inhóspitos y desconocidos en los que solo los perros deambulan al calor de la siesta.

Si he de decirlo, este texto intenta ser una propuesta, una cronología y un ensayo al mismo tiempo; aunque sé de antemano que este último rótulo es quizás demasiado grande , como así la expectativa que genera.

2.
La palabra poética es, digamos, un desafío para todo aquel que desee comprenderla, asirla, capturarla. Pero lo es más para aquellos que anhelan «enseñarla». Delimito con esto mi campo de investigación-acción: lectores niños, jóvenes y adultos que «aprenden» a leer poesía por fuerza más que por gusto, como todas las actividades que se practican en el ámbito escolar, tal vez así dispararía la tesis sobre si «la escuela debería ser un espacio de libertad o de límites», pero esto es harina de otro costal.

Entonces, el punto es que, ante la experiencia de enseñanza en distintos ámbitos de nuestra educación, pongamos por caso: el aula de una escuela de primer ciclo, un salón de clases de la carrera de magisterio o un curso de escuela media; el asombro y la alegría se fusionan al observar que, contra todo pronóstico, los alumnos/lectores/oyentes disfrutan y comprenden la poesía tanto o más que cualquier otro género literario.

3.
La lectura de la palabra poética provoca un grado de asombro y miedo que el docente/lector/guía debe y tiene que «dejar ser», es decir, en la primera lectura el poema apela a los sentidos exclusivamente y esto se reviste de miedo cuando el lector intenta comprender rápidamente algo que sabe que está ahí pero no puede descifrar. Este estupor deviene luego en incomodidad, es entonces cuando la mirada del «experto» debe guiar una segunda lectura, un recorrido acompañado, que hará alto en los lugares donde el camino se angoste o se precipite una curva peligrosa.

En la poesía el acercamiento debe darse con paciencia y sin prejuicios, sin guías de extracción de recursos ni trabajos prácticos que diseccionen la metáfora o análisis exhaustivos e inexactos sobre tal o cual interpretación; pero por sobre todo debe tener un pausado ritmo de exploración: leer mucho en clase, leer y que escuchen, leer y que opinen, leer y callar hasta que alguien arriesgue una explicación, leer e interrumpir para preguntar. En definitiva: leer.

4.
La propuesta de todo poema está incompleta sin su interlocutor, nada en la poesía está dicho totalmente. Los lectores inexpertos llegan al poema con la misma actitud que se llega al trabajo de todos los días, a la lectura de un periódico, a la cola del rapipago, a la novela de algún autor brasilero, a la revista de alguna diva vernácula y a todos esos lugares que nos esperan para ofrecernos la misma «rutina de destejido o indigestión». Sin embargo cuando «entran» en el texto poético descubren que la desnudez de esas palabras sin frío, los acomete sin piedad, es allí cuando la mirada de socorro indica que es tiempo de salir del espanto para pasar al descubrimiento del significado, al completamiento del sentido para apelar a lo que cada lector ya conoce del mundo, a lo que, también, ha experimentado a lo largo de su recorrido vital; porque todas esas «cosas» que ya sabe están latiendo en el poema, en la mirada del poeta que no es más que un ser humano mirando el mundo para después nacerlo en palabras.

Por lo tanto, abiertos los canales de atención, habituado el oído a la cadencia poética, podemos decir que estamos en condiciones de pasar al intelecto, al desciframiento de ese verso que nos habla:

«...¿Pero el alma qué puede explicar?
Por eso mi vecino tiene tormentas en la boca,
palabras que naufragan,
palabras que no saben que no hay sol
porque nacen y mueren
la misma noche en que amó,
y dejan cartas en el pensamiento
que él nunca escribirá
como el silencio que hay entre dos rosas…»

Fragmento de Lluvia de Juan Gelman


5.
El trabajo con el género lírico implica tirarse al barro, dejarse de postulaciones editoriales fragmentarias, vetustas y analíticas, para pasar a una selección de textos con sentido y significado para el alumno/lector, no para el docente que lleva prendido en la solapa el “Romance del prisionero” desde su más tierna edad; texto por demás hermoso si lo hay, pero que se instala en el sinsabor de la gelatina, cuando se lo presentamos de improviso a un remoto lector «en ciernes». Por ello, búsqueda y selección del material de lectura con el que iniciaremos al lector/oyente de poesía, será el caballo de troya que debamos construir para vencer el acostumbramiento que tienen nuestros alumnos a consumir lo precocido, lo preanunciado, lo predigerido, lo periférico de las ideas que muchas veces es el único «recurso-método-pedagogía» de la enseñanza. Si renunciamos a la comodidad de don Santillana y don Kapelusz podremos iniciar un camino de descubrimiento con almas que, aunque adormecidas, no pueden resistirse al «cross en la mandíbula» de un buen par de poemas:

LA AUSENCIA ES UNA FORMA DEL INVIERNO


Como el cuerpo de un hombre derrotado en la nieve,
Con ese mismo invierno que hiela las canciones
Cuando la tarde cae en la radio de un coche,
Como los telegramas, como la voz herida
Que cruza los teléfonos nocturnos,
Igual que un faro cruza
por la melancolía de las barcas en tierra,
Como las dudas y las certidumbres,
Como si mi silueta en la ventana,
Así duele una noche,
Con ese mismo invierno de cuando tú me faltas,
Con esa misma nieve que me ha dejado en blanco,
Pues todo se me olvida
Si tengo que aprender a recordarte.


de Luis García Montero


*


UNA NOCHE DE VERANO


Una noche de verano
-estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa-
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
-ni siquiera me miró-,
con unos dedos muy finos
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón.
¿Ay, que lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!

de Antonio Machado


6.
¿Y si el alumno no es siquiera un lector «en ciernes»? Allí también el texto poético tiene algo que decir, porque en los lectores más pequeños que leen -o solo escuchan- la cadencia poética resulta ser un arrullo que despierta la curiosidad y el placer por la palabra. La poesía es el género más adecuado para enseñar a leer y a escribir, es decir, a descubrir la mitad del mundo que un niño interpela cuando se adueña de las palabras, como explica Ana María Borzone: «El conocimiento de rimas se relaciona con la conciencia fonológica, es imprescindible que la poesía ocupe un lugar fundamental pues contribuye a la reflexión sobre las posibilidades materiales de la lengua. La lectura asidua de poemas tiene un efecto inmediato en los niños...» Para eso, la lírica ofrece a los infantes el ritmo, el juego, la libertad de sentidos y sobre todo la reflexión revestida de canto; el poema desafía al pequeño y le guiña un ojo porque sabe que en esta escondida nadie vuelve a contar.

El texto lírico permite que el niño diga y lea las palabras sintiendo su sabor, su color, sus distintas formas; y así, ese lenguaje que se le presentaba antes ajeno es ahora una estrategia que el chico ha comenzado a manejar con soltura pero sobretodo con felicidad. Porque el poema dicho, cantado, recitado y leído permite descubrir un mundo y, al mismo tiempo, descubrirse en ese mundo. Las palabras dicen algo y lo otro también:

EL SHOW DEL PERRO SALCHICHA 

Perro Salchicha, gordo bachicha,
toma solcito a la orilla del mar.
Tiene sombrero de marinero
y en vez de traje se puso collar.
Una gaviota medio marmota,
bizca y con cara de preocupación
viene planeando, mira buscando
el desayuno para su pichón.
Pronto aterriza porque divisa
un bicho gordo como un salchichón.
Dice “qué rico” y abriendo el pico
pesca al perrito como un camarón.
Perro salchicha con calma chicha
en helicóptero cree volar.
La pajarraca, cómo lo hamaca
entre las nubes y arriba del mar.
Así lo lleva hasta la cueva
donde el pichón se cansó de esperar.
Pone en el plato liebre por gato,
cosa que a todos nos puede pasar.
El pichón pía con energía,
dice: –Mamá, te ha fallado el radar;
el desayuno es muy perruno,
cuando lo pico se pone a ladrar.
Doña Gaviota va y se alborota,
Perro Salchicha un mordisco le da.
En la pelea, qué cosa fea,
vuelan las plumas de aquí para allá.
Doña Gaviota: ojo en compota.
Perro Salchicha con más de un chichón.
Así termina la tremolina,
espero que servirá de lección:
El que se vaya para la playa
que desconfíe de un viaje en avión,
y sobre todo haga de modo
que no lo tomen por un camarón.*
 de María Elena Walsh

7.
Nada hace suponer que esta sea la pócima para desentrañar el desafío de «enseñar» poesía, pero si creemos que solo con la palabra podemos cambiar el mundo, si necesitamos remover el «alma dormida» de ese que nos espera sentado en un aula, si disfrutamos cuando otro aprende, si deseamos que cada ser humano de este mundo descubra la felicidad que otorga un texto poético, si enseñar, por tanto, es la forma que hemos elegido para vivir para ser completamente; es entonces cuando este texto comienza a tener sentido, a convertirse en el primer paso para enarbolar la espada y, cual hidalgo de carne flaca embestir a los molinos que siguen girando para hacernos creer que esta real locura todavía es posible.



* Los poemas y canciones que forman parte de este ensayo han sido leídos -y probados- en distintas aulas, tanto de colegios secundarios como en CENS de jóvenes y adultos, así como también en capacitaciones en afabetización en el Nivel Inicial y Primer Ciclo.

martes, 29 de noviembre de 2011

A 100 años de una obra impar

Enrique Banchs, autor de La urna, en un dibujo de Carlos Alonso.




por Fernando G. Toledo

En una categórica sentencia final de su obra más influyente, el filósofo Ludwig Wittgenstein iba a dejar anotado un pensamiento, conclusión a la andadura de las páginas precedentes que también hacía las veces de advertencia: «Lo que no se puede decir, hay que callarlo» [1].
Enrique Banchs (1888-1968) parece haber anticipado, con su propio silencio, el mandato del autor del Tractatus Logico Philosophicus. Un silencio poético, el de Banchs, proveniente de un escritor que supo trazar un libro del que ahora se cumple un siglo y que ha sido considerado por Borges, su más entusiasta vindicador, como «uno de los mejores de la literatura argentina».
Ese libro es La urna, obra de tal maestría que constituye una de esas excepciones que ofrece la hechura humana, aunque su aporte haya sido «en gran medida descuidado, sino totalmente olvidado de parte de la crítica literaria» (como opina Vanesa Ledesma Urruti [2]).
La historia es así: Banchs es un poeta precoz. A los 19 ha publicado su primer libro, Las barcas (1907), al que siguen El libro de los elogios (1908) y El cascabel del halcón (1909). Quizá la precocidad es lo más destacado de ese puñado de obras. Precocidad, eso sí, acompañada por una gran pericia técnica y la no menos insólita capacidad del joven vate para abordar desde sus versos temas profundos y solemnes, aromados por cierto perfume modernista, propio de la época.
 El caso es que tras una breve pausa y cuando cursa sus 23 años, Banchs publica La urna, y calla para siempre. Se verá, quizá, un poema suelto en algún diario décadas después, algún texto sacado del pudor, pero como Rimbaud (por dar otro caso célebre de poeta precoz en su voz y en su mudez), decide cerrarle las puertas a la poesía.
 Banchs no huye ni desaparece. De hecho, tiene una actividad social destacada (integra el primer cuerpo de la Academia Argentina de Letras, preside la SADE) y lleva adelante una tarea periodística y educativa incesante. Pero su poesía queda sepultada, obcecadamente sepultada, pues él mismo se niega a reeditar sus obras. Tal decisión, sin duda, incrementa su aura legendaria.
Primera edición de La urna.
¿Qué ha sucedido con este autor? Es Borges –otra vez Borges– quien avanza algunas hipótesis: «Tal vez (…) la carrera literaria le parezca irreal (…). Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama. Tal vez (…) su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil (…), hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia» [3]. Pero el propio Borges sabe que ya ha dado Banchs con La urna un «libro impar, uno de los más admirables de nuestro idioma» [4]. Lo demás importa menos, como sugeriría en el poema que le dedicó en Los conjurados:

«Cumplida su labor, fue oscuramente
Un hombre que se pierde entre la gente;
Nos ha dejado cosas inmortales» [5].

El motor de los sonetos de La urna es una ausencia: la de un amor fallido. «Una mujer dejó a Enrique Banchs o lo rechazó o, lo que puede ser más doloroso, no se percató de él» [6], anotaría de nuevo Borges en un discurso para la Academia Argentina de Letras en 1970.
 El desamor que provoca la escritura de los poemas, sin embargo, no convierte a estos textos en el testimonio de una exaltación, no hacen de Banchs una víctima del amour fou. Por el contrario, el poeta exhibe al trazar sus poemas la frialdad de un médico herido, que sabe qué daños tiene y cómo va a desangrarse. Muerto en vida («¡un esqueleto nada más!»), ha hecho de su cuerpo una urna en la que está depositado ese dolor, que contempla con una rima excelsa y endecasílabos que sólo a veces se permiten la oscilación hacia siete o cinco sílabas centelleantes.
 De todos esos versos surge «un llanto viril», «una danza con lo fugitivo y con lo esquivo» (las palabras son de María Gabriela Mizraje [7]) con los que Enrique Banchs alcanza otros temas, por supuesto: el tiempo inexorable, la putrefacción del «deseo difunto», la vacuidad de lo que se escribe. Y también el suicidio, como cuando el poeta mira en un soneto sus propias manos y las desconoce:

«Quizás conduzcan de otro ser la suerte
de paso frágil a mejor fortuna;
y quién sabe si no me darán muerte».

Hay una perfección diamantina en los sonetos de La urna. Es imposible escapar a esa perfección cuando se recorre, uno a uno, los poemas. La forma del soneto parece ofrecerle a Banchs un encastre implacable para su cometido estético: muchos poetas argentinos trazarían sonetos después de él, pero tal vez sólo los de Borges y los del Wilcock de Sexto atisbarían tales alturas.
Parece, acaso, que Banchs supiera que en semejante belleza puede atrapar la carnal belleza perdida. Se anima, incluso, a proyectar un deseo, como en el inolvidable poema sobre el «hospitalario espejo». Pero no se engaña, pues

«igual en la verdad o en la mentira
tengo este solo compañero, el llanto».

Llanto de doble dolor, diría Pablo Anadón, pues «es posible leer en La urna no sólo el debatirse de una ilusión de amor por seguir existiendo en una circunstancia existencial que la condena, sino también la extinción de una idea de poesía absoluta en medio de condiciones epocales -las mismas que aún vivimos- que la han vuelto un devaneo inútil para la sociedad» [8].
Ahogada o no la idea, tomada por fútil o todavía necesaria esta poesía, a un siglo de su publicación, La urna sigue siendo un enigma y también un legado. Quizá en la combinación de eso que nos queda de este libro de Enrique Banchs pueda entenderse su magnitud, al menos si hacemos caso a lo que nos dice su autor en dos de sus versos:

«Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado».





Una primera versión de este artículo fue publicada el sábado 19 de noviembre en Diario UNO de Mendoza.


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Notas 


[1] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico Philosophicus, 1922. Proposición 7. En el alemán original: «Wovon man nich Sprechen kann, darüber muß man schweigen». 


[2] Ledesma Urruti, Vanesa. «Enrique Banchs: Poeta olvidado, poeta del olvido», en Espéculo. Revista de estudios literarios Nº 40. Universidad Complutense de Madrid, 2008. 


[3] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio», en revista El Hogar del 25 de diciembre de 1936, incluido en Obra crítica, vol 2. Emecé, 2010. 


[4] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», discurso ante la Academia Argentina de Letras, ibídem, 2010. 


[5] Borges, Jorge Luis. Enrique Banchs, en Los conjurados, Obras completas, vol. 3. Emecé, 1991. 


[6] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», ibídem 2010. 


[7] Mizraje, María Gabriela. «El retorno de un poeta», en La Nación del 22 de marzo de 2000. 


[8] Anadón, Pablo. «En torno a La urna, de Enrique Banchs», en revista Fénix Nº 9, abril de 2001.




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Sonetos de La urna
de Enrique Banchs



Entra la aurora en el jardín; despierta
los cálices rosados; pasa el viento
y aviva en el hogar la llama muerta,
cae una estrella y raya el firmamento;

canta el grillo en el quicio de una puerta
y el que pasa detiénese un momento,
suena un clamor en la mansión desierta
y le responde el eco soñoliento;

y si en el césped ha dormido un hombre
la huella de su cuerpo se adivina,
hasta un mármol que tenga escrito un nombre

llama al Recuerdo que sobre él se inclina...
Sólo mi amor estéril y escondido
vive sin hacer señas ni hacer ruido.


*

Nunca como esta noche de verano
de gran silencio melodiosa y pura
he sentido la lánguida dulzura,
la irrealidad, de mi pasión que en vano

confieso al alma de la noche oscura.
Bien sé que espero en algo muy lejano,
algo que no se toca con la mano,
que no se puede ver ni se figura;

algo como plegaria de intangible
boca, pero plegaria imperceptible;
un suspiro del viento, acaso una

música de violines escondidos;
una vaga mujer cuyos vestidos
ondulan en el claro de la luna.

*

I
Cubra tu forma de ánfora un sudario,
lleva en la mano el arlequín de paja
del deseo difunto y desencaja
de ti misma el impulso pasionario.

Y anima en tu atavío funerario
un pie de sombra, un paso, así, en voz baja...
Vayamos al país de la mortaja
y al sitio finalmente hospitalario.

Vamos a ver la dama que con metro
igual nos mide a todos. Cuyo cetro
es la amapola erecta y asfixiante.

Cuyos son el palacio y los salones
con la base en la tierra devorante
y con techumbre en las constelaciones.


II
Surge una hoz en la marmórea entrada,
blanca como el silencio... O voi che entrate...
vosotros, mármol en que nada late,
columna en tierra, espiga cosechada...

En vez del huésped de la rama, el trino,
grandes lágrimas vierten los cipreses.
Alma, enmudece, que no sirven preces,
ni vale el lloro donde está el Destino.

Mira el rebaño blanco de las piedras
tumbales, y pastores, a las hiedras
quietos en la pradera taciturna...

-¡Juventud!- ¡oh, qué cosa llamas, alma!,
¿con gloria y tempestad nombras la calma?...
Y en eso sonó un canto en una urna.


III
En una antigua urna cantó un grillo.
Decía: "en la cabeza de tu hermano
levanto un canto rápido y lozano
y me sirve de atril cráneo amarillo.

Por furtiva rendija entré en la fría
caja; y entre los pálidos despojos,
(¡maravilla de oídos y de ojos!):
venciendo al Tiempo su ilusión vivía.

¡Alegría fugaz de haber vivido,
alegría fugaz, la he recogido
como la abeja de la flor el polen,

para que mis sonidos la enarbolen;
y de ensueños del muerto se hace el canto
que como musical pendón levanto!".


*

Hijo blanco y moreno de las mieses,
pan nutridor, mi sangre te incorpora.
Serás quizás al cabo de los meses
la viva luz que mis pupilas dora,

o en el cerebro el nervio de la oda,
o en la garganta el hálito vocal,
ya que la ley renovante cambia toda
materia en expresión espiritual...

Hijo triste y fatal de los sentidos,
¡oh, amor! En esto acabas: en canción.
Nada es estéril, no, ni la ilusión,

ni el sueño, ni los pétalos caídos...
Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado.


*


Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.

Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.


*

¿De dónde vienen, de qué inaccesible
templo, de qué país maravilloso,
las sombras que nos dan un imposible
beso en el sueño vago y silencioso?

¿Las coronas que en sueños nos coronan,
las flores que llevamos, mas dormidos,
y las mujeres blancas que abandonan
nuestros febriles brazos extendidos?

¿Quiénes están soñando con nosotros
cuando soñamos? ¿quiénes son los otros
seres que no veremos ni hemos visto?

¿Y qué piedad desconocida quiere
que me vengas a hablar y que te espere
cuando apenas si existo?