jueves, 14 de noviembre de 2013

Para alimentar lo imposible



El pan de la soledad, Paula Seufferheld. Libros de Piedra Infinita, Mendoza, 2013, 44 págs.


            En la sociedad actual, las palabras resultan ser migas que tiramos para desandar un camino que hemos olvidado. No hay GPS, satélite ni Google Maps que nos indiquen las coordenadas buscadas. Así, como lectores de un guion interrumpido, transitamos el camino buscando atrapar a esos pájaros hambrientos que se robaron nuestro mapa inverosímil. Tal vez por eso, la mendocina Paula Seufferheld (Palmira, 1974) se propone en su primer libro, El pan de la soledad, alimentar lo imposible y hasta lo prohibido: los recuerdos, la distancia y la misma temida soledad.

            Como todo buen poemario meditado, aquí nos vamos a encontrar con más de una lectura. Seufferheld suelta los poemas como pájaros mendaces que simulan un vuelo solitario, pero para volver por las noches a picotear la cabeza de su autora: «violentarte, silencio / y recortar en tu centro / con estos filos oxidados / un poema mínimo…» («Arte poética», p. 7). Es decir, el dolor de lo callado le provoca al silencio «grietas/poemas», donde la mano poética simplemente tocará (en el sentido de ejecutar un instrumento).  Por lo tanto, los lectores vamos a entrar en una primera parte, Sillas junto al vacío, donde los textos hablan a ritmo de tango, bolero y balada. Las referencias a la música popular son evidentes y decisivas: Cadícamo hace llover en la oscuridad, tanto como el mítico Sandro da nombre al libro en un gesto melodramático. Pero los poemas, además,  tienen calle, sudor de cuarto de alquiler, visiones afiebradas desde una ventana, fuego propio de una «hembra dragón» que escribe sobre la página como sobre una cama arrugada y feliz, todo fundido a plomo, como en un vitral: «el semáforo ordena colores a esquinas desiertas / dos trabajadores sueldan una vía en silencio / alguien escribe en la mesa de un bar / ocupación efectiva para distraer la vida o desnudarla…» («Vitreaux», p. 12). Al mismo tiempo, todo melodrama oculta una trampa abierta y luminosa, esa que pisamos intencionalmente para hundirnos y elevarnos en el lenguaje. Entonces, la infancia aparece como un pan duro que queremos morder a costa de nuestras heridas y de nuestros dientes. Porque todos los adultos tememos siempre estar fuera de juego.

            Luego de una propuesta miscelánica e intensa, una segunda parte despliega una serie de poemas -llamada Distancia- donde las palabras intentan reunir los fragmentos de un amor desastrado, una historia que se construye desde las migajas de dos amantes que tienen un abismo que llenar: con cables eléctricos que se cortan, puentes con las orillas dinamitadas, hogares de techo volado y silencios sin respetar: «cerrá la puerta con mucha suavidad / así la tragedia de tus pasos por el pasillo / solo pintará de tristeza las paredes» («VII», p. 34). Toda verdadera tragedia, entonces,  empieza por casa; aunque los poemas aquí funcionan como un testimonio lúcido en la tormenta, como paraguas abiertos a la intemperie sin concesiones ni engaños. La realidad salpica de todos modos y la que habla, avanza sobre el daño cometido.

            Para definir de algún modo la poética de Elizabeth Bishop, María Negroni dice: «La poesía no es solo eso. No es solo decir ‘sufro’, ni siquiera decir ‘sufre el paisaje’. Es, si se puede, lenguaje sufriendo, tensión avara, quiebre…» Por lo tanto, muy pocas veces un libro propone quemarnos las manos mientras lo vamos leyendo, partir sus poemas en pedazos para compartirlos y morder sus silencios para sentirnos, de una buena vez, menos solos.



Algunos poemas de «El pan de la soledad»

          

El pan de la soledad

                                                                         Con el pan de la soledad esa vida fue creciendo. 

                                                                         (A fuego y piel, Sandro- R. López- V. Caro)


mantel de hule
olor lejano pero exacto
a lavandina
se asienta de un golpe seco
el pan de la soledad

guiso de arroz
el sonido de noticias
siempre ajenas
ella cruje con el pan
en el borde de una silla
pan que alimenta
su muerte mínima
pan abismo
cayendo en su hambre
pan duro
que arrastra la piedra
de sus días

*

Vitreaux

la anciana duerme su siesta
en la mesa de luz su dentadura tirita en un vaso
el locutor se pregunta quiénes lo estarán escuchando 
en la calle un niño patea una piedra 
y se sienta en el cordón de la acequia
un colectivo frena muy cerca de sus dedos 
y el chirrido de los neumáticos 
espanta a las palomas que lo acompañan 
el cajero de un banco se limpia despacio las manos
trata de recordar el nombre del líquido 
que podrá limpiarle sus uñas ennegrecidas 
la mujer dormita en el ómnibus
su reflejo tiembla en un vidrio sucio
ese espejo ocasional poco sabe del persistente sueño 
que trae una y otra vez el rostro de un hombre 
que dejó un beso y una promesa antes de irse a España 
la enfermera baja las persianas se descalza sonríe 
un somnífero y a la cama
el semáforo ordena colores a esquinas desiertas 
dos trabajadores sueldan una vía en silencio 
alguien escribe en la mesa de un bar
ocupación efectiva para distraer la vida o desnudarla 
alguien escucha una canción pasada de moda 
se rasca la cabeza y se la vuelve a rascar 
ese tic nervioso no apartará la tristeza
alguien se persigna en una iglesia vacía
el sonido de los dedos sobre la piel 
elimina el silencio y quizás la comunicación
pocos minutos después el templo queda desierto
en el piso se proyecta la instantánea de estos hombres anónimos 
pronto los vidrios de colores se reordenan
de nuevo componen las figuras de un grupo de apóstoles
sin testigos el milagro se repite todos los días

*
I


temo tu silencio, mi habilidad
para descubrirte se gasta como los días
en la punta de los zapatos
no terminés el cuento que inventaste
donde una nena está perdida en el bosque
y necesita de tus palabras para correr
concedeme un final feliz
del otro lado de los muros verdes
quizás la enredadera del miedo
suelte mi garganta allá afuera


*

III

como ese telegrafista
escucho sonidos largos y cortos
la plegaria de tus palabras
se aburre antes de rozarme

y el telegrafista quiere irse
dejar de convertir ruidos
en rayas y puntos
terminar su té
salir
descansar su vista
en un árbol frondoso
o en la indiferencia
de dos palomas que comen
en el andén
quiere ajustar su bufanda
respirar hondo
treparse al frío de la tarde
llegar a su casa alta
y mirar cómo un rayo
corta los hilos de la estación

el telegrafista y yo
sonreímos otra vez
el fuego nos encuentra liberados
antes de irnos a dormir

1 comentarios:

Rocio dijo...

La poesía me sirve para trasladarme con la mente a diversos lugares. Por ello es importante obtener obras de diversos poetas y sus creaciones. Cuando busco ofertas de hoteles en argentina planeo ir a lugares en donde pueda conseguir libros de poemas que en mi ciudad no obtengo